La moneda en el aire. Roy Hora
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PG: Visto desde hoy, digo: desde el comienzo de la democracia, todos –es decir, Alfonsín, Menem y los Kirchner– tuvieron su “vamos por todo”. Y no es una crítica. Cualquier político, desde Cornelio Saavedra, ha tenido su “vamos por todo”. Alfonsín estaba convencido de que el peronismo no podía gobernar la transición democrática, pese a que Cafiero pronto apareció como un candidato capaz de asegurar la renovación democrática de su partido. Que yo sepa, Alfonsín nunca verbalizó esta visión sobre su liderazgo. Pero creo que la aspiración a ser reelegido o alguna otra forma de prolongación en el poder estuvo presente en él todo el tiempo.
RH: Al margen de las duras restricciones externas, imposibles de ignorar o subestimar, tu visión es que la ambición política de Alfonsín erosionó la disciplina fiscal necesaria para asegurar el éxito del programa de estabilización.
PG: En parte. Para ser honesto, no sé cuánto mejor hubiera marchado la economía sin ese ingrediente político. Pero no puedo dejar de tomar en cuenta que, de todos los países latinoamericanos que soportaron la crisis de la deuda en los años ochenta, la Argentina fue el que peor la pasó. Y esto no tiene nada que ver con lo que hizo Sourrouille. Alguien podría decir que poner toda la culpa sobre Alfonsín es no ver las características de la sociedad argentina, muy difícil de gobernar y mucho más difícil de reformar. Creo que algo de esto hay, pero poner todo el problema allí es escapismo si el que conduce dice: “Yo soy el único que puede hacer esto, y para conseguir la reelección o la reforma constitucional a veces tengo que aflojar la disciplina económica”. José Luis Machinea le advirtió muchas veces a Alfonsín, y además lo escribió (“Debimos haber defendido más la disciplina fiscal”). Por eso me hago estas preguntas. De todas maneras no sé si todos los miembros de aquel equipo económico piensan lo mismo.
RH: Artífice primero de la transformación del radicalismo, luego figura central en la definición del rumbo de la transición democrática, más tarde promotor del Juicio a las Juntas y de la afirmación del Estado de derecho: no es difícil ver por qué Alfonsín pensaba que no habría consolidación democrática sin su liderazgo.
PG: Sí, y además es comprensible que un hombre hostigado, en circunstancias de mucha incertidumbre, no sabiendo si al día siguiente se despertaba con un militar apuntándole con un revólver en la cabeza, piense: “No puede haber otra conducción que no sea yo”. Pero tengo la impresión de que el desenvolvimiento de la economía podría haber sido algo mejor si el objetivo político no hubiera chocado a veces con la idea de llegar ordenadamente hasta el final. Un indicio es que ese plan de febrero de 1987 que mencioné, un plan improvisado, solo tenía sentido si el objetivo era ganar a toda costa las elecciones de septiembre de ese año. Ganar las elecciones es un objetivo legítimo, pero el precio a pagar fue muy elevado, y finalmente significó un alto costo político. Y cuando a fines de marzo Alderete entró al gobierno, se pagó un costo todavía mayor. El gobierno hizo concesiones importantes, estructurales, a cambio de la promesa implícita de que el movimiento obrero peronista, o parte de él, lo iba a acompañar. Pero pocos días antes de las elecciones de 1987 los sindicalistas dijeron “Buenas noches”, y salieron del gobierno. En mi opinión, fue un error de cálculo de Alfonsín.
RH: Recién decías que, desde muy temprano, Machinea comenzó a llamar la atención sobre las iniciativas que deterioraron la disciplina necesaria para sostener el programa antiinflacionario. Pero no mencionaste a otros altos funcionarios del equipo económico.
PG: Lo de Machinea era la voz de alguna gente del Ministerio de Economía. No estoy seguro que de todos.
RH: Después de la derrota electoral de 1987, el proyecto de continuar en el poder se evaporó. Giremos la atención hacia ese momento, el del deterioro, y luego el derrumbe, del gobierno de Alfonsín. ¿Qué sucedió en el Ministerio de Economía después de las elecciones?
PG: A poco de pasadas esas elecciones anunciamos un tercer plan económico, en parte para corregir las inconsistencias del segundo. Duró poco. Los actores económicos ya descontaban lo que iba a pasar, por lo que el efecto buscado se esterilizaba rápido. Por ejemplo, antes de sentarse a la mesa a firmar un acuerdo de precios, los empresarios ya los habían aumentado.
RH: Para entonces, ya electo gobernador de Buenos Aires, Antonio Cafiero se había convertido en la figura dominante de un peronismo no solo victorioso sino también renovado. Se probaba el traje de presidente y quería una transición lo más ordenada posible.
PG: Y muy colaborativa. Una prueba de ello es que entonces se aprobó una Ley de Coparticipación, algo muy difícil de hacer incluso en circunstancias normales. Si esa colaboración, que lo acercó bastante al gobierno, lo perjudicó a Cafiero como candidato, es otro cantar. Ese escenario duró hasta julio de 1988.
RH: Es decir, hasta las elecciones internas del peronismo en julio de 1988, en las que, para sorpresa de muchos, un político de una provincia marginal como Carlos Menem venció a Cafiero, que dominaba el aparato partidario en los mayores distritos del país, y se convirtió en el candidato a presidente del justicialismo. En su momento, Alfonsín había alentado el crecimiento de Menem, de modo de restarle envergadura a la renovación representada por Cafiero.
PG: El triunfo de Menem nos acortó mucho el horizonte. Nosotros estábamos preparando un plan nuevo, otro más, y tuvimos que apurarlo cuando vimos cómo se complicaba el panorama político. El Plan Primavera, de agosto de 1988, fue tan inconsistente como los de febrero y octubre de 1987. Y al anunciarlo se vio cierta candidez: había incorporado una forma de cobrar retenciones a través de un sistema de tipo de cambio múltiple que anunciamos justo dos semanas antes de la inauguración de la Exposición de la Rural.
RH: La consecuencia fue la gran silbatina que los socios de la Rural le regalaron a Alfonsín en Palermo.
PG: Sí, efectivamente. Me involucré mucho en la elaboración del Plan Primavera, a las órdenes de Machinea, que coordinó el trabajo. Y esa fue una experiencia muy dramática para mí. Tuve una muy temprana conciencia de muerte, ya desde adolescente, que me marcó mucho a lo largo de mi vida. Con el tiempo aprendí a convivir con ella, pero en esos momentos de mucha presión no pude manejarla. En septiembre de 1988 tuve un ataque de pánico. Ni siquiera podía cruzar el umbral de mi casa; tomar el ascensor me daba ataques de terror. Creí que ya no podría volver a trabajar en el Ministerio.
RH: Te sobrepusiste, sin embargo…
PG: Pero con la conciencia de que, pese a que ese equipo tenía habilidades maradoneanas, el Plan Primavera no iba a funcionar. Hasta que el 6 de febrero de 1989 –el famoso 6 de febrero en que todo se vino abajo–, ya casi sin reservas en el Banco Central, y sin el apoyo del Banco Mundial, no tuvimos más remedio que liberar el tipo de cambio. El dólar comenzó a subir y avanzamos hacia el período hiperinflacionario final.