El viaducto. Darío Oses Moya
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–¿Y la continuidad? ¿Qué vamos a hacer con todas las escenas que ya grabó el Pato Andrade?
–Muchas corresponden a la época en que Balmaceda estaba empezando su carrera política. Entonces era harto más joven que cuando asumió la presidencia. De hecho, estábamos estudiando un maquillaje especial para que el Pato apareciera no sólo mayor sino... más maduro, más hombre, con más autoridad, más posesionado de su papel de primera figura de la historia. Ser Presidente era uno de los grandes sueños de Balmaceda y los personajes que cumplen sus sueños adquieren una especie de aura luminosa.
–No me digas que Maximiliano está aureolado –se burla Braulio, mientras la luz se torna amarillenta, como la de una vela a punto de apagarse.
–No necesitamos a nadie con una aureola en la frente –replica ella, irritada–. Lo que sostengo es que el cambio de actor nos va a servir para marcar la diferencia de edad, de posición y de textura del personaje.
–Yo por lo menos le haría una prueba de cámara –sugiere Braulio.
–Ya está hecha. Lo grabamos mientras Egidio hablaba. Lo vimos por el monitor. Hablé con los camarógrafos. Coincidimos en que aun sin maquillaje está bastante bien.
–Bueno, Maucho, quédate con la obra. Yo apenas soy el director. Me inhibe un poco trabajar con un elegido de los dioses –dice Braulio, abriendo el cajón del escritorio para sacar una banda presidencial–. Pato Andrade no alcanzó a ponérsela –agrega mientras la despliega, y tarareando el himno nacional, se acerca a Maucho para colocársela.
–Córtala, Braulio, no embromes –se resiste Maximiliano.
–Deja, deja –insiste Braulio y termina terciándosela y fijándola con un alfiler de gancho.
Maximiliano se mira la banda y tiene la sensación de haber subido al tren aquel en que la locomotora queda anulada por la dinámica del movimiento, y que ahora es la inercia de los carros la que empuja hacia adelante, y ya no hay freno capaz de parar la marcha que se acelera más y más. Debajo de sus pies se mueve una producción millonaria para la cual tendrá que escribir, ensayar, actuar, meterse dentro de una veintena de personajes y dominar sus actos y motivos a lo largo de cien capítulos. Mientras las luces van adquiriendo un tono amoratado, Maucho piensa en que así debió sentirse Balmaceda cuando estalló la guerra, enredado en un proceso que él mismo había desencadenado, hundido en el centro de un laberinto de dificultades que, ante cualquier intento por resolverlas, respondían complicándose aún más. «Tal vez hubiera sido mejor no levantarse hoy día», piensa, pero se da cuenta de que ya es tarde para echarse atrás, que sin querer se ha metido hasta más arriba del cuello en esta historia y bosteza, cansado de sólo pensar en los problemas que se le vienen encima.
–La obra es tuya –dice Braulio, estirándole la mano para des-pedirse–. Tú sabrás por dónde agarrarla.
–Mañana mismo te entrego los libretos, para que captes el estilo. También podrás ver algo de lo que está grabado –complementa Marta–. Pero lo mejor es que te enteres de la historia completa.
–Cuéntasela tú –pide Braulio, lánguido y desganado–, porque lo que es yo me voy a mi casa a hundirme en una tina caliente.
«Quién como él», piensa Maucho. «Quién pudiera darse un buen baño».
Desde el oscuro vacío del cielo, las luces bajan azuladas, verdosas como el agua, y Maximiliano vuelve a concebir la inquietante sospecha de que el iluminador sabía todo lo que ellos iban a decir, de que tenía un libreto con todos los diálogos y acciones de esta escena.
Siete
–Es un niño grande, un niño malcriado –comenta Marta.
–Dicen que es genial –acota Maucho.
– No sé si será genial, pero actúa como si lo fuera. Es temperamental, insoportable. Se amurra cuando las cosas no salen como él quiere. Lo he tenido que sufrir en la cama y ahora en el trabajo. Tiene talento, claro, pero eso no impide que a veces se comporte como un hijo de puta.
–Parece que sabes manejarlo.
–No es tan difícil. Basta ponerse firme con él. Es tremendamente inseguro. Lo que pasa es que nadie se atreve a levantarle la voz. Su mamá, sus tías, las productoras, asistentas de dirección y las actrices lo veneran... ¡Cuántas niñitas recién salidas de la Escuela de Teatro darían cualquier cosa por servirle el desayuno!
–¿Y tú?
–Jamás se lo serví. Mi asunto con Braulito duró poco; serían dos meses y medio o tres a lo sumo. Le carga que se lo recuerde. Encuentra que yo era muy vieja para él, que cayó en mis garras en un momento de debilidad, que yo, la arpía, lo seduje, lo embrujé. Y no es tanta la diferencia de edades... Serán doce años, si él no es tan joven como parece... Andará por los treinta y algo.
–Me da la idea que hablas por la herida.
–¡Para nada! Hice lo que se me antojó con él. Fui yo la que lo boté cuando me aburrió con sus mañas. Me lo tiré hasta que me dio puntada y después chao...
–Hablas como feminista.
–Soy mujer... ¿Sabes lo que eso significa?
–Será que tienes una fuente de poder entre las piernas.
–No sólo entre las piernas, mi lindo: en todo el cuerpo. Siento que esa fuente se me derrama desde cada poro, la escucho en mi propia voz, la transmito con el brillo del pelo y de los ojos, con cada parpadeo, con el perfume que me pongo en el cuello, sé cómo hacer que los imbéciles de los hombres se vuelvan locos.
–Sí, me había dado cuenta. Eres como una mariposa que va dejando el polvo de sus alas suspendido en el aire para que los machos lo huelan y se trastornen.
–Y tú parece que eres medio poeta.
–Alguna vez traté de ser poeta entero. Me he quedado en la mitad del camino hacia muchas cosas. Soy medio dramaturgo, medio periodista, es decir, casi nada, a los cincuenta años soy casi nadie.
–No te quieres.
–No me quieren.
–Ya, no te pongas patético. Deja que te cuente la historia.
–Estoy un poco cansado.
–Entonces lo dejamos para mañana.
–No, cuéntamela ahora... Sólo necesitaría tomar algo.
–¿Un café?
–Algo más fuerte.
–Ah, un trago...
–¿Puede ser?
–¿A estas horas? ¡De dónde! Espérate –dice Marta escarbando en su amplia cartera de suela con dibujos de ídolos aztecas, de la que por fin rescata un pucho fino y mal armado que enciende,