La moneda en el aire. Roy Hora
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PG: Tras la derrota de 1987, Alfonsín había actuado rápido, designando a Eduardo Angeloz como candidato. Así que ya había un nombre. Y fue entonces cuando Sourrouille me pidió que colaborara en la campaña, como nexo con el equipo de Angeloz. “Hacele unos papeles a este hombre”, me decía mi amigo Juan Sourrouille, el hombre lacónico. Así que, cuando me sobrepuse al ataque de pánico, me puse en contacto con el candidato. Todos sus asesores me miraron con cara agria, porque “venía la hiperinflación a darnos lecciones”. Allí estaban Roberto Cortés Conde, Juan José Llach y Ricardo López Murphy. Y había gente de FIEL, de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas.
RH: Salvo Ricardo López Murphy, nacido en una familia radical, los demás no provenían del tronco partidario. Un denominador común es su mayor proximidad al pensamiento ortodoxo. Ese equipo daba crédito a la visión que lo describía como el candidato del ajuste.
PG: A Juan José Llach, que es un social-cristiano, es difícil llamarlo un ortodoxo puro. Pero sí, sin duda eran más ortodoxos. Trabajé poco con ellos al servicio de la nueva candidatura, ya que yo era la voz del equipo de Sourrouille, que estaba de salida. Cuando llegué por primera vez a su oficina, Angeloz me llamó a un costado. Me hizo la pregunta que debía hacerle a alguien que venía del equipo de Sourrouille: “¿Por qué les fue mal? Contame por qué les fue mal”. Le hablé de una situación imposible ya en el punto de partida, que nunca cambió. El Plan Brady recién apareció en el horizonte cuando estábamos saliendo del gobierno. No le hablé de los costos económicos del Tercer Movimiento Histórico porque en ese momento no lo tenía tan claro. Y creo que, de haberlo tenido claro, tampoco se lo hubiera dicho.
RH: Me pregunto si tu visión del proyecto político de Alfonsín no cobró otro sentido a la luz de los intentos reeleccionistas posteriores. A fines de la década de 1980, era difícil situar a Alfonsín en una trayectoria más amplia: el escenario tenía mucho de novedoso, su principal figura no encajaba en el molde del político radical tradicional. Pero luego de Menem y los Kirchner, esa rara avis que fue el primer presidente de la democracia puede verse como parte de una historia más larga, donde la vocación por concentrar poder aparece como una constante, y las circunstancias específicas que inspiraron cada proyecto y que legitimaron sus aspiraciones –la consolidación de la democracia, la transformación económica, la reparación del daño social provocado por el derrumbe de la Convertibilidad– se presentan como factores de naturaleza más circunstancial. Y entonces se acentúan los parecidos no solo con Menem y los Kirchner, sino también con Yrigoyen y Perón. La trayectoria de la democracia a lo largo del siglo nos da otra perspectiva sobre sus principales proyectos con vocación hegemónica.
PG: Lo que enseña la mirada del historiador, ¿no? Creo, de todos modos, que el “vamos por todo” de Alfonsín tuvo sus particularidades, que lo separan de la experiencia peronista anterior. Alfonsín quiso convertir al radicalismo en una fuerza predominante, pero con tonalidades socialdemócratas, con las tonalidades de la vieja socialdemocracia. Quiso ganarle la partida al peronismo, pero sin convertirse al populismo. Alfonsín no hablaba de “pueblo”; hablaba de “movimiento obrero”. Perseguía la utopía de una gran coalición de clases medias y trabajadores en un marco democrático liberal. Hubiera sido asombroso que le saliera bien.
RH: En esa conversación con Angeloz, entonces, el núcleo de tu argumento giraba en torno a que el fracaso era inevitable debido a las restricciones que habían tenido que enfrentar.
PG: En el momento en que él me lo preguntaba, hacia fines de 1988, la situación era desastrosa, por dos razones. Primero, por la crisis de la deuda con la que habíamos asumido y que nos había acompañado durante todo el gobierno. Segundo, por la natural prioridad de la consolidación democrática por encima de cualquier otro objetivo. Y le transmití más débilmente que en algunos momentos hubiéramos debido ponernos más firmes. “Pero eso, doctor”, le dije, “eso es algo que le digo ahora y no sé si tiene valor para usted, porque en ese momento no lo pensábamos de ese modo”.
RH: La relación entre Sourrouille y Angeloz terminó mal, en medio de un escándalo. Cuando la corrida cambiaria parecía no tener fin, en marzo de 1989, Angeloz pidió a través de la prensa la renuncia de Sourrouille, aparentemente sin consultarlo antes con Alfonsín. Celebró su renuncia con un exabrupto: “Le pegué entre ceja y ceja”, se ufanó. Angeloz era el candidato presidencial de un partido muy dañado por el fracaso de su política económica que, además, corría atrás de Menem en las encuestas sobre intención de voto. Es comprensible que quisiera tomar distancia de un ministro muy desgastado al que, por otra parte, muchos hombres del radicalismo no sentían como uno de los suyos. De todos modos, fue una frase de una agresividad notable, un eco de los años de la violencia. Hoy no podría pronunciarse.
PG: Eso precipitó la renuncia de Sourrouille, que fue reemplazado por Pugliese, del que ya hablamos, un hombre del partido. Esos dichos de Angeloz fueron, para mí, como la experiencia con Bittel: hasta aquí llegué, me dije. Y le pedí a Juan que me relevara de la tarea de colaborar con el equipo de Angeloz. Antes de renunciar, Sourrouille me devolvió al Ministerio, pero también me pidió que siguiera con Pugliese. Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y algunos pocos más nos quedamos como último pelotón del equipo de Sourrouille. La patrulla perdida.
RH: A esa altura, sin reservas para contener el dólar y sin capital político, no tenían ya mucho para hacer, más que rogar que el tiempo transcurriera lo más rápido posible.
PG: Así es. Ya casi no teníamos herramientas a mano. Solo nos quedaba hablar y amurallarnos, defendiendo cosas indefendibles. Cuando uno integra un equipo, a veces tiene que cerrar filas y tragarse sus verdades. A veinte días de las elecciones, me tocó salir a decir ante la prensa que, para estabilizar la economía, no había mejor régimen cambiario que la flotación libre. En un escenario de ese tipo era obvio que había que ir al control de cambios, pero no teníamos ni un dólar de reserva y tampoco horizonte, ya que faltaban varios meses para entregar el poder. Y la situación era bien complicada. Nuestras expectativas estaban tan disminuidas que el último día hábil antes de la elección del 14 de mayo, una vez que cerraron los mercados, Mario Vicens trajo una botella de champagne y brindamos no porque íbamos a ganar sino porque habíamos logrado que no hubiera un colapso financiero. Brindamos porque llegamos sin la necesidad de decretar un feriado cambiario y bancario. Una débil luz en medio de la oscuridad.
RH: En circunstancias más normales, eso hubiera sido un logro bastante modesto. Lo que sugiere que estaban listos para dejar el gobierno a la primera señal.
PG: Y esa señal llegó dos o tres días después de la victoria de Menem. Mientras estábamos reunidos en el Ministerio, escuchamos por radio a José Luis Manzano reclamando “que se vayan del gobierno los últimos restos del ‘sourrouillismo’”, o del “sirraulismo”, como le decían peyorativamente. Nos miramos con Mario Vicens y Ricardo Carciofi: “Esta es nuestra oportunidad, rajemos”, les sugerí. Y allí mismo presentamos la renuncia, mientras Pugliese se estaba yendo al Ministerio del Interior y todavía no se había nombrado un ministro de Economía que lo sustituyera. Cuando recuerdo mi paso por la función pública, una de las cosas de las que más me arrepiento es esa huida final. Todavía hoy esa escapada me avergüenza.
RH: Le tocó a Jesús Rodríguez acompañar a Alfonsín hasta el final, por lo visto en bastante soledad. Lo único que tenía a su favor es que se había adelantado el traspaso del mando, y no faltaba tanto para llegar a la otra orilla.
PG: Sí. Jesús se sintió muy dolido con nuestra huida. Tiempo más tarde,