La moneda en el aire. Roy Hora
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RH: Los economistas que mencionaste no tenían, hasta entonces, un vínculo estrecho, o por lo menos un vínculo formal, con el radicalismo.
PG: Solo Mario Brodersohn era afiliado radical. El hecho es que, mientras varios colegas y amigos seguían vinculados al peronismo, y otros comenzaban a acercarse al radicalismo, al radicalismo de Alfonsín, yo me alejaba de Antonio Cafiero, pero para encerrarme en mi casa. Acompañado por Susi, comencé a mirar a Alfonsín con atención y después con simpatía. En algún momento de la campaña de 1983 descubrí que iba a votar a ese señor. A Raúl Alfonsín. Y con muchas ganas.
RH: A la luz de tu camino previo, votar al radicalismo no parecía algo muy atractivo: más allá de sus indudables méritos personales, Alfonsín era el candidato de un partido que en tu círculo de relaciones se tenía en muy poca estima. En su momento, hasta los años cuarenta, el radicalismo había sido el gran partido popular, pero ese pasado se percibía poco y nada. Algunos dirigentes radicales seguían evocando ese legado, pero nadie los tomaba muy en serio. El radicalismo era visto, mayoritariamente, como una fuerza solo capaz de interpelar a los sectores conservadores de las clases medias, sin ideas económicas muy originales y sin grandes nexos con los sectores más gravitantes (trabajadores y empresarios) de la economía nacional. Es significativo que careciera de una organización juvenil de envergadura. Con excepción de algunos grupos como el que encabezaba Alfonsín, había estado mucho más cerca de la dictadura que el peronismo. En síntesis: a la luz de su historia pasada y tu propia historia pasada, una opción muy poco seductora.
PG: Claro, y debe ser por eso que me costó aceptar públicamente que lo iba a votar. Voté a Alfonsín sin decirlo abiertamente. Solo unos pocos sabían de mi cambio, como Juan José Llach, con quien conversaba muy seguido. De hecho, el escrutinio del 30 de octubre lo pasamos juntos, Juan José y su familia y yo y la mía, en su casa de la calle Urquiza, en Vicente López, yo votando por Alfonsín y él votando por Luder. Pero no me fue sencillo dar ese paso, y de hecho no fui a ninguno de los actos de campaña de Alfonsín. Me daba pudor ese salto. Ni siquiera fui al acto de cierre, pese a que Susi me quiso arrastrar. Me quedé mirándolo por televisión, solo, absolutamente conmovido. De hecho, el mismo Adolfo Canitrot, que sí sabía de mi cambio, se burló un poco de mí pocos días después de la elección: “Vos sí la debés estar pasando mal. Peronista e hincha de Racing”. Racing acababa de descender.
RH: En ese acto multitudinario en el Obelisco, Alfonsín ofreció una pieza de oratoria política formidable, que conmovió a su audiencia. Quienes insisten en que hoy nos hallamos en una era política dominada por las personalidades y la emocionalidad deberían recordar que estos fenómenos tienen un pasado. Alfonsín hizo que los clivajes políticos que hasta la víspera muchos creían inconmovibles perdieran fuerza, atrayendo sobre todo a las mujeres y a los más jóvenes.
PG: Visto por televisión, fue muy impresionante. Y luego del acto de cierre de Luder, unos días más tarde, sonó más impresionante todavía.
RH: Ese acto, con el muy comentado episodio de Herminio Iglesias prendiendo fuego a un féretro que simbolizaba a la UCR ante la vista de todos –la gran gaffe de esa campaña–, le prestó un servicio muy valioso a la candidatura de Alfonsín. Pero para entonces, dicen los encuestadores, la suerte del justicialismo ya estaba echada. ¿Qué fue, visto a la distancia, lo que tanto te impactó de la propuesta de Alfonsín? Me adelanto a decir que no debió ser su manera de encarar el legado económico de la dictadura, porque en este terreno ni Alfonsín ni sus asesores tenían ideas muy originales.
PG: Hasta la dictadura, a mí la democracia me importaba muy poco. No me gustó que derrocaran a Illia, claro, pero en mi visión de entonces la democracia era un tema secundario. Lo importante era la transformación socioeconómica: la revolución, la reforma, el desarrollo, la equidad, como quieras llamarlo, pero no la democracia, y menos las instituciones de la democracia. La violencia de la dictadura puso en duda estas certezas. Y fue Alfonsín quien le puso palabras a mi malestar, quien le dio nombre al vacío depresivo y angustiante que yo, como tantos otros, había sentido durante la dictadura. Mi acercamiento a Alfonsín es el acercamiento a una idea de democracia que hasta entonces yo solo podía balbucear. Y fue por eso que me convertí no en un radical sino en un alfonsinista. De hecho, nunca me afilié al radicalismo, pese a que fui funcionario en sus dos administraciones. Y luego, claro, está lo que tiene que ver con Alfonsín como figura política.
RH: En esa campaña, Alfonsín se reveló como un líder que no parecía cortado por la tijera del partido radical. Era mucho más que eso. A su lado, todos los dirigentes de su partido (comenzando por Ricardo Balbín y los hombres de Línea Nacional, como Fernando de la Rúa, o el propio Víctor Martínez, que lo acompañó como vice) se veían grises. Amén de que Alfonsín tenía una foja muy digna en el tema cada vez más crucial de los derechos humanos –lo que no puede decirse de otros radicales–, su ambición política era de otra escala. Percibió como nadie que los clivajes políticos tradicionales habían perdido fuerza y que flotaba en el aire un reclamo de reparación de los agravios que la violencia del Proceso le había infligido a la comunidad y que era preciso articular esa demanda con la construcción de las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Y lo hizo con un lenguaje claro y seductor. No es casual que haya logrado abrirlo a nuevos electorados y darle una amplia base de militancia juvenil a un partido que desde hacía décadas era poco atractivo para las nuevas generaciones.
PG: ¿Vos lo votaste a Alfonsín?
RH: No, aún estaba en el colegio secundario. De todos modos, no lo hubiese votado porque entonces mis simpatías estaban más a la izquierda, con Oscar Alende y su Partido Intransigente. En esto influyó mucho un tío, de quien estuve muy cerca en esos años, Guillermo Mac Kenzie, que pertenece a la generación setentista. Mi adolescencia transcurrió en los gélidos años del Proceso –comencé el colegio secundario en 1979– y además me tocó moverme en un medio bastante conservador, en el que se hablaba poco de política. La idea misma de que la sociedad podía y debía transformarse en un sentido democrático y solidario era extraña a ese ambiente. Pero cuando comenzó el deshielo, en 1982, me asomé al círculo del que mi tío Billy formaba parte, donde primaban las ideas de la izquierda nacional-popular. Allí tuve mi primera educación política, y disfruté mucho ese descubrimiento. Fue muy importante para mí, y siempre le estaré agradecido por ese regalo. Pero esto significa que viví la primavera democrática desde una posición de izquierda poco atenta a la innovación política que suponía el proyecto de refundación de las instituciones de la república democrática, la valoración del pluralismo y las libertades públicas. Una vez que ingresé a la carrera de Historia de la UBA, en 1986, esa ubicación en el arco político no hizo más que confirmarse, e incluso acentuarse: en la Facultad de Filosofía y Letras, bastión de la izquierda, Franja Morada y el radicalismo no tenían peso alguno. De todos modos, al margen de mis preferencias, creo que era lo suficientemente realista como para advertir que Alfonsín era una figura de otra talla, muy por encima de Alende y, por supuesto, también de Luder, Frigerio o Manrique, que compitieron por la presidencia en esa elección de 1983.
PG: Sí. Y a propósito de esto, traigo una anécdota que tiempo después me contó Coti Nosiglia, que describe bien este aspecto de su figura. Se refiere a la campaña electoral del 83. La Coordinadora, y supongo que la mayoría de los radicales, tenía pensado hacer el acto de cierre en el estadio de Huracán. Alfonsín y Nosiglia iban juntos en un auto y, al pasar frente al Obelisco, de pronto se escucha la voz de Raúl, que dice: “Aquí”. Entonces Nosiglia le pregunta: “¿Aquí qué?”. “El palco. Mirá, así”. Y le explicó cómo debían disponerlo. Coti pensó: “Este hombre se volvió