La moneda en el aire. Roy Hora
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RH: Él veía el panorama desde el ángulo que ofrece el Banco Central, donde nunca hubo muchas razones para el optimismo.
PG: Él veía todo el panorama. Solía abrir las reuniones de los sábados con un informe de situación. Eran exposiciones asombrosas, sofisticadas, que a veces costaba seguir.
RH: ¿Tenían, más allá de su mayor o menor optimismo, otro tipo de sesgos?
PG: Podría decir esto mismo de otro modo. Al comienzo, me daba la impresión de que algunos filosofábamos y otros hacían los números. Pudo parecerme una división del trabajo que nos dejaba a los “filósofos” en una posición elegante, hasta que me di cuenta de que los que hacían los números también filosofaban, y lo hacían de verdad bien. Abandoné entonces cualquier actitud autocomplaciente para con “los filósofos” a la hora de analizar el funcionamiento del equipo económico.
RH: Describí qué tareas tenías asignadas.
PG: Trabé una relación laboral muy estrecha con un señor que, en las reuniones de los sábados, se la pasaba dando vueltas alrededor de la mesa con cara de enojado, sin abrir la boca, y de vez en cuando se acercaba a Sourrouille para decirle algo por lo bajo, y luego volvía a enmudecer.
RH: Reconozco en este retrato a Juan Carlos Torre, al que ya te referiste como un “monje negro”.
PH: Como subsecretario de Relaciones Institucionales de la Secretaría de Coordinación Económica, Juan Carlos era el encargado de preparar discursos para Sourrouille, y a veces también para Alfonsín. Y una de mis tareas era ayudarlo a preparar esos textos. Hicimos varios discursos, y no poco “relato”. La segunda tarea que me encargó Sourrouille fue trabajar en un programa de modernización del Estado.
RH: Dominado por el imperativo de controlar la inflación, el Plan Austral no incorporó un programa de reformas económicas. Pese a que la Argentina llevaba una década de resultados muy decepcionantes, incluso con caída del producto per cápita, todavía se hablaba poco de iniciativas que ayudaran a relanzar el crecimiento y tornaran más eficiente y solvente al Estado. En la Europa continental, las administraciones socialdemócratas avanzaban por ese camino. Aquí, en cambio, esa agenda pertenecía a la derecha. La voz que se escuchaba con más fuerza en la esfera pública, creo, era la del fiscalismo, crudo y recalcitrante, de Alsogaray y sus seguidores, en parte inspirado en lo que estaba sucediendo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Este discurso tocaba una fibra sensible en el mundo de las clases medias –la UCeDe hizo una buena elección en 1987–, pero su receta se limitaba a celebrar el uso de la tijera de podar. Querían achicar más que reformar. Las reformas suelen ser costosas, al menos en el corto y mediano plazo, sobre todo si están pensadas como un instrumento dirigido a incrementar la eficiencia del gasto público o el dinamismo del sector privado sin dañar la equidad.
PG: Me parece muy importante la diferencia entre ajuste y reforma económica. En el corto plazo puede dominar la dinámica del ajuste, y es muy difícil congeniar esa dinámica con el espíritu reformista, que como acabás de decir es casi ineludiblemente demandante de fondos. Las reformas económicas eran necesarias. Yo me venía ocupando de este tema desde un tiempo atrás. Había escrito un paper con Carlos Bozzalla, “Posibilidades y límites de un programa de estabilización heterodoxo: el caso argentino”, que había hecho circular antes de llegar al gobierno (más tarde salió publicado en El Trimestre Económico). Allí decíamos que al programa de Sourrouille le faltaba, entre otras cosas, un capítulo de reformas, una mirada que fuera un paso más allá de la macroeconomía de corto plazo. Ese artículo no pretendía ser una crítica, sino llamar la atención sobre el problema.
RH: En un documento elaborado por el equipo económico a fines de 1986, que circuló en la prensa, se puso el tema sobre la mesa, creo que por primera vez. Vos tuviste una participación activa en su elaboración. Allí se hablaba de la crisis fiscal del Estado y la erosión de sus fuentes tradicionales de recaudación, de la extendida disconformidad ciudadana con la calidad de la oferta de bienes públicos, de los problemas del Estado empresario. Se perfilaba una visión de la reforma que iba más allá del control del gasto público o el tamaño del Estado.
PG: La reforma que proponíamos tenía dos ejes: una reforma del Estado en su dimensión fiscal, y una reforma para abrir la economía y aumentar las exportaciones. De los temas de la apertura económica se encargó Adolfo, y yo me ocupé, por instrucción de Juan, de los referidos a la reforma del Estado. Esto enganchaba con el espíritu del discurso de Parque Norte, y de hecho tuve varias conversaciones con las personas que integraban el grupo Esmeralda (con Emilio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Hugo Rapoport), y fui varias veces a hablar al Club de Cultura Socialista sobre la cuestión.
RH: Al dejar de lado la tradición revolucionaria y abrazar el ideal de un socialismo democrático, esa izquierda se estaba encontrando con la reforma como problema central de la política pública. Sin embargo, no sé hasta qué punto la reforma económica era un tema que los principales animadores del Club identificaban como prioritario. Me parece que su atención estaba más concentrada en el debate sobre cómo actualizar el legado de la tradición socialista y cómo se relacionaba ese legado con las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Más importante: la reforma del Estado también era una problemática ajena a la tradición radical. El hecho de que el programa de modernización solo cobrara volumen político tras el ingreso al gobierno de un extrapartidario como Rodolfo Terragno, en septiembre de 1987, creo que dice algo al respecto. Por supuesto, tampoco estaba presente en la agenda del peronismo, ya fuese en su vertiente ortodoxa o renovadora, o de los partidos de izquierda.
PG: Así es. La reforma del Estado comenzó a discutirse sistemáticamente y con más visibilidad pública desde la entrada de Terragno al gobierno. Como ministro de Obras Públicas, empujó un programa de modernización y en algunos casos de privatización de empresas públicas. Me tocó oficiar de vínculo entre Terragno y su gente y el Ministerio de Economía. Terragno es una persona difícil, pero nos entendíamos, y compartíamos la idea de que la reforma del Estado era un tema importante. Pero es cierto que no todos pensaban así. Con el tiempo me fui dando cuenta de que para muchos integrantes del gobierno las reformas estructurales no eran más que un artilugio. Las veían como el trago de aceite de ricino que permitía conseguir financiamiento del Banco Mundial. En el Ministerio de Economía casi todos estábamos de acuerdo con que había que encarar la apertura de la economía y la reforma del Estado. En el partido, sin embargo, ese consenso no existía. “Estamos saliéndonos de nuestra doctrina, de las tradiciones del radicalismo, de la Declaración de Avellaneda”, decían algunos, o muchos.
RH: En un gobierno en bancarrota y sin acceso al crédito, la sed de financiamiento era más fuerte que la vocación reformista. Y eso achicaba el horizonte y hacía más difícil poner en marcha un programa de reformas dirigido a incrementar la calidad del gasto público. Ya lo subrayamos: las buenas reformas, consensuadas, inclusivas y sustentables, muchas veces requieren un horizonte de mediano y largo plazo, además de recursos. Esas condiciones no estaban presentes. No solo hubo pocas reformas sino que, cuando finalmente llegaron, en especial en los primeros años de la primera presidencia de Menem, se parecieron mucho a un mero programa de privatizaciones, con el cariz salvaje que todos conocemos.
PG: A mí, la experiencia de gobierno me sirvió, entre otras cosas, para escribir un libro y varios artículos sobre las privatizaciones de Menem. Pero te voy a contar una anécdota que refleja cómo las dificultades de corto plazo marginaban muy comprensiblemente una discusión más profunda sobre cómo encarar los problemas estructurales: la reforma del Estado, la apertura de la economía, la introducción de mayor competencia en una economía muy concentrada y monopólica. Eran temas que la socialdemocracia moderna o el liberalismo