La moneda en el aire. Roy Hora
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RH: Quiero volver por un instante a tu paso por la carrera de Sociología. Los relatos del ascenso de las ciencias sociales y en particular de la sociología en la década posterior al derrocamiento de Perón suelen enfatizar el atractivo de esa nueva disciplina, a la que sus practicantes describían como un saber científico que venía a colocar la discusión intelectual en un umbral superior. Eso es lo que predicó, con bastante éxito, Gino Germani. En tu descripción de esos años, sin embargo, el mundo ubicado fuera de la universidad era más seductor que el proyecto de conocimiento que promovía la sociología o, para el caso, cualquier otra disciplina académica. En tu experiencia, además, el factor perturbador no fue la política. Me interesa saber por qué pensás que no te cautivó el modelo del sociólogo profesional.
PG: Dejame decirte que no fui el único que se resistió. El propio Juan Carlos abandonó Sociología a poco de entrar, y retomó bastante más tarde. Por eso digo que tengo que ir a un psicoanalista, porque me doy cuenta de que hay algo imitativo, o no, no lo sé, con mi “hermano mayor”.
RH: Portantiero siempre tuvo algo de outsider. Tenía un denso mundo político-cultural fuera de la universidad, que de hecho antecedía a su ingreso a la carrera de Sociología, y que siempre lo sedujo. Tal vez no le gustaba la idea de convertirse en un actor político, pero el mundo intelectual asociado a la política le resultaba muy atractivo. Lo mismo puede decirse de José Aricó, al que le interesaban más las ideas y el debate político que la currícula universitaria. Pero sobre otros jóvenes que ingresaron a la carrera hacia 1960, y a los que también los seducía lo que sucedía en la calle, la sociología académica ejercía un atractivo poderoso. Pienso en Silvia Sigal, en Francis Korn, en Juan Carlos Torre.
PG: No fue así para Portantiero, que fue y volvió, y terminó graduándose de sociólogo muy tarde, a los 32 o 33 años, cuando ya tenía un nombre. El hecho de que tuviese otros intereses lo fue demorando. También creo que la atracción de la sociología para mi generación no era igual a la de los años fundacionales, en la década de 1950, cuando Germani armó la carrera. Hacia mediados de los sesenta ya era una oferta establecida, con bastantes estudiantes. Ese espíritu de cuerpo que pueden haber sentido Juan Carlos Torre o Manuel Mora y Araujo se había perdido. A mí no me llegó esa experiencia: éramos un montón de estudiantes que asistía a clase y preparaba exámenes.
RH: La mística cientificista se estaba opacando, y en tu caso no surgió otra capaz de reemplazarla. Unos pocos años cuentan, ya que el clima universitario cambió muy rápido, sobre todo desde el golpe de Onganía y la intervención a la universidad. Para entonces, Germani había decidido dejar el país para instalarse en Harvard.
PG: Fijate que yo comencé a estudiar Economía en 1966, cuando la experiencia de la universidad reformista se cerró con violencia. Quizás en otras circunstancias la universidad me hubiera resultado más atractiva, pero para entonces yo le daba más importancia a lo que pasaba afuera. La universidad podía estar y también podía no estar. En cambio, en figuras como Juan Carlos Torre o Enrique Tandeter, la vocación universitaria era dominante, y lo demás estaba subordinado. Torre, por ejemplo, hizo toda la experiencia de Vanguardia Revolucionaria dentro de las aulas, como estudiante y como dirigente estudiantil. Solo allí tenía sentido la militancia. Para gente como él, la universidad era importante, y muchos hicieron su carrera y luego partieron a hacer un posgrado afuera. Pero este no era el único camino posible, y tampoco era el más transitado. Cuando terminé la carrera de Economía pensé en ir a estudiar afuera, pero por diversas circunstancias consideré que ya era demasiado tarde. Adolfo Canitrot, que se fue a estudiar al exterior tarde y con hijos, es uno de los pocos casos que conozco de alguien de esos años que perseveró ya grande, hasta doctorarse. Su determinación siempre me causó admiración.
RH: ¿Qué te llevó a abandonar el periodismo? ¿Cómo fue que la economía le dobló el brazo a la redacción?
PG: Hubo un momento en que intuí que mi experiencia periodística tenía que acabarse. No había entrado con mucho entusiasmo a la carrera de Economía, y durante varios años fui algo así como un visitante en la facultad. Iba a clase, luego tomaba un café con mis amigos y, en vez de retornar a la facultad, volvía a la redacción. Tampoco hice la carrera muy rápido: tardé seis años en recibirme. Me seguía importando mi otra vida.
RH: Contá cómo veías el ambiente intelectual y político en la Facultad de Ciencias Económicas en esa segunda mitad de los sesenta. Recién decías que no te parecía muy interesante.
PG: No, no era especialmente atractivo. La dictadura y su presencia en la universidad son importantes para entender eso. Hacia 1970, sin embargo, algo me tocó un nervio. De a poco, todos mis amigos de la facultad fueron volviéndose peronistas o filoperonistas, y comencé a sentir una presión para acompañarlos en esta dirección. Allí estaban Juan José Llach, Miguel Bein, Ricardo Markwald, Fernando Porta. Al mismo tiempo, algo me cambió en la cabeza, y fue entonces cuando la economía verdaderamente empezó a interesarme. En esto, la influencia de Guido Di Tella, que además había hecho el tránsito de la democracia cristiana al peronismo, fue decisiva. Fue muy importante para que yo esté aquí hoy. Él, y no la carrera de Sociología, me despertó la curiosidad por las ciencias sociales.
RH: Guido Di Tella fue un personaje multifacético: hijo del empresario industrial más importante del país, ingeniero, luego economista, integrante del grupo fundador de la Democracia Cristiana, empresario y creador de instituciones de la cultura, intelectual y funcionario peronista, impulsor del peronismo renovador con Antonio Cafiero y luego canciller del gobierno de Carlos Menem. Hay muchos Guido Di Tella. Trazá un retrato del que conociste.
PG: Lo conocí como profesor. Guido enseñaba Desarrollo Económico. No sé si se llamaba “crecimiento” o “desarrollo”, porque cambió de nombre con el tiempo. Su curso –junto con el de Javier Villanueva; uno enseñaba Crecimiento y el otro Desarrollo– me llevó a pensar: “Acá hay algo que me gusta”. Guido era una figura notable, un gran profesor. La suya fue la primera materia que hice como si fuera un universitario en serio. Tanto es así que, al terminar el curso, me sumé a su cátedra como ayudante. Teníamos un diálogo fantástico. Él era muy antirradical. Desde que escribió su tesis doctoral sobre las etapas del desarrollo económico argentino, esa era una de sus obsesiones: el problema argentino eran los radicales. Nada en el mundo le parecía peor como factor de bloqueo al desarrollo económico argentino.
RH: Di Tella insistió mucho en que, tras la Gran Guerra, la Argentina dilató la transición hacia una economía industrial. En su visión, el principal responsable de esa “gran demora” había sido el gobierno radical, al que veía demasiado comprometido con los intereses agrarios como para advertir la necesidad de promover un cambio cualitativo en la orientación de la política económica. Una visión muy propia del clima intelectual de los sesenta, que sus trabajos contribuyeron a arraigar y a dotar de legitimidad intelectual.
PG: Su crítica al radicalismo no me importaba porque en esos años el radicalismo no tenía existencia en mi mundo. Casi no había radicales en la Facultad de Ciencias Económicas. Entre esos pocos estaba Luis Stuhlman, que visitaba la facultad de vez en cuando. Al igual que mis compañeros, yo lo veía como un personaje exótico. ¿Raúl Alfonsín? Su nombre no me decía nada.
RH: ¿Qué otros profesores o colegas contribuyeron a definirte como economista?
PG: En la universidad, además de Guido, y con algún desfase en el tiempo,