Construir la paz en condiciones adversas. Jefferson Jaramillo Marín
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Las organizaciones campesinas, en su esfuerzo de recobrar su fuerza y autoridad en la región, supieron interpretar esta coyuntura: o seguían viviendo al vaivén de la economía coquera o restablecían la autonomía e independencia económica del campesinado. De hecho, desde sus inicios, esa era su lucha; las organizaciones campesinas estaban peleando por el territorio desde propuestas que estaban orientadas al fortalecimiento del campesinado y al desarrollo socioeconómico municipal y regional; sin embargo, en medio de la embriaguez producida por los excesos de liquidez y la compulsión desenfrenada hacia el consumo, fue poco lo que pudieron hacer.
No obstante, las organizaciones campesinas no renunciaron a sus objetivos, ni claudicaron en su tarea. Con la crisis cocalera mencionada, las organizaciones percibieron que las condiciones socioeconómicas permitían de nuevo convocar al campesinado a trabajar por sus viejos propósitos y unir esfuerzos para la reconstitución de sus identidades y economías campesinas en la región. En este proceso las FARC-EP también intervinieron y tomaron medidas orientadas a contrarrestar la crisis y evitar este tipo de colapsos regionales hacia el futuro; sin duda alguna, las FARC-EP también se vieron afectadas por la ausencia de producción de alimentos en la región y por la dispersión de sus bases sociales y políticas de apoyo.
Dado que la mayoría de las familias campesinas habían sustituido la casi totalidad de su producción agrícola por el cultivo de la hoja de coca y que toda la región occidental de la Amazonía tuvo que depender del mercado externo de alimentos para abastecerse, las FARC-EP y las organizaciones campesinas exigieron a las familias del campo volver a sembrar comida. Recuerda Alfredo Molano (1987, 2000) que las FARC-EP obligaron a los campesinos a sembrar tres hectáreas de comida por cada hectárea de coca; así mismo, las organizaciones campesinas, por su parte, se dieron a la tarea de trabajar con los campesinos propuestas de desarrollo local y regional mucho más elaboradas que las presentadas a finales de los años setenta, esta vez exigiendo al Estado su intervención para sustituir los cultivos de coca por una economía estable para la región.
A partir de 1984, los campesinos empezaron a reconstituir su economía campesina y a retomar sus banderas de lucha. Además, en 1984 se constituyó la organización no gubernamental Fundación Pro-Colonización, la cual promovió la colonización y el impulso a un nuevo proyecto de desarrollo agroindustrial, localizado en la margen izquierda del río Guayabero. En ese contexto, el campesino no incorporó en su predio matemáticamente el mandato de las FARC-EP, pero sí entendió que la economía campesina era el camino para garantizar su sobrevivencia y autonomía; de igual manera, aprendió que la producción de hoja de coca en su predio podía cumplir las veces de cultivo comercial y, al mismo tiempo, de estrategia de lucha política para exigir al Estado colombiano la sustitución de coca por una economía legal viable y sostenible. Las organizaciones campesinas no dudaron en convertir la coca en la columna central de sus reivindicaciones; en su lucha por el reconocimiento, resignificaron políticamente la coca y la convirtieron en un mecanismo para confrontar al Estado y exigirle el cumplimiento de su mandato constitucional de tratar a los campesinos como ciudadanos, con iguales derechos al resto de los miembros de la comunidad política—una deuda histórica de reparación social y simbólica aún no resuelta—, y para exigirle una solución integral a sus problemas sociales y económicos.
La coca, a la vez que permitió a los campesinos elevar relativamente su nivel de vida, se convirtió en un instrumento clave de su lucha política. Paradójicamente, fue solo a partir de la siembra de hoja de coca que los campesinos empezaron a ser considerados interlocutores válidos frente al Estado colombiano. El campesinado y sus organizaciones se dieron cuenta de que la única manera de ser escuchados era sembrando coca y, por eso, la constituyeron en su principal mecanismo de resistencia, visibilización social y negociación política.
En la actualidad, según González et al. (2016), las organizaciones campesinas y las juntas de acción comunal de La Macarena se constituyeron en la unidad básica de coordinación de los pobladores rurales en la zona, en cuanto: 1) regulan aspectos básicos de convivencia; 2) recaudan impuestos; 3) proporcionan bienes públicos; 4) salvaguardan la fe pública y, por esa vía, generan la certidumbre que permite las transacciones comerciales y fomenta el mercado de tierras. De acuerdo con González et al. (2016), a partir de datos de la Alcaldía Municipal de La Macarena,
[en] el esquema de ordenamiento territorial vigente, existen 227 juntas de acción comunal legalmente constituidas, ocho en el casco urbano y 219 en zona rural. Al observar su “densidad”, existe una proporción general de una junta por cada 137 habitantes. La proporción cambia según se observe el ámbito urbano o rural. En el primer caso, la proporción es de una junta por cada 539 habitantes. En el segundo, una junta por cada 127 habitantes. (p. 28)
La asociación municipal del municipio (Asociación de Juntas de Acción Comunal [Asojuntas])—que reúne a estas juntas—ha estado supeditada a periodos de auge y declive desde su constitución, con lo que ha disminuido el número de juntas afiliadas en años recientes. Si bien en el año 2000 se contaban 166 juntas afiliadas, para el año 2005 la cifra había bajado a 63 (Rincón, 2018, citado en González et al., 2016). Salvo en algunos casos, como han identificado González et al. (2016),
las juntas de acción comunal no han logrado consolidar organizaciones de segundo nivel, un hecho que contrasta con el surgimiento de una nueva dinámica organizativa más gremial que política, desde mediados de la década de 1990, asociada a la oferta del Estado nacional, primero, en relación con la temática de la protección ambiental y, posteriormente, con el componente social del plan de consolidación.
(p. 28)
Estas organizaciones no ejercen una gestión territorial en el mismo sentido en que lo hacen las juntas de acción comunal; tal es el caso de la Asociación Campesina Ambiental Losada-Guayabero (Ascal-G), la Agremiación de Productores Agropecuarios de La Macarena, Meta (Agapam), entre otras organizaciones.
Dificultades para las organizaciones, según lo relatan González et al. (2016), han sido los patrones dispersos de asentamiento, las precarias condiciones productivas y una oferta estatal que profundiza la estigmatización de algunas organizaciones y promueve otras formas organizativas más técnicas que políticamente orientadas. Esto se complejiza por la dispersión demográfica que se percibe en el ámbito rural. Si bien se han promovido respuestas microlocales a problemas comunitarios, las organizaciones no logran conectarse de manera sostenida con iniciativas de otras veredas ni con el casco urbano, debido a la precariedad de muchas vías terciarias, lo cual eleva los costos de transporte y, por lo tanto, limita las interacciones.
Así mismo, González et al. (2016) señalan que la trayectoria y fortaleza de las juntas y los procesos sociales de los Llanos del Yarí y del interfluvio Losada-Guayabero se contrasta con la menor capacidad organizativa de las juntas del casco urbano y de la zona oriental del municipio. Muchas de estas juntas de acción comunal se han conectado con instancias organizativas de segundo nivel, las cuales cumplen funciones en términos de gestión de los recursos colectivos y de representatividad, aunque no necesariamente esto se ha traducido en un capital electoral importante.
PROCESOS EXTRACTIVOS EFÍMEROS, CAMPESINIZACIÓN COLONA, ORGANIZACIONES AMBIENTALES Y PACIFICACIÓN TERRITORIAL4 (1990-2010)
De acuerdo con Rincón (2018), hacia finales de los años ochenta, el municipio de La Macarena estaba experimentando ocupación de zonas aledañas en su casco urbano y hacia las partes altas de los ríos Losada y Guayabero. Esto posiblemente obedeció a nuevas bonanzas de la madera, lo que trajo nuevos flujos poblacionales y comerciales; sin embargo, esto duró entre 1990 y 1995. El agotamiento de esta bonanza coincidió con el segundo ciclo de coca en la zona y con la