Hispanotropía y el efecto Von Bismarck. José María Moya
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Hispanotropía y el efecto Von Bismarck - José María Moya страница 13
Para ello, hemos invitado a dos personajes de la historia de España a que den una charla peripatética por los jardines de los frailes del centro del orbe de la monarquía hispánica: el Palacio Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. A donde ha llegado espectralmente un rey de España que no pudo mandar sus tropas contra sus enemigos porque, como él mismo dijo: «Todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles». Y el bueno de don Amadeo de Saboya se nos tuvo que volver a Turín, desde cuyo eterno reposo ha vuelto para comentar sobre su amada España.
Hoy es un día tranquilo en el Real Sitio, y como siempre, en la Sala de Batallas, el emperador Carlos anda riñendo a su hijo Felipe por un quítame allá un saco de Amberes, lo que importuna siempre al Prudente, que le acaba echando en cara el suyo en Roma. El tercero y el cuarto Felipe andan como es su costumbre de jarana con los Borbón, Luis, y el alcalde de Madrid, Carlos III, por las celdas de los novicios del monasterio. Su hijo, el cuarto Carlos, no para de pelearse con su nieto Fernando VII, que no hace más que intentar darle esquinazo por el coro de la basílica. Alfonso XII anda siempre por la biblioteca haciendo caso omiso a las llamadas de su madre Isabel, a la que su nieto el XIII no hace más que invitar para ver unas pelis subidas de tono. Y entre todo este follón, las reinas no dejan de probarles vestidos de todas las épocas a Francisco de Asís, que está encantado de la muerte.
Y Carlos II, último de los Habsburgo, espera en la puerta oeste de la lonja a ver si ve a su colega, el rey Amadeo I, que tan poco tiempo reinara en España, que le había avisado de su visita, y parece que se retrasa, aunque… sí, sí… ¡Aquí llega! La sonrisa se dibuja en los finos labios del monarca madrileño esperando el abrazo que el afable saboyano ya muestra con ese encanto que solo saben desplegar los italianos.
—¡Mi querido primo!
—Carissimo Carolo, ¿cómo vas?
—¡Bah, nada nuevo! Aquí, viendo pasar el tiempo…
—Vamos, vamos, ¡ya me gustaría a mí haber podido estar aquí enterrado con todos vosotros! ¡Que esto es gloria pura! —contesta zalamero siempre el turinés.
—¿Te hace una jícara de chocolate calentito en el refectorio de los Agustinos? —invitó el Austria—. Ya sé que no nos hace falta bocado, pero si como reyes vivos pudimos hacer lo que quisimos, ¡no sé por qué no lo vamos a hacer ahora muertos!
Rio Amadeo mientras cogía por el bracete a su predecesor en el trono mientras encaminaban sus almas hacia los picatostes que el hermano Tarsicio hacía tan buenos, y que nunca se explicaba por qué siempre le faltaban más de los que freía.
—En cualquier caso, caro Carlo, poco pude hacer yo en esta España con tan buenos mimbres, pero con tan mala leche a veces.
¡Qué historia la deEspaña! No creo quese encuentren muchascosas parecidas entrelas naciones. |
—¡Dímelo a mí, Amadeo! Que con todas las reformas que hice y las que dejé preparadas para los nuevos, al final he acabado pasando a la historia como «hechizado», y más loco que el Felipe que me sucedió, ¡que ese sí que acabó como unas maracas de las Indias! Menos mal que está en La Granja y no tenemos que ver sus extravagancias.
—¡Ah, estos franceses…! —Aunque al final no fue tan a favor de Francia como su potente abuelo Luis XIV había imaginado o tramado.
—Es este país, Amadeo, que al final no sé qué tiene, pero se te mete en el tuétano. Mira mi tatarabuelo y tocayo. Que más flamenco no podía ser, y acabó trayendo la cerveza, que era lo único que echaba en falta. Tanta lata con el sacro imperio de marras y ya ves. ¡Retirado en Yuste que acabó y dedicándose a sus relojes como un jubilado de esos germanos que vienen a tostarse a las Baleares!
—Desde luego —reflexionó Amadeo dando buena cuenta de un picatoste bien empapado del espeso chocolate—, ¡qué historia la de España! No creo que se encuentren muchas cosas parecidas entre las naciones.
—Pues mira, primo, yo creo que por más que se empeñaran en lamentar lo que fuimos a finales del XIX, entiendo que les doliera España, como dijo ese Unamuno que por aquí estuvo, por cierto, que San Lorenzo de El Escorial siempre ha atraído a gente con el seso bien puesto. Pero era un lamento porque, ¡con lo que fuimos…! Una pena. Lástima ese siglo que nos llevó a tantas guerras entre hermanos, y a que perdiéramos esas otras Españas que cada una le daba una cadencia especial a la forma de hablar castellana, haciendo del español una lengua universal.
»Si me preguntaran, bien podría decir que nuestro paso por la Tierra fue una historia de éxito más que de fracasos. ¡Que también los hubo, no seamos lilas! Que no es nuestra la palabra chovinismo, aunque sí hemos hecho del orgullo una seña de identidad. Y quién sabe si por haberlo tenido tan herido, al final parece que nosotros mismos no supiéramos reconocer lo que otras naciones luego incluso se apropiaron.
—Me imagino que hablas de nuestro adversario más persistente: el inglés.
—¡Sin duda! No parece sino que todo lo descubrieran ellos, nominaran ellos, y hasta dado la primera vuelta al mundo. Que así lo creen otorgando el timbre de gloria que le corresponde a Juan Sebastián de Elcano a un pirata como el tal Francis Drake. Y tras el saqueo de Manila, bien que se aprovecharon de las cartas náuticas que habíamos ido haciendo, desde el Atlántico, a todo ese «Lago Español», como se conoció al océano Pacífico.
—¡Y encima nos hicieron quedar como los «malos» de la película!, como se decía en el siglo XX. Ya tiene delito…
—La maldita leyenda negra, Amadeo, que si cosas malas hicimos, pues no somos los españoles sino hombres con nuestros defectos y debilidades, ¡diantre!, también hicimos cosas buenas. Pero los méritos se los han llevado muchas otras naciones habiendo cometido unas barrabasadas que de vez en cuando me acerco a la puerta del infierno que este monasterio tapa para ver si les están dando bien de tridentazos a quienes tanto mal nos hicieron.
—También hicimos cosas malas, caro Carlo… —le señaló Amadeo con una mirada de amargura.
Si me preguntaran, bienpodría decir que nuestropaso por la Tierra fue unahistoria de éxito más quede fracasos. |
—También. Pero al menos quisimos poner orden y remedio a los desmanes que se producían. Que se produjeron. ¡Las guerras no saben de la bondad más que cuando los heridos llaman a sus madres! Pero intentamos que fueran siempre acordes a la ley, y con normas justas para el vencido.
—En eso he de darte la razón. ¡Cuánto me hubiera gustado poder conocer a aquellos hombres de la Escuela de Salamanca, que en tantos siglos se adelantaron en sabiduría y en bonhomía! Francisco Suárez, Luis de Vitoria, Domingo de Soto, fray Luis de León, Tomás de Mercado, Azpilicueta… España fue la cuna del derecho internacional humanitario. ¡Pusimos las bases para eso en el siglo XVI! Y no contentos estos frailes con ello, sentaron las bases de la ciencia económica moderna. ¡Quién lo hubiera imaginado!
—Bueno, Amadeo, ¡no se le llamó a mi padre Felipe IV «el Rey Planeta» por nada! Era normal que, rigiendo de uno a otro lado del orbe, tuviéramos que regular tanto las nuevas leyes como todo lo relacionado con el comercio. Que mucho llevarse la fama de nuevo los anglos, pero el real de a ocho fue la primera divisa internacional de la historia. Y que acabaría siendo recogido su anverso en el símbolo del famoso dólar norteamericano. Y de leyes…