Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg

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Alguien que te quiera con todas tus heridas - Raphael Bob-Waksberg

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probablemente habrías visto venir que acabarías haciéndole daño a Keith de formas que no merecía. Pero aquella noche todo parecía perfecto. Querías estar con Keith, y sentías que de alguna forma te lo habías ganado. Era como si toda la vida te hubiese preparado a conciencia para acabar conociendo a este hombre.

      A día de hoy todavía pasas por delante del Waverly Diner de Greenwich Village, en la avenida de las Américas, pero no sueles entrar, y nunca pides tortitas.

      ¿Acaso existe alguna ciudad en la historia que haya sufrido mayor destrucción, que haya sido más sepultada por las cenizas de los fuegos del pasado? Una vez, mientras echabas un vistazo por la tienda de muebles que hay en la Novena con la calle 13, haciendo tiempo antes de que Boris te presentara a sus padres y dierais un paseo por la High Line, distraída cogiste una espátula que al instante te recordó la pelea que dos años atrás tuvo lugar en la cocina de Keith.

      La conversación había empezado de manera inocente, cuando Keith te preguntó «¿de qué quieres tu tortilla?», y, no sabes muy bien cómo, acabó dos horas después, cuando él gritó «creo que en realidad no me quieres; lo que pasa es que tienes miedo de estar sola» y tú, haciendo aspavientos con la espátula, se la devolviste sin pensarlo «estoy sola, no te imaginas lo sola que estoy», como si aquello fuese una respuesta ingeniosa.

      La espátula que ahora sujetabas en la tienda era la misma, su forma te era sorprendentemente familiar; sobre tu mano, su peso resultaba contundente, y cuando te afanaste en explicarle a Boris la historia de lo que aquel inquietante artefacto significaba, él arrugó la nariz y te dijo «si vamos a seguir juntos, llegará un momento en el que tendrás que dejar de echar la vista atrás».

      Ya habías empezado a salir con Sean cuando Boris te llamó, de madrugada, borracho, y te preguntó si querías ir a Staten Island. Tú nunca habías ido a Staten Island y Boris no había ido nunca a Staten Island, y como Boris estaba a punto de mudarse a Filadelfia, aquella te pareció una ocasión para visitar Staten Island tan buena como cualquier otra.

      Boris también te había sugerido irte a Filadelfia con él, pero pensaste que aquello era pasarse, que era demasiado, demasiado pronto, demasiado Boris. En lugar de eso, elegiste quedarte en Nueva York. Rompiste con Boris, te mudaste sola a Bushwick y empezaste a salir con Sean, ese camarero tan mono de Union Pool. No imaginaste que volverías a ver a Boris, pero en su última noche en Nueva York te llamó borracho, de madrugada, para que emprendierais juntos una aventura.

      La verdad es que no hay mucho que ver en Staten Island, al menos después de medianoche. La travesía en barco hasta allí es terriblemente romántica, pero una vez llegas… Bueno, hay un ascensor que te lleva a la azotea del edificio de los ferris y, si te aburres, siempre puedes cogerlo y volver a bajar.

      Hay una pecera en el edificio y algunos carteles pegados en la base que hablan de los cuidados que se han de llevar a cabo para albergar una pecera en el edificio de fe­­rris de Staten Island. Es una pecera enorme, tan pesada que se tuvieron que añadir vigas de hierro al suelo para que pudiera soportarla. «No es cosa sencilla esta pecera, llevó mucho trabajo», reza el letrero que hay en la base; al menos eso es lo que recuerdas (no has vuelto). «Todo esto lo hicimos por vosotros, visitantes de Staten Island, ¡así que más vale que lo apreciéis!».

      Recuerdas estar de pie junto a Boris leyendo el letrero de la pecera. Esperabas haber tenido más cosas que de­­ciros la noche previa a despediros para siempre, pero resulta que ya os lo habíais dicho todo. Así que, en lugar de volver a repasarlo, os quedasteis el uno al lado del otro en la quietud del edificio de los ferris y leísteis la información que había en la base de la pecera.

      «¡Bienvenidos a Staten island», probablemente dijera. «¡Esperamos que disfruten de su visita! Quizás si las cosas fuesen de otro modo, quizás si uno de vosotros no estuviera a punto de irse de la ciudad para siempre, podríais regresar en alguna ocasión. Puede que esto se convirtiera en algo especial, algo más allá de aquello que intentasteis una vez porque, oye, ¿por qué no? Pero, por otro lado, quizás sea mejor no pensarlo mucho. Disfrutadlo y ya está. Todavía os queda por delante el viaje de vuelta a Manhattan, y si uno se lleva una mochila cargada con demasiados quizás, el ferry se hundirá por culpa de todo ese peso».

      Esta zona, Nueva York, antes llamada Nueva Ámsterdam por los primeros asentamientos holandeses y Lenapehoking por sus habitantes nativos Algoquin, rebosa un pasado que todavía no ha terminado de enterrarse. Los túneles del metro son casi impracticables, tan anegados como están por miles de aventuras superpuestas. Si en uno de tus viajes pasases rápido en el metro por la parada Lorimer bajo Williamsburg y mirases atentamente al fugaz andén, verías a una mujer joven esperando, con el pelo alborotado y el maquillaje corrido. Esa mujer eres tú durante aquellas seis semanas en las que volvías a casa a trompicones desde el apartamento de Sean a las 3:00 de la mañana, tacones en mano, porque tú no querías ser una de esas que se quedan a pasar la noche.

      La ciudad está repleta de estos recordatorios, y cuanto más tiempo vives aquí, más minas dejas a tu paso. Como la tienda GAP en Astor Place, el baño de Crocodile Lounge; las probabilidades de toparse con las huellas de un evento del pasado son tremendas y aumentan cada vez que atesoras un nuevo recuerdo con otra pareja.

      Pero de entre todos los monumentos a los héroes caídos y trágicas víctimas de tu voluble corazón, una lista tan larga y agotadora como una avenida entera, existe un lugar por encima de los demás al que sabes que nunca podrás regresar.

      Sabes dónde está y alteras tu ruta para no verlo, para no recordarte lo que allí pasó. Este lugar es demasiado para ti. Te devoraría completamente, este vacío, este agujero, esta modesta vivienda de piedra rojiza de dos alturas en Carrol Gardens que alberga el apartamento de una habitación que una tú mucho más joven y el hombre que ahora aparece en tu teléfono como NO LO LLAMES una vez fuisteis tan idiotas de llamar «casa».

      A veces te imaginas a NO LO LLAMES evitando también ir allí. Te imaginas que los dos evitáis ir allí al mismo tiempo y que no os cruzáis en la acera de fuera, y que no aprovechas la oportunidad para decirle de cuántas formas te hizo daño, no le explicas que, aunque ya lo tenías superado —muy muy superado—, simplemente querías asegurarte de que no va a volver a hacerle esa mierda a la próxima, por su bien.

      «Ahora resulta que eres una mártir», no diría él, y tú te preguntarías por qué te has molestado siquiera en no veros.

      Y luego está el Bronx, que es donde la gente toma la decisión de casarse, concretamente en la zona del zoo del Bronx, concretamente en la zona del zoo que hay frente a la Casa de los Monos, y concretamente tus abuelos, quienes visitaron la Casa de los Monos del zoo del Bronx a las seis semanas de noviazgo y decidieron casarse.

      «¿Cómo pudisteis tomar una decisión tan importante en seis semanas?», le habías preguntado una vez a tu abuela. «Apenas os conocíais».

      «En aquellos tiempos, la gente no se lo pensaba tanto. Si querías a alguien, te casabas con él».

      «Pero ¿cómo lo sabíais?».

      «Fácil», contestó. «Le pregunté a tu abuelo “¿tú crees que deberíamos casarnos?”, y me dijo “vamos a preguntárselo a los monos. ¡Eh, monos! ¿Creéis que deberíamos casarnos?”, y los monos se estaban riendo, así que dijo “creo que eso es un sí”».

      «¿Ya está? ¿Os casasteis porque los monos se rieron?».

      Tu abuela se encogió de hombros. «Pensé que aquello era una señal».

      Una vez llevaste a Alex al zoo del Bronx —¿o fue a Anthony?— para ver si los primates obraban algún tipo de magia con vosotros, pero la Casa de los Monos había desaparecido.

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