La moneda en el aire. Roy Hora
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RH: Ese va a ser el foco de nuestro próximo encuentro.
2. La estación Alfonsín
“Mi acercamiento a Alfonsín es el acercamiento a una idea de democracia que hasta entonces yo solo podía balbucear. Y fue por eso que me convertí no en un radical sino en un alfonsinista. De hecho, nunca me afilié al radicalismo, pese a que fui funcionario en sus dos administraciones. Y luego, claro, está lo que tiene que ver con Alfonsín como figura política”.
“Formar parte del equipo de Sourrouille fue una de las experiencias más intensas y de mayor aprendizaje de mi vida. Lo que aprendí en los libros es mucho menos que lo que aprendí en el Ministerio. Pasar por la gestión mata la soberbia y te vuelve más comprensivo de las experiencias ajenas y, si se quiere, más compasivo; por lo menos, eso me ocurrió a mí”.
Roy Hora: Me gustaría comenzar este segundo encuentro conversando sobre cómo se dio tu transición desde el mundo peronista en torno al cual orbitabas en la década de 1970 al universo radical, en el que finalmente te afincaste por largo tiempo.
Pablo Gerchunoff: Fue una transición lenta, en varias etapas, desde los márgenes del peronismo hacia, en un primer momento, la periferia del universo radical. El primer paso está asociado al regreso a la discusión sobre política económica, luego de los años más duros del Proceso. En mi caso, este retorno está vinculado a la figura de Antonio Cafiero. Antonio fue liberado de la cárcel y de su residencia forzada en Mendoza en diciembre de 1976. Luego fue contratado por el Banco Interamericano de Desarrollo para redactar un documento sobre la pobreza en América Latina. Una vez que lo terminó, armó un grupo de discusión de política económica –y de política en general– al que me invitó. Creo que corría el año 1979. Yo no lo conocía a Antonio. Sospecho que el que propuso mi nombre fue Juan José Llach.
RH: En esos años Llach todavía pertenecía a la familia justicialista, seguramente como muchos otros intelectuales y políticos de formación católica que veían al peronismo como al partido popular por excelencia.
PG: Era cristiano-peronista, por decirlo de algún modo, al igual que Cafiero. Probablemente se conocían de la revista Criterio, o de algún otro círculo católico. Empezamos una serie de reuniones muy interesantes –es la palabra que mejor las describe–, pero que al final no terminaron en nada. O sí, terminaron en algo. Un poco más tarde, en 1981, Antonio nos contrató a Juan José y a mí para hacer un informe de coyuntura económica.
RH: Es decir que comenzaron a reunirse con la dictadura todavía bastante sólida y Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía. Para entonces, la apertura política aún no estaba en el horizonte o, en todo caso, el régimen todavía marcaba los tiempos y la modalidad del retorno a un régimen con partidos y elecciones.
PG: Así fue al comienzo. Participaba ocasionalmente Roberto Lavagna, más regularmente Carlos Grosso, Lalo Ratti, José Octavio “Pilo” Bordón, Marcos Giménez Zapiola, a veces venía alguno de los hijos mayores de Antonio, sobre todo Juampi, y de vez en cuando se sumaba alguien más. Éramos bastante disciplinados. Nos reuníamos en el estudio que Antonio tenía en la calle Lavalle, todos los lunes a primera hora de la noche, con un par de carillas que alguno de nosotros preparaba para la discusión. Le tomé afecto a Antonio y lo seguí viendo aun después de que estos seminarios declinaran. A mediados de 1982, tras la Guerra de Malvinas, la actividad de los partidos políticos se reavivó y Antonio comenzó a repartir su tiempo entre el armado de un programa económico y el armado de un programa de gobierno. Porque todos estábamos seguros de que, si había elecciones, el peronismo las ganaba. ¿No sabíamos eso acaso?
RH: Que el peronismo constituía una mayoría imbatible en las urnas era el axioma número 1 de la política argentina. Cuando Ítalo Luder fue ungido candidato presidencial por los jefes sindicales y los dirigentes ortodoxos, hizo declaraciones ante la prensa donde quedó en evidencia que él pensaba que ya tenía asegurado su ingreso a la Casa Rosada; lo único que debía hacer para que eso sucediera era esperar que pasara el día de la elección. A nadie le pareció desubicado que hablara de ese modo.
PG: Eso no se ponía en discusión ni ahí ni en ningún otro lado. Alguna vez me contaron cómo era el clima en el búnker de Alfonsín el día de la elección del 30 de octubre de 1983. Casi todos daban por perdida la batalla. Solo Alfonsín insistía: “Déjense de joder que ganamos”. Incluso entre los radicales, pocos se tomaban en serio las predicciones de Manuel Mora y Araujo, que había vaticinado la derrota de Luder. La derrota peronista no entraba en el horizonte cognitivo. Alguien de mucha importancia en el diario La Nación me contó que recibían las encuestas de Mora o de Heriberto Muraro pero no las publicaban porque les parecían increíbles. Después pidieron disculpas.
RH: Si todos creían que el peronismo no podía perder la elección, ¿cómo fue que tomaste distancia del bando de los vencedores?
PG: Un día, con el grupo de discusión económica ya apagándose, Antonio me invitó, como podía haber invitado a cualquier otro del grupo, a una reunión en la que estaba Bittel. Fue en el Hotel Savoy, después de la derrota de Malvinas.
RH: El chaqueño Deolindo Bittel, entonces una figura de relieve de la dirigencia peronista del interior, que terminó acompañando a Luder como candidato a vicepresidente.
PG: Allí escuché, no recuerdo en boca de quién, esa frase, que después se repitió públicamente: “Tenemos que tenderles un puente de plata a los militares porque si no…”. La idea era que, sin un acuerdo con los militares, la transición democrática no iba a poder completarse. Además, un pacto con los militares estaba en la genética de los peronistas. Por entonces, no había peronismo sin Ejército. El tema es conocido. Al escuchar esto no tuve una reacción inmediata, o tuve menos una sensación de rechazo que de perplejidad. Pero al salir de la reunión me despedí de Antonio y me encontré con Susi, mi esposa, en un café cercano, sobre la calle Corrientes. Allí tomé conciencia de que esa postura me resultaba inaceptable. Le dije a Susi: “Yo no puedo seguir acá”. “¿Por qué? Si estabas de lo más contento”, me contestó. “Bueno, pasó esto, esto y esto”, y le conté lo que se había dicho. Y ella desconfió. “¿En verdad dijeron eso? Vos sos un exagerado, no puede ser”. “Sí, sí, dijeron eso”.
RH: La mayor parte de la dirigencia peronista consideraba que un acuerdo político era un precio que valía la pena pagar para que los generales del Proceso aceptaran dejar el gobierno. De hecho, Luder afirmó públicamente que no tenía intención de revisar la Ley de Autoamnistía que el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone, sancionó un mes antes de las elecciones de octubre de 1983. Curiosamente, Bittel no se contaba entre los más cercanos al Proceso en este tema: había ido a declarar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 1979, y allí denunció los crímenes de la dictadura. Evidentemente, con la proximidad del poder, él y gente próxima a él cambiaron. ¿Qué hiciste entonces?
PG: No me animé a hablarlo claramente con Antonio. Entré en una especie de autoexilio interno. Me aparté de los círculos donde se debatía la política económica, que empezaban a proliferar como hongos. Alberto Sojit, el hijo de Luis Elías, amigo de algunas vacaciones adolescentes en Santa Teresita, pasó a comandar los equipos de Luder cuando se confirmó su candidatura: allí estaban José Luis Machinea, Roberto Frenkel, Quique Devoto. Alberto me invitó, pero le dije que no. Al mismo tiempo, Adolfo Canitrot, Juan Sourrouille, Mario Brodersohn y los propios Machinea