La moneda en el aire. Roy Hora
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RH: Quizás todavía lo veían como un dirigente de la vieja guardia, de un partido al que se pertenecía casi por tradición familiar, y cuyo ámbito natural de expresión era la vida de comité. Creían que la renovación del partido iba a estar marcada por el ascenso de la juventud. En defensa de esta visión, hay que señalar que el pasado de Alfonsín no revelaba su verdadero potencial. Hacia 1983, con más de 55 años, ya era un dirigente bastante veterano, que durante tres décadas había trajinado todo el cursus honorum partidario sin triunfos notorios, aunque con una derrota muy digna contra Balbín en los comicios internos de 1972. Allí todavía no había nacido ese personaje sin el cual no es posible narrar la construcción de nuestra democracia.
PG: Sí, algunos todavía lo veían como un dirigente con origen en el tronco balbinista, que venía corriéndose a la izquierda y al antiimperialismo. Ese corrimiento era atractivo para los jóvenes coordinadores. Pero para los más radicalizados, ya no para la mayoría, la verdadera transformación la liderarían ellos. Eso me parece, visto a la distancia.
RH: Esta manera de entender las relaciones entre nuevos y viejos en un punto guarda cierto paralelismo con la historia de la relación entre Perón y la juventud, entre el líder ya anciano y Montoneros. Las nuevas generaciones que se colocan detrás de una figura a la que necesitan, pero a la que piensan que pueden orientar o condicionar.
PG: Exactamente. Primero fue: “Es nuestro candidato”. Luego: “¡Pero este hombre se volvió loco!”. Hasta que vieron lo que fue ese acto, y comenzaron a tomar dimensión de que su liderazgo significaba algo más que una reconstrucción del partido en los términos que marcaba su historia pasada.
RH: Alfonsín fue central en tu descubrimiento de la democracia, concebida como un orden comprometido con la justicia social pero también con el respeto y la protección de los derechos individuales, receloso del abuso de poder y la violencia estatal. Sin embargo, vos también escuchabas otra campana. ¿En qué medida la izquierda que comenzaba a revisar su tradición revolucionaria, a revalorizar las instituciones democráticas y liberales, y a descubrir la importancia de agendas como la de los derechos humanos, agregó algo a esta reflexión? Y en este punto es importante volver a nombrar a Juan Carlos Portantiero, porque él fue un protagonista central de esta inflexión.
PG: Fue importante, claro. Pero en mi experiencia personal lo fue más Juan Carlos Torre. Era un amigo desde hacía tiempo, pero desde entonces se volvió un gran amigo, un compañero de la vida y de varios emprendimientos intelectuales. Me volví un demócrata, después un socialdemócrata, y ahora creo, como ya dije, que soy algo así como un liberal de izquierda. Portantiero fue una influencia más indirecta, porque con el Negro nos veíamos ocasionalmente, casi siempre en alguno de mis viajes a México, el lugar de su exilio y de tantos otros. Es cierto que en esos años confluimos como nunca antes en nuestra manera de ver la política y la sociedad. En el pasado, nuestros caminos no habían sido siempre los mismos. En esos años de la transición democrática logramos una gran sintonía en nuestras percepciones de la vida política. Ellos, me refiero a Portantiero, a Pancho Aricó y a quienes los acompañaron, hicieron un trabajo de elaboración intelectual fundamental.
RH: A comienzos de la década de 1980, ese grupo de exiliados mexicanos –Aricó, Portantiero, Jorge Tula, Emilio de Ípola, Oscar Terán– solo estaba en el radar de grupos muy pequeños. Desde su retorno al país, en casi todos los casos luego de 1983, su voz comenzó a escucharse con algo más de fuerza. El Club de Cultura Socialista se fundó en 1984 y la revista La Ciudad Futura, la publicación que mejor expresaba a ese grupo, recién comenzó a salir a mediados de 1986. Siempre me intrigó cómo fue que estas figuras hasta entonces tan laterales en el campo político-cultural alcanzaron tanto ascendiente intelectual sobre Alfonsín.
PG: Lo que ellos hicieron fue muy valioso. Pero yo llegué a la convicción democrática, diría incluso emocionalmente, gracias a Alfonsín. Fue él quien me transmitió su valor, por televisión. Eso fue lo importante. Y allí convergimos con Portantiero, porque cuando él volvió a la Argentina se armó el grupo Esmeralda, en cuyas discusiones, ya sumado al gobierno de Alfonsín, a veces participé. El grupo Esmeralda redactó varios documentos; entre ellos, el muy conocido discurso de Alfonsín en Parque Norte de 1985.
RH: Contá cómo fue tu acercamiento al equipo económico de Alfonsín. No estuviste en el primer pelotón.
PG: En este punto tengo que hacer un rodeo y decir algo sobre Adolfo Canitrot, que sí perteneció al grupo fundador y que había sido, desde un tiempo atrás, una influencia decisiva para mí. Oscar Braun, y sobre todo Guido Di Tella, fueron muy importantes en mis años de estudiante, y me ayudaron a hacerme economista. Con Guido, además, tuve mi primer contacto sistemático con la historia económica. Pero la cabeza más brillante que conocí en esta disciplina fue Canitrot. La interacción con Guido y Oscar fue muy enriquecedora, pero creo que Adolfo es uno de los grandes economistas argentinos. Aprendí mucho de él.
RH: Entonces, antes de volver sobre los años de Alfonsín, decí dos palabras sobre tu relación con Canitrot, y sobre las razones que justifican esta valoración. ¿Cómo se conocieron?
PG: Fue a comienzos de los años setenta. Aunque mi memoria es algo imprecisa sobre nuestros primeros contactos, sí recuerdo que hacia 1972 me invitó a dar unas clases en la Facultad de Arquitectura. El decano había tenido la peregrina idea de que los arquitectos tenían que saber un poco de economía, y Adolfo estaba a cargo de un curso de introducción a la economía.
RH: En ese momento, las ramas del árbol del conocimiento tenían otra forma. Cuando el desarrollismo y la planificación lo permeaban todo, esas disciplinas, economía y arquitectura, estaban mucho más cerca de lo que están en estos días.
PG: Para entonces, yo estaba formándome en el oficio de profesor. Tenía 28 años. En ese camino había tenido la ayuda de Guido Di Tella, que, como te dije, era un docente fantástico y me había llevado a trabajar con él en la Universidad Católica. Le gustaba esta estrategia: nos poníamos frente a frente y generábamos una discusión, un diálogo, sobre el tema de la clase de ese día. Él tomaba una posición y yo otra, y después invitábamos a los alumnos a que participaran de alguna de esas dos posiciones y aportaran su punto de vista. Tuvimos muy buenos alumnos, entre ellos a Gerry della Paolera, Javier Ortiz, Diego Petrecolla. Gerry y Javier son hoy dos historiadores económicos de primera línea.
RH: Ideas originales y claridad para exponerlas no siempre alcanzan para convertirse en un buen docente. Montar una buena performance también ayuda a captar la atención de los estudiantes. El profesor como actor.
PG: Eso es lo que hacía Guido, y es también lo que hacía Adolfo. Ambos tenían una enorme ductilidad para transmitir sus ideas y ambos eran provocadores. Adolfo era, además, muy penetrante. Con él, en el curso en Arquitectura que recién mencionamos, comencé dando clase como ayudante, a grupos de treinta o cuarenta estudiantes. Y un día me preguntó: “¿Querés dar una clase teórica?”. Era una clase de mayor envergadura, y había que ofrecerla a la mañana y repetirla a la noche, para un público de unos doscientos cincuenta estudiantes en cada turno. Entonces, a la mañana di mi clase, con pizarrón, gráficos y fórmulas, todo bien convencional. Cuando terminé, Adolfo, que estaba presente, me miró con el ceño fruncido, su famoso gesto a la Lee Marvin, y me dijo: “Si tenés cinco alumnos, podés dar clase; si tenés cincuenta, hacé un poquito de show; pero si tenés doscientos cincuenta hacé teatro y nada más que teatro. Algo quedará”. Y con esa regla la clase de la noche me salió mucho mejor.
RH: Decías recién que Canitrot fue el economista argentino más destacado que conociste…
PG: