Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg
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Percibo que Dorothy se tranquiliza un poco, lo que es bueno, ya que no tengo nada más que decirle.
«¿Es por eso por lo que quieres que haya cabras en nuestra boda?».
«Por lo que a las cabras respecta… Le he prometido a tu padre que sí que iba a haber. Tuve que pedirle dinero porque te compré el Huevo Promesa Felix Wojnowski y no lo podía pagar».
Dorothy se lleva una mano a la boca. Se le ilumina la mirada. «¿Me has comprado el Wojnowski?».
«Sí», digo. «Fue una estupidez. Toda esa historia es una chorrada. Pero… Te quiero».
Dorothy sonríe. «Bueno, eso no tiene nada de estúpido», lo dice en un tono desapegado que noto que intenta que resulte chulesco, pero como se le rompe la voz y los ojos le brillan por culpa de las lágrimas, suena como si fuese la cosa más sincera del mundo.
«¿No?», pregunto y ella sacude la cabeza.
«¿Estás de coña?», dice con suave dulzura. «Estoy encantada».
Ahora bien, dejadme que os diga, yo ya pensaba que Dorothy era guapa, pero cuando estoy de pie en el altar y la veo entrar en la Iglesia Buena vestida con su túnica nupcial —con las vidrieras detrás de ella—, en fin, podría llegar vivo a los cien años y seguiría siendo la cosa más hermosa que hubiera visto jamás. Y en ese momento pienso: esta es la mejor forma de celebrar una boda, porque es la clase de boda en la que, cuando tiene lugar, al final me caso con Dorothy.
Mi hermano pequeño se encarga del sacrificio de las cabras —nos plantamos en cincuenta, una cifra redonda— y todo sale según lo planeado, sin contar que media hora después, durante la lectura del poema de Gertrude Stein a cargo de la tía Estelle, resulta que una de las cabras no se ha muerto del todo y acaba saltando del altar de sacrificio y dando tumbos por el pasillo rebuznando, chillando y salpicando sangre por todas partes. Mi hermano pequeño salta y trata de atraparla, pero es un animalito resbaladizo, todo cubierto con la sangre y las tripas de las otras cuarenta y nueve cabras. La sangre salpica por todas partes y mi madre se inclina hacia mí y susurra: «Por eso hay que contratar a un profesional».
Y claro, todo esto desquicia a uno de los chicos del Coro Aullante.
Empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y entonces el chico que hay a su lado empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y antes de que te des cuenta, los doce han saltado de su bancada y están con los ojos en blanco, Llorando y Sacudiéndose y Proclamando Lamentos.
Mientras tanto, la tía Estelle todavía está leyendo el poema de Gertrude Stein, y como no sabe qué hacer, se pone a leerlo más y más alto.
Mi madre se inclina hacia mí y me susurra: «Por el amor de Dios, ¿puedes ir a echarle una mano a tu hermano?».
Y corro hacia el pasillo y mi hermano persigue a la cabra, que acaba entre mis brazos. Me resbalo con la sangre y caigo de culo, pero me aferro con fuerza al animal, que no para de retorcerse, para que no se escape. Mi hermano está temblando, y para cuando ya es demasiado tarde, me doy cuenta de por qué la mayoría de las parejas esperan a que llegue el final de la boda para darle el cuchillo ceremonial del sacrificio caprino al primo más pequeño y que lo tire por el barranco. Siempre me pareció algo cortarrollos cerrar con eso, que es el motivo por el que quisimos despachar pronto al pequeño Tucker, pero claro, ahora lo entiendo. Uno va a querer tener ese cuchillo bien a mano.
«¿Y ahora qué?», pregunta mi hermano.
«¡Y yo qué sé!», grito mientras me esfuerzo por agarrar mejor a la bestia, que no deja de convulsionar. «¡Se supone que eres tú el experto en cabras!».
Y entonces Dorothy grita algo, pero no consigo escucharla entre el caos y la tía Estelle. Dorothy vuelve a gritar y señala al eunuco que hay al final de la iglesia, y yo le grito a mi hermano: «¡El huevo!».
Él corre hacia allí y le arrebata el huevo de plata al eunuco de las manos. El eunuco ha jurado al Dios del Vino que protegería el huevo pasase lo que pasase hasta el final de la ceremonia, por lo que no se desprende de él con facilidad, pero entonces mi hermano le da un puñetazo en la cara que lo deja fuera de juego. Yo me revuelvo de pensar en cómo tiene que estar viviendo esto la familia de Dorothy, por no decir el Dios del Vino, si es que de verdad existe, y estoy seguro de que mi madre estará pensando que para qué nos había dado una buena educación, pero a veces hay momentos desesperados en los que uno tiene que darle un puñetazo en la cara a un eunuco para arrebatarle un gigantesco huevo de plata y así poder usarlo como arma.
Llegados a este punto, el Coro Aullante se ha puesto a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos por el pasillo, por lo que mi hermano no tiene más remedio que dar toda la vuelta corriendo entre los asistentes para regresar a donde estamos la cabra y yo.
Estoy tumbado de espaldas tratando de colocar al animal, que no para de retorcerse, de tal manera que mi hermano pueda aplastarle la cabeza rápidamente. Y cuando levanta el huevo, los ojos de la cabra se retuercen y apuntan hacia él y de repente mi hermano pequeño se queda chocado.
«¡Venga!», le grito, y entonces la cabra se sacude entre mis brazos y me da una patada en el estómago. «¿A qué esperas?».
«No puedo», dice mi hermano pequeño. «No puedo hacerlo».
Cae de rodillas y se abraza al huevo de plata como si fuese un bebe. Me da pena, pero a la vez no puedo evitar pensar en todo el dinero que mis padres han tirado a la basura al mandarlo a la universidad para que estudiase sacrificio caprino.
«A tomar por culo», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy. «Déjame a mí».
Nikki se abre paso hacia el pasillo y le arrebata el huevo a mi hermano, pero de la emoción tira una vela de altura creciente de la fila del pasillo, y cuando las llamas le alcanzan el bajo del vestido, se le prende fuego por completo como si aquello fuese una Pira Hibernal. Nikki deja caer el huevo y empieza a correr por todo el pasillo envuelta en llamas. Chilla, y las cabras chillan, y entonces el resto de asistentes empiezan también a chillar; todos menos la tía Estelle, a quien, Dios la bendiga, se le ha encomendado una misión y no va a descansar hasta que termine de leer su poema.
Yo miro a mi esposa, que sigue de pie en el altar, en shock, boquiabierta —muy boquiabierta—, pero que te aseguro que jamás en tu vida has visto una boca así de abierta.
Me mira con sus grandes ojos del color del bosque, como diciendo: pero ¿cómo es posible?
Y yo la miro, como diciendo: en fin, ¿qué esperábamos?
La cabra convulsiona entre mis brazos y Dorothy empieza a reírse. Y entonces levanta el brazo y adelanta la barbilla, como si fuese a dar comienzo la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y yo me empiezo a reír. Se ríe ella y me río yo, y juro por Dios que soy el hombre más afortunado del mundo. La miro, allí entre las llamas, cubierta de sangre, rodeada de los Aullidos del Coro y de los gemidos de una cabra moribunda y ojalá pudiese volver a casarme con ella. Ojalá pudiese volver a casarme con ella cien mil millones de veces más.
Conexión perdida —m4w: hombre busca mujer
Te vi en la línea N de Brooklyn en dirección a Manhattan.
Yo llevaba una camiseta de rayas azules y unos pantalones granates. Tú llevabas una falda verde vintage y una camiseta color crema.