Instituciones, sociedad del conocimiento y mundo del trabajo. Gonzalo Varela Petito
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Estas ideas dieron lugar a una estrategia de desarrollo, también en el ámbito de las actividades de CT, que consideraba al mercado como la única institución capaz de regular la economía y definir el espacio para la formulación de las políticas económicas. Según este enfoque, una intervención activa del Estado, orientada a apoyar a las instituciones de fomento productivo o a regular el funcionamiento de los mercados, contribuiría a una menor flexibilidad de precios y produciría, por lo tanto, una ineficiente asignación de los recursos productivos, impidiendo así el logro de un equilibrio eficaz de largo plazo. Esta visión explica la evaluación negativa que las organizaciones internacionales y los economistas más ortodoxos hicieron de la intervención del Estado en la regulación de los mecanismos de mercado, así como del apoyo directo a las actividades productivas que el Estado había proporcionado durante el periodo de la sustitución de importaciones.
La opinión de que el simple funcionamiento de los mecanismos de mercado habría garantizado la eficiencia en la estructura productiva y en la creación y difusión de conocimiento, innovación y tecnologías, ha determinado que las políticas tecnológicas hayan jugado a partir del periodo de las reformas estructurales un papel “marginal”.[1] Bajo este enfoque, la intervención pública se justifica sólo por la necesidad de corregir fallas estáticas de mercado (asimetría de información) que impidan su buen funcionamiento. En efecto, se sostenía que la mayor desregulación y el menor intervencionismo estatal facilitarían la difusión de la información permitirían desenvolverse más fácilmente la demanda por tecnología, estimulando así la difusión de capacidades tecnológicas y de conocimiento en la economía.
Esta postura derivó de una visión que asimila el problema de la difusión y generación de tecnología con la cuestión de la disponibilidad y acceso a la información. En efecto, se planteaba que la difusión y la garantía de acceso a la información permitiría solucionar los problemas relativos a la creación, adopción y difusión de la tecnología. Asimismo, se justificaba la intervención estatal sólo para corregir la existencia de asimetrías informativas dentro del sector productivo y entre éste y el sistema de CT. Al mismo tiempo, se limitaba la intervención del Estado casi exclusivamente a la creación y difusión de bienes públicos. De este modo la regulación y el control del funcionamiento del marco legal y del acceso al sistema educativo pasaron a ser las principales razones para la intervención pública. A partir de este enfoque, se pueden sintetizar, en los cuatro puntos siguientes, las líneas guía y las peculiaridades de la política de CT del periodo de las reformas estructurales (Cimoli, 2000; Katz, 2000).
1. Adopción de políticas horizontales. La intervención estatal se concibió sólo por medio de políticas horizontales que garantizaran el comportamiento eficiente de los mercados y que permitieran que la demanda de las empresas cumpliera un papel activo en la selección de la tecnología y en la definición de la contribución del sistema de CT. En efecto, contrariamente a las políticas sectoriales adoptadas en los años de la industrialización por sustitución de importaciones se desarrollaron políticas “neutrales” que no privilegiaron, en ninguna manera, sectores o actores del mercado. Dichas políticas horizontales apuntaron fundamentalmente a un mayor compromiso, en la realización de actividades innovadoras, con el sector productivo y fueron en gran parte supeditadas a la obtención de recursos externos provenientes de organismos internacionales.
Esta concepción llevó, en los procesos de generación y difusión de tecnología, a un incremento del papel de los mercados a costa de la disminución del rol del Estado, lo cual se manifestó en una reducida importancia y la consiguiente posición marginal de los ministerios de ciencia y tecnología. Al mismo tiempo, los ministerios dedicados a establecer las políticas comerciales y las privatizaciones asumieron un peso determinante. Las privatizaciones de las empresas públicas y la reducción de la protección otorgada a los procesos de aprendizaje tecnológico, incentivó la transferencia de las actividades de investigación y desarrollo hacia las economías más desarrolladas, reduciendo al mismo tiempo el esfuerzo local en CT.
2. Fomento a la demanda y patrón bottom-up de difusión del conocimiento. Se diseñaron e introdujeron instrumentos dirigidos a fomentar la demanda y a facilitar los canales para la transferencia de información tecnológica al sector productivo. Por un lado se desarrollaron instrumentos de subsidio a la demanda que asignaban recursos según la selección de proyectos presentados directamente por las mismas empresas; por otro lado, con el objetivo de facilitar e incrementar el acceso a la información se pusieron a disposición de las empresas especialistas y consultores en actividades de gestión productiva y tecnológica (Dini, 2002; Dini, Corona y Jaso Sánchez , 2002).
Se diseñaron así políticas de CT dirigidas a expresar las necesidades del sector productivo. Se incentivó la vinculación del sector público (universidades e institutos) con el sistema productivo, supeditando el otorgamiento de los recursos a la realización de proyectos tecnológicos conjuntos. Simultáneamente, se fomentó la participación empresarial en los organismos dedicados a promover el desarrollo de las actividades de ciencia y tecnología.
3. Introducción de mecanismos de mercado en la gestión de las organizaciones. Se apuntó a una mayor autonomía en la gestión de las instituciones y se introdujeron incentivos y mecanismos de recompensa basados en los resultados (Casalet, 2003; Jaramillo, 2003; Pacheco, 2003; Vargas Alfaro y Segura Bonilla, 2003; Yoguel, 2003). Se puede afirmar que se pasó de un modelo de gestión basado en el sistema de la jerarquía pública a otro basado en una lógica similar a la del sector privado. Este nuevo modelo se caracteriza por la introducción de incentivos y mecanismos de evaluación y recompensa basados en los resultados, por una renovada importancia del autofinanciamiento como fuente de financiamiento normal y corriente de las acciones de los organismos de CT y por una variación en los criterios de asignación de las funciones dentro de las organizaciones.
Al mismo tiempo, este proceso introdujo cambios en la relaciones de poder dando más cabida, dentro de las organizaciones, a las funciones (y empleos) dedicados a “vender” y “proporcionar” servicios tecnológicos y disminuyendo, por otro lado, el peso de los investigadores. También se verificó una tendencia de los organismos de CT a alejarse progresivamente de la investigación básica para dedicarse en medida creciente a la provisión de servicios tecnológicos, principalmente relacionados con la gestión de los procesos productivos y orientados al control de la calidad.
4. Bajo gasto en ciencia y tecnología. Durante el extenso periodo en que se desplegó la estrategia de ISI, los gastos en actividades de ciencia y tecnología no llegaron —aun en los países de mayor tamaño de la región— a superar el medio punto porcentual del PIB y, además, la mayor parte de esos gastos estaba a cargo de empresas estatales e institutos del sector público. En los años noventa, no obstante el cambio en el rumbo de las políticas de CT, el gasto en ciencia y tecnología de la mayoría de los países de la región se mantuvo en aproximadamente los mismos niveles, y en términos relativos Brasil, Costa Rica y Cuba siguen siendo los países que realizan los mayores esfuerzos tecnológicos dentro de la región. Esta estabilidad del gasto respecto al PIB indica que los recursos destinados a CT fueron supeditados al ritmo del crecimiento económico y que en la región no se introdujeron cambios tales que permitieran reducir la brecha del gasto en CT respecto a las economías más avanzadas. En América Latina y el Caribe, el gasto en ID sigue siendo financiado principalmente por el Estado y el sector privado cubre sólo un tercio del total de los gastos en actividades de ID. Esta situación contrasta con la de Estados Unidos, cuyas empresas financian casi 70% del gasto en investigación y desarrollo. Sin embargo, una parte importante del gasto total