La moneda en el aire. Roy Hora

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La moneda en el aire - Roy Hora Singular

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de la década de 1990, fue propuesto para ingresar a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, pero fue rechazado. Y que la candidatura de Adolfo Canitrot no haya reunido el número de votos suficientes no habla mal de él; habla muy mal de aquella institución. En la Academia de nuestros días, con su actual composición, sería votado por unanimidad. Tenía imaginación económica, capacidad de síntesis, originalidad.

      RH: Los historiadores tenemos muy presentes dos de sus trabajos, ambos aparecidos en la revista Desarrollo Económico. El primero es “La experiencia populista de redistribución de ingresos”. El segundo, quizá más influyente, es “La disciplina como objetivo de la política económica. Un ensayo sobre el programa económico del gobierno argentino desde 1976”. Este artículo fue muy importante para entender qué se proponía el Proceso. ¿Cuál dirías que fue su gran lección?

      PG: El enfoque: mirar no la economía o la historia económica sino la historia de la política económica, y hacerlo con un examen profundo de los procesos decisorios. O, dicho de otro modo, no mirar un problema determinado como si fuera solo un problema de estructura económica, sino como un problema de economía política o de política económica, con sus restricciones presupuestarias, pero también con sus limitantes sociales y políticos. En ese sentido, me gustan más sus trabajos sobre la dictadura que sobre el populismo. En la actualidad tiene más éxito su artículo sobre el populismo, pero para mí tiene algo de mecanismo de relojería que no me atrae del todo.

       RH: Tu admiración por Canitrot se vuelve más comprensible si recordamos que ese tipo de aproximación también se advierte en tus trabajos. No solo fue un economista destacado sino que además fue un modelo de trabajo intelectual. ¿En qué momento se acercaron?

      PG: Me volví muy amigo de él a comienzos de los años ochenta, y este vínculo se estrechó ya que durante varios años compartimos vida de familia. Adolfo me llevaba diecisiete años, pero, como tuvo un segundo casamiento tardío, mis hijos no son mucho menores que los suyos. Pasamos varios veraneos juntos en la costa, en Valeria, Ostende o Pinamar, y en la playa compartíamos la misma carpa. Y cuando Juan Sourrouille llegó al Ministerio de Economía en febrero de 1985, y Adolfo a la Secretaría de Programación, él fue el primero que me dijo: “¿Cuándo te venís?”.

       RH: Pero no te sumaste inmediatamente.

      PG: Mi ingreso tardó en producirse. En los días de gloria del Plan Austral, la segunda mitad de 1985, yo todavía estaba fuera del gobierno. Vi con buenos ojos el lanzamiento del Plan, pese a que muchos colegas no estaban convencidos. Y me acerqué cuando los problemas ya comenzaban a sentirse. Recuerdo una anécdota de comienzos de 1986 que los expone a flor de piel, y que está asociada a mi acercamiento al equipo de Sourrouille. Cuando ya estaban terminando nuestras vacaciones –de esos veraneos todavía largos, de veintipico de días, casi un mes–, de pronto ocurrió un hecho que para nosotros fue calamitoso, porque fue la primera señal de que el congelamiento de precios no estaba funcionando, y algo se estaba moviendo en la arquitectura del Plan Austral. Fuimos con Adolfo y Hugo Rapoport, otro gran amigo que pertenecía al grupo Esmeralda, a tomar un clericó a un bar que frecuentábamos. El dueño era Benito Durante, antiguo luchador de catch de la troupe de Karadagian. Al pedir la cuenta, advertimos que venía con un aumento. Nos acercamos a Durante y le preguntamos por qué había subido los precios. “Y bueno, porque los precios suben”, nos dijo sabiamente Benito, con toda naturalidad. Eso era catastrófico. Ahí fue donde decidí, en las malas, que era hora de empezar a escribir, todavía desde afuera, algunos artículos periodísticos en defensa del equipo de Sourrouille y del Plan Austral.

       RH: Comenzaste alentando al equipo desde la tribuna.

      PG: Exactamente, entré desde la tribuna, y como un barrabrava activo, peleándome con los economistas críticos del gobierno. Me convertí en un defensor, sobre todo en el debate público, del programa de Sourrouille, que era puesto en cuestión por los economistas más ortodoxos, entre otras cosas, por el congelamiento de precios. El componente antiinercial de los planes de estabilización –que más tarde esos mismos colegas terminaron reconociendo como un valor del Plan Austral, y como un valor de cualquier programa de estabilización– en ese momento les parecía que era lo mismo que había hecho Gelbard en 1973.

       RH: Estás sugiriendo que, en un momento en el que los keynesianos y desarrollistas ya habían perdido la batalla dentro de la profesión, y en el que las voces ortodoxas se tornaban dominantes, Sourrouille era visto como un heterodoxo tradicional, que persistía en avanzar por el camino equivocado. Se subestimaban los elementos originales de su programa antiinflacionario. Esto me da pie para preguntarte sobre las diferencias entre el primer equipo económico de Alfonsín, encabezado por Bernardo Grinspun, y el que lo reemplazó en 1985, liderado por Sourrouille. Es comprensible que, al inicio, Alfonsín haya dejado la gestión de la economía en manos de una persona como Grinspun. El radicalismo había sido por mucho tiempo un partido de oposición, y no había tenido la necesidad de formular una propuesta económica propia. Casi dos décadas fuera del gobierno habían ralentizado el proceso de formación de cuadros técnicos, y de actualización de sus ideas económicas y de gestión. Muchos, además, ya habían emigrado al desarrollismo tras el cisma que protagonizó Frondizi en 1955. Cuando ganó las elecciones, fue natural que Alfonsín se recostase sobre economistas que, además de militantes partidarios, habían participado en la última administración radical, la de Illia. Los desafíos que tenían por delante, sin embargo, habían experimentado un cambio cualitativo. Esos hombres –ya que por entonces los funcionarios todavía eran todos varones– habían administrado con bastante éxito la economía de la década de 1960, pero no estaban bien preparados para resolver los problemas de una economía con muy alta inflación y fuerte endeudamiento externo, y que había dejado de crecer.

      PG: Te respondo evocando las ideas de esa vieja guardia radical. Traté bastante a Alfredo Concepción, que antecedió a Machinea en la presidencia del Banco Central. La coexistencia de Sourrouille en el Ministerio con Concepción en el Banco era imposible. Concepción y su equipo no veían ninguna contraindicación en emitir dinero. Para ellos, la emisión era, por definición, siempre, una buena cosa. Favorecía el crecimiento y no generaba inflación en ninguna circunstancia. Finalmente fue reemplazado por Machinea, pero creo que un poco tarde.

       RH: ¿Y cómo veías a Grinspun?

      PG: A Grinspun casi no lo conocí, pero sí traté bastante a Juan Carlos Pugliese, el reemplazante de Juan Sourrouille al frente del Ministerio. Me adelanto un poco en el relato. Tras la salida de Juan en 1989, Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y yo nos quedamos con Pugliese para garantizar cierta continuidad en las políticas. Aprendí a quererlo en el poco tiempo que trabajamos juntos. Pugliese era una persona realmente sutil e irónica, y tenía su experiencia: había sido ministro de Economía de Illia cerca de dos años, entre 1964 y el golpe de Onganía. Y era muy consciente de sus limitaciones. Recuerdo que, en un viaje en auto a la quinta de Olivos, me confesó: “Pablo, quiero decirle algo. Esta economía no tiene nada que ver con la de los sesenta, yo no sé manejar esta economía”. Nos reuníamos con Alfonsín y a la media hora él decía “Bueno, me voy”, y se retiraba de la reunión. Y no es que se desentendiera o se tomara las cosas a la ligera. Era un hombre de partido, y sentía como nadie la presión de la responsabilidad. Tanto fue así que, no bien entró al Ministerio de Economía, empezó a tener como una suerte de artrosis en la mano derecha, que le impedía escribir y firmar el despacho. Cuando el caos final llevó a que Alfonsín le dijera: “Vos andate al Ministerio del Interior y le pedimos a Jesús que cierre”, Juan Carlos me llamó por el intercomunicador y me dijo: “Pablo, ¿puede venir a mi oficina un minuto?”. Fui. Me miró sonriente y me mostró las manos: ¡se había liberado de la artrosis! Así vivía un hombre de la vieja guardia radical ese mundo que no podía entender.

       RH: Volvamos a tu ingreso al equipo económico.

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