Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-Waksberg
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Cruzamos miradas varias veces y luego apartamos la vista. Estuve pensando en cosas que decirte: fingir quizás que me había perdido y pedirte indicaciones, decirte que me gustaban tus pendientes con forma de bota, o simplemente decir «vaya calor, eh». Todo aquello sonaba ridículo.
Hubo un momento en que te pillé mirándome e inmediatamente apartaste la vista. Sacaste un libro del bolso y te lo empezaste a leer. Era una biografía sobre Lyndon Johnson, pero me fijé en que no pasaste ni una sola página.
Mi parada era Union Square, pero cuando llegamos, decidí quedarme en el vagón, convenciéndome de que podría cambiar a la línea 7 sin problema en la 42, pero cuando llegamos a las 42 tampoco me bajé. A ti también se te debía haber pasado la parada, porque cuando llegamos al final de la línea en Ditmars, los dos nos quedamos sentados en el vagón esperando.
Te miré, inclinando la cabeza con curiosidad. Tú te encogiste de hombros y levantaste el libro; se te había pasado la parada porque estabas concentrada, sin más.
Cogimos el tren de nuevo en dirección opuesta. Hacia Astoria, cruzando el East River, serpenteando por el centro de la ciudad, de Times Square a Herald Square hasta Union Square, por debajo de SoHo y Chinatown, subiendo el puente de vuelta a Brooklyn, pasando Barclays y Prospect Park, más allá de Flatbush y Midwood y Sheepshead Bay hasta llegar a Coney Island. Y cuando llegamos a Coney Island, supe que era el momento de decir algo.
Pero seguí sin hacerlo.
Así que volvimos a subir.
Subimos y bajamos por la línea N una y otra vez. Fuimos testigos de las aglomeraciones de gente en hora punta y luego vimos cómo se disipaban otra vez. Vimos ponerse el sol sobre Manhattan mientras cruzábamos el East River. Me autoimpuse límites. Antes de Newkirk, le hablo; antes de Canal, le hablo. Pero seguí quedándome callado.
Permanecimos sentados en el tren sin decir nada durante meses. Sobrevivimos ingiriendo bolsas de Skittles que nos vendían los niños que recaudaban dinero para sus equipos de baloncesto. Oímos a un millón de mariachis y en otras cien mil ocasiones casi nos parte la cara de una patada un bailarín de break dance. Di dinero a los mendigos hasta que me quedé sin billetes de un dólar. Cuando el tren salía a la superficie, me llegaban los mensajes de texto y de voz («¿Dónde estás? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?»), hasta que me quedé sin batería.
Antes de que amanezca, le hablo; antes del martes, le hablo. Cuanto más esperaba, más difícil se me hacía. ¿Y qué podría decirte yo ahora, después de haber pasado cien veces por la misma estación? Si pudiese retroceder a la primera vez que la línea N cambió a la línea R el fin de semana, quizás podría haber dicho entonces «pues vaya faena», pero ya era tarde para eso, ¿no? Me castigaba durante días cada vez que estornudabas: ¿por qué no te había dicho «Jesús»? Ese pequeño gesto podría haber bastado para dar pie a una conversación, pero allí que nos quedamos sentados y callados como idiotas.
Hubo noches en las que éramos las dos únicas personas en el vagón, quizás hasta en todo el tren, pero incluso en aquel momento me sabía mal molestarte. Está leyendo —pensaba—, no quiere hablar conmigo. Pero aun así hubo ocasiones en las que percibí cierta conexión.
Si alguien gritaba alguna locura sobre Jesús, inmediatamente nos mirábamos para ver nuestra reacción. Si una pareja de adolescentes se bajaba cogida de la mano, ambos pensábamos: ay, el amor en la juventud.
Sesenta años permanecimos sentados en aquel vagón, fingiendo que apenas sabíamos que el otro estaba allí. Llegué a conocerte muy bien, aunque solo fuese por fuera. Memoricé los pliegues de tu cuerpo, la forma de tu cara, tus patrones de respiración. Te vi llorar una vez, cuando echaste un vistazo al periódico de la persona sentada a tu lado. Me pregunté si llorabas por algo en concreto o solo por el paso del tiempo en general, tan imperceptible hasta que de repente lo percibes. Quise consolarte, envolverte entre mis brazos, decirte que todo iba a ir bien, pero me pareció algo demasiado íntimo. Me quedé pegado a mi asiento.
Un día, a mitad de la tarde, te levantaste cuando el tren paró en Queensboro Plaza. La llevaste a cabo con dificultad, esta tarea tan sencilla de levantarte: llevabas sesenta años sin hacerlo.
Agarrándote de las barandillas, conseguiste alcanzar la puerta. Al llegar allí dudaste un segundo, quizás esperando a que yo dijera algo, ofreciéndome una última oportunidad para detenerte, pero en lugar de soltar toda una vida de amagos de conversación reprimidos, no dije nada, y observé cómo cruzabas unas puertas automáticas que se cerraron tras de ti.
Me hicieron falta unas cuantas paradas más para darme cuenta de que te habías ido de verdad. Me quedé esperando a que volvieras a entrar en el vagón, que te sentaras a mi lado, que apoyaras la cabeza sobre mi hombro. No diríamos nada. No haría falta decir nada.
Cuando el tren regresó a Queensboro Plaza, giré la cabeza al entrar en la estación. Tal vez estuvieras allí, esperando en el andén. Tal vez te viera, radiante y sonriente, con tu larga melena blanca ondeando al paso de un tren que se aproximaba.
Pero no, te habías ido. Y me di cuenta de que lo más probable era que no volviese a verte nunca más. Y pensé en lo increíble que resulta que puedas conocer a alguien durante sesenta años y que aun así no conozcas a esa persona en absoluto.
Permanecí en el tren hasta que llegó a Union Square, momento en el que me bajé y cambié a la línea L.
En el lado este de la quinta avenida, entre la calle 50 y la 51, encontrarás la majestuosa catedral de San Patricio, lugar de gran importancia histórica en cuyas escaleras Eric y tú os sentasteis y comisteis yogur helado en aquella ocasión.
Si te topases con esta iglesia católica romana de estilo neogótico todavía activa, al momento serías transportada a aquella época lejana, hace muchos veranos, cuando los dos por fin volvisteis a llevaros bien otra vez después de muchísimo tiempo. Esta excursión por Manhattan fue como volver a los viejos tiempos, y sonreíste mientras el pegajoso helado de avellana y plátano te chorreaba por el brazo.
Hubo un momento en el que Eric te miró y, con una gran sonrisa, dijo «ay, tienes un poco de…», y cuando te acercó la mano a la cara, te apartaste en un acto reflejo. Lo hiciste sin querer, fue un gesto que ocurrió sin más, pero en un momento, el día se torció.
Eric y tú os mirasteis, a la sombra de aquella catedral, y viste cómo le mudaba el rostro, tal y como ya le habías visto hacer otras veces, de esa forma tan de Eric.
«¿Qué es lo que estamos haciendo?», preguntó Eric, y tú sacudiste la cabeza y respondiste «no lo sé».
Y los dos permanecisteis sentados en las escaleras de la catedral durante largo rato sin decir una palabra.
Más tarde, Eric y tú volvisteis a su piso y os acostasteis. Pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.
La ciudad de Nueva York está repleta de historia. Pongamos, por ejemplo, el Waverly Diner en el Greenwich Village. Fue allí mismo donde Keith y tú os quedasteis despiertos toda la noche hablando frente a un plato de tortitas, después de haber hecho una bomba de humo en la fiesta de vigesimosexto cumpleaños de Emily.
Keith y tú teníais mucho que deciros. Ocurrió justo después de que lo dejaras