La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela Nan-Shan

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porque me temo que ahora vendrá la segunda parte; alguien nos dirá que por el motivo que sea nos tenemos que levantar, ya verás... —respondió un tanto nerviosa.

      —¿Habrá sido algún cazador? —le pregunté.

      —Deduzco por tu tono que no te lo crees ni tú.

      Permanecí un tiempo en tensión y haciendo cábalas; recordé cómo el hijo de doña Rosita, la matriarca del campamento, había estado escrutando los alrededores de forma un tanto extraña antes de que nos acostáramos. No sucedió nada reseñable en el resto de la noche. A la mañana siguiente pregunté al hijo de doña Rosita, a Perry y también a Luis pero, o no habían oído nada o restaban importancia al incidente; «tal vez algún cazador» fue todo cuanto saqué.

      Viajando uno aprende que en ocasiones no hay que preguntar lo que se quiere saber, sino provocar las situaciones adecuadas para esperar la respuesta, algo así como buscar un árbol con fruta y confiar en que esta caiga. Y, efectivamente, como fruta madura, cuando las jornadas vividas en común se pueden contar como grados de mayor confidencialidad y empatía, Perry y Luis nos acabarían dando pistas sobre el extraño incidente.

      Durante tres días visitamos el Tuparro. Cuando accedimos a él, ya intuíamos que posiblemente nadie nos trataría nunca así de bien en ningún otro parque natural.

      —Bienvenidos a una de las cincuenta y nueve áreas protegidas de Colombia, la que posee, entre otras, la octava maravilla del mundo —dijo dándonos la mano el funcionario que nos recibió con esa amabilidad tan característica de los colombianos.

      —¡Gracias! Con este recibimiento van a tener ustedes muchas visitas —le contestó Silvia.

      —Es lo que esperamos después de los tiempos tan complicados que hemos vivido. Debemos tratar bien a los primeros viajeros que están llegando para que se lo cuenten a otros.

      —¿Entonces el parque ya es todo de ustedes?

      —Es a lo que aspiramos, señorita. De momento ya nos introducimos unos cincuenta kilómetros por trochas y ríos, pero tenga en cuenta que esto es muy grande y tres cuartas partes han sido ocupadas por otros.

      —¿Es que siguen aún los de las FARC? —insistió Silvia.

      —No, ellos se han ido, pero están los del ELN y otros más —respondió en un tono más bajo como para cambiar de conversación—, pero no se demoren aquí y disfruten de esta maravilla.

      Ciertamente la amabilidad de los colombianos no tiene límites; tanta, que incluso prefieren no hablar de lo desagradable. En esta ocasión, además, nos tenían entre almidones porque éramos los únicos visitantes; por eso, a cada sitio que íbamos nos acompañaban varios guías, cada uno experto en una materia. «Queremos impulsar el turismo de naturaleza por todo el Vichada pero aún no llegamos a un visitante al día de media» nos confesó un funcionario. Cada uno nos contaba alguna historia, como las esporádicas apariciones del siempre temido tigre, o que las comunidades de la zona iban cambiando los cultivos de coca por otros como la mandioca o la aversión que estas mismas comunidades tenían hacia los malandros del río, las enormes nutrias que se enfrentan a los pescadores atacando en manada para robarles los peces recién pescados; incluso en una ocasión de especial complicidad nos confesaron que no dejaban de recibir amenazas personales de quienes no estaban interesados en que aquello fuera un parque natural.

      Como disponíamos del tiempo a nuestro antojo, esa misma tarde propuse ir a la cueva donde los indígenas depositan a sus muertos. Sentía un especial interés antropológico desde que me enteré de su existencia; de hecho ya le había comentado en Puerto Carreño al lanchero Rusvel mi intención, pero se negó en rotundo a acompañarnos por sus temores hacia el más allá. Algo similar le debió de ocurrir aquí a Humboldt cuando cuenta que sus deseos de visitar esta misma cueva se vieron truncados ante la negativa del misionero que les acompañaba. Pero tampoco pudo ser; todo se quedó en eso, en un deseo, porque al aproximarnos con la lancha comprobamos que la entrada estaba taponada por la crecida de las aguas. Ante la imposibilidad, Perry se empeñó en que nos acercáramos a una cascada remontando un trozo del inicio del raudal de Maipures que se encontraba justo por encima de nuestro campamento; le dimos el visto bueno, más por complacerle que por ganas, ya que el bramido de las aguas no anunciaba nada placentero.

      Tal como temíamos, apenas nos introdujimos en las ondulaciones del río, la frágil lancha se convirtió en una cáscara de nuez navegando casi a la deriva porque la fuerza del agua podía más que el motor de la embarcación; con una mirada cómplice, Silvia y yo comprendimos que aquella era una batalla perdida. Pero como todo lo malo puede empeorar, el motor se paró —como tantas otras veces había ocurrido— aunque en esta ocasión dejándonos en una situación complicada a merced de la corriente; nadie dijo ni hizo nada pero los cuatro comprendimos lo delicado del momento al ser arrastrados sin rumbo ni oposición alguna. Las arremetidas de la corriente nos hacían subir y bajar como si lucháramos contra las olas del mar; solo cuando por fin el agua nos arrojó a una zona remansada, Perry, con la voz entrecortada, nos felicitó por dominar los nervios y no habernos movido del asiento porque «de lo contrario habríamos fracasado».

      Ante el fallido intento, nos olvidamos de la cascada y cruzamos el Orinoco a la altura de la desembocadura del Tomo para ascender, ya a pie, por un peñasco sobre el que se asentaba la caseta de los funcionarios del parque; junto a ella aún quedaban esqueletos de lo que fueron habitáculos para turistas antes de la llegada de la violencia a la zona. Nos introdujimos por una bonita senda de piedra que cruzaba arroyos pero que tenía el peligro a cada paso de hacerte perder el equilibrio por lo resbaladizo del suelo. Como a la media hora de marcha comenzamos a oír el rugido del río que nos anunciaba algo tan inminente como convulso.

      Estábamos en la parte alta del raudal de Maipures, mucho más impetuoso que el de Atures que habíamos atravesado con la voladora; era otra vez un desnivel del Orinoco remarcado por grandes piedras que impedían la normal trayectoria del agua haciendo que esta se encabritara con un ensordecedor ruido que imprimía al cuadro que teníamos delante una visión a medio camino entre lo apocalíptico y lo fascinante. Algo así, pero elevado a la enésima potencia es lo que debió de experimentar el científico y aventurero Humboldt cuando en 1800 dedujo que esta era la octava maravilla del mundo; «un paisaje —escribió— que varía a cada paso en el terreno (...) y se encuentra allí, en un pequeño espacio, todo lo que la naturaleza tiene de más áspero y más sombrío con los más hermosos campos, los más risueños y pintorescos sitios».61

      En efecto, era un punto privilegiado desde el que comprender el Escudo Guayanés; las rocas que pisábamos eran las más antiguas del planeta que se formaron con el magma solidificado que la tierra expulsó de su interior hace la friolera de cerca de tres mil millones de años. Pero es que, además, su aislamiento orográfico, lo inhóspito de su ambiente, la pobreza del subsuelo, los problemas de seguridad de la zona y la baja densidad poblacional, lo convierten en el ecosistema de selva tropical y de sabanas naturales mejor conservado del planeta; las estadísticas resultantes nos cuentan que aquí se contabiliza la tasa de deforestación más baja del mundo y la mayor superficie forestal per cápita. El Escudo Guayanés se expande por el otro lado del Orinoco y es ahí, en Venezuela, donde aparece con su cara más conocida, la del tepuy que cuenta con la cascada más alta del mundo, el Salto del Ángel, con casi mil metros de caída sin tocar roca.

      Cierto es que en el año de estreno del xix cuando Humboldt estuvo aquí no se conocían muchos de estos detalles, pero eso no impide imaginar al explorador científico procesando con su privilegiada mente todo cuanto veía, observando cómo sobre las prístinas rocas crecen bromelias aprovechando las despensas de sus hojas para almacenar el agua que le niega la piedra, o la cantidad de orquídeas, líquenes, musgos y algas que brotan en cualquier recoveco, o acercándose a alguna

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