La moneda en el aire. Roy Hora
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PG: Oscar era un tipo muy brillante, de estilo muy oligarca, con yate y esas cosas. Venía de una familia muy rica. Difícil hacerse amigo de él, pero, si te hacías amigo, era interesante y muy divertido. Rosalía Cortés, que entonces era su esposa, era tan divertida como él o más. Oscar se fue del país en 1974 y no lo volví a ver: falleció unos años después, en un accidente.
RH: Se ocupaba de cuestiones como la teoría del comercio internacional, los flujos de valor entre centro y periferia. El hecho de que su nombre hoy sea poco conocido en la universidad está relacionado, sin duda, con que su agenda de investigación perdió gravitación académica mucho más rápidamente que la de Di Tella (que, además, siguió haciendo muchas cosas, y cambiando sus intereses y su enfoque).
PG: Sí, y con Oscar discutíamos sobre esos temas, y me impulsó a publicar un estudio sobre las ideas de Arghiri Emmanuel acerca del intercambio desigual. Fue la introducción a un cuaderno de Pasado y Presente que salió en 1972, y se llamó “Imperialismo y comercio internacional”. Ese texto lo escribí yo, aunque si mal no recuerdo no está firmado. O sí. Hace poco me llamaron de la Universidad de Córdoba para pedirme un par de carillas como recordatorio de aquella contribución.
RH: Por esos años también escribiste con Juan José Llach. Tengo presente un artículo aparecido en 1975 en Desarrollo Económico, que todavía suele encontrarse en las bibliografías de los cursos universitarios, “Capitalismo industrial, desarrollo asociado y distribución del ingreso entre los dos gobiernos peronistas”.
PG: Juan José fue un gran compañero de esos años. Lo nuestro fue amor a primera vista. Él era un demócrata cristiano con inclinaciones peronistas. Yo no era peronista pero tampoco de la izquierda más radicalizada, lo que desde el comienzo nos permitió congeniar bastante bien. Juntos escribimos ese artículo. Nunca pensamos que iba a tener la repercusión que tuvo, no como artículo académico –que también la tuvo– sino como hecho político. Pese a que tiene muy pocos números, poca evidencia cuantitativa, investigamos y trabajamos mucho para hacerlo. ¿Qué decíamos ahí? Que había habido vida entre las dos experiencias peronistas, lo que equivalía a decir que la década del sesenta no había sido mala para los asalariados. En ese momento, cuando reinaba la teoría de la dependencia, eso no era aceptado tan fácilmente. Recuerdo que, cuando lo presentamos en el IDES, invitados por Juan Carlos Torre, había banderas montoneras repudiándonos. El propio Juan Sourrouille, que después fue un amigo entrañable, y que era el moderador de la mesa, habló en contra de nuestro artículo. Pasé una noche espantosa.
RH: Llevó tiempo encuadrar la década del sesenta como un período de expansión económica y cambio productivo. Pese a que había sólidas evidencias que apuntaban en esa dirección, el argumento de que tras el derrocamiento de Perón había habido progreso social y mejora del nivel de vida estaba poco presente en la discusión. Palabras como “dependencia” e “imperialismo” tenían mucho peso. Al mismo tiempo, muchas veces los relatos sobre la política del período estaban más atentos a las batallas de retaguardia que libraba el movimiento obrero en defensa de sus conquistas de la era peronista que a los elementos que hablaban de la creciente centralidad de las clases medias o la movilidad social, fenómenos que se reflejaban, por ejemplo, en la expansión de la matrícula universitaria y el peso creciente de las demandas estudiantiles. En el clima muy ideologizado de los tempranos setenta estos aspectos más benignos no siempre se percibían en toda su significación. Visiones como las que informan La hora de los hornos de Pino Solanas, de 1968, o Los traidores de Raymundo Gleyzer, de 1973, tenían un influjo muy considerable sobre los sectores politizados de la opinión pública. El mundo más apacible de Mafalda y Eudeba, e incluso del Centro Editor de América Latina, estaba menos presente en ese cuadro.
PG: En ese ambiente, nuestro trabajo con Juan José no fue bien recibido, por decirlo delicadamente. Después, con los años, se convirtió en un artículo de alguna relevancia. Las dos cosas son sorprendentes: la reacción tan hostil, que yo no esperaba, y el hecho de que más tarde, con la revalorización de los sesenta, también llegase la revalorización de ese artículo.
RH: El argumento que allí presentaban estaba más en sintonía con tu experiencia de lo que habían sido esos años que con la visión que enfatizaba la primacía del imperialismo y la dependencia, o la revancha de las clases propietarias.
PG: Exactamente. Yo estaba revalorizando mi juventud sesentista, la vitalidad de ese ambiente, pero ahora desde una posición más académica.
RH: De todos modos, para entonces vos no te sentías del todo extraño al mundo peronista: Di Tella, Braun, Llach, todos pertenecían a esa gran familia. Además, en la estela del Cordobazo, en esos primeros años setenta, para los jóvenes politizados y con una sensibilidad política de izquierda, el atractivo del peronismo radicalizado, por ejemplo de Montoneros, era cada vez más considerable.
PG: Desde el momento en que Montoneros empezó a crecer, nadie fue indiferente a su influjo. De todos modos, sí fui inmune a una cosa: la lucha armada. Nunca me acerqué a la violencia revolucionaria. Tanto es así que la principal experiencia de la que participé en esos años, junto con Oscar Braun, fue la del Peronismo de Base. Ese fue el momento de mi vínculo más estrecho con el peronismo, y aun entonces estaba en contra de la lucha armada. El Peronismo de Base se parecía al populismo ruso: apreciaba mucho la natural sabiduría del pueblo. En el fondo, era una propuesta que negaba el núcleo del peronismo, porque por definición no se puede ser peronista y “basista” al mismo tiempo, algo que señaló atinadamente Pancho Aricó en un reportaje filmado que le hizo Carlos Altamirano. El principal referente político del Peronismo de Base era Envar El Kadri; también estaba Carlos Caride. Esa gente luego se volvió muy violenta, pero en ese primer momento todavía no lo era.
RH: Fue una experiencia que, como tantas otras en esos años, parecía no tener otro destino que ser engullida por Montoneros, cuyos animadores eran muy conscientes del poder seductor de la lucha armada. Esta forma de hacer política comenzó a ser vista como legítima por sectores cada vez más amplios de la izquierda peronista.
PG: Ilusos, nosotros por un momento creímos que podíamos ganar la batalla. Fue casi el mismo momento en que el grupo de Pasado y Presente, con Juan Carlos Portantiero pero con el rechazo de Juan Carlos Torre, se acercó a Montoneros. Eso fue una señal: para Pancho Aricó, políticamente hablando, solo existía Montoneros. Allí estaba la posibilidad de cambio. Después podés decir: “Qué horror, se contaminaron con los Montoneros” –yo no decía eso–, pero en todo caso Pancho tenía razón. Montoneros era un hecho político y el Peronismo de Base no lo era.
RH: De todos modos, y al igual que otras experiencias políticas anteriores, el Peronismo de Base no tuvo tanta intensidad en tu vida.
PG: Ninguna de esas experiencias se compara con lo que más tarde me produjo Alfonsín en el contexto de la democracia. Sin embargo, las circunstancias y la amistad me acercaron efímeramente –y peligrosamente– a Montoneros, ya en su momento agónico, en 1974. Fue muy peculiar, y ciertamente con un toque de demencia, sobre todo si se tiene en cuenta que yo no tenía nada que ver con ellos.
RH: Hablemos de ese episodio, en una época en la que algo parecido a la demencia parecía estar a la orden del día.
PG: A comienzos de mayo de 1974 recibí un llamado de Roberto Quieto, a quien, como dije, había tratado, varios años antes, en el Sindicato de Prensa. Quieto había pertenecido a las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que para entonces se habían fusionado con Montoneros. Cuando me contactó, Roberto pertenecía a la cúpula de la organización. Pienso que yo era