El viaducto. Darío Oses Moya

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El viaducto - Darío Oses Moya

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compañeros –declamaba Maucho con su voz estropeada–. Una locomotora con los frenos malos. Y el libretista va ahí, desesperado, abriendo válvulas, aflojando la presión de la caldera en que bullen actrices temperamentales, actores farsantes y productoras neuróticas.

      Maucho notó que sus acompañantes se retorcían de la risa.

      –Para que los vayas conociendo, aquí están algunas de nuestras actrices histéricas –dijo Braulio. Luego indicó a la hermosa mujer madura que jugaba a ponerse y sacarse un pañuelo del cuello–: Y ella es nuestra productora neurótica.

      «Esto es un chiste», pensó Maucho. «Todo es una broma. La teleserie de que han estado hablando nunca ha existido».

      Se adelantó como para desprenderse de los que se reían y olvidarse para siempre de ese incidente y de esa noche. El mundo se le revolvía. El edificio del Mercado Central y más allá el cerro San Cristóbal se estiraban como si treparan hacia el cielo adhiriéndose a una invisible cúpula encendida por el amanecer. Pensó en devolverse a buscar a Vattier, a Lavalle y al Tani, pero enseguida se olvidó de ellos porque escuchó a la productora preguntándole a Braulio:

      –¿Tú crees que sirva? Lo encuentro un tanto desparramado.

      «¿Qué se habrá creído esta vieja de mierda?», pensó Maucho. «¿De dónde salió esta Cleopatra otoñal?».

      Quiso darse media vuelta para cantarle aquello: Cleopatra menopáusica, pero entonces sintió la voz de Braulio que decía:

      –Claro. Es el hombre. Si sigo en esto tendría que ser con él. Estoy cansado de que me escriban libretos llenos de mensajes. Necesito guionistas, no ideólogos.

      Braulio le puso la mano en el hombro:

      –Este compadre es puro corazón –proclamó en voz alta–. Es guionista de la vieja guardia. Además es de rancia aristocracia. Es lo que se llama linajudo, capaz que hasta sea pariente de Balmaceda.

      Se apretujaron en un station Skoda. El que conducía le preguntó las señas de su dirección. Partieron cantando canciones de la guerra civil española:

       Dime dónde vas, morena,

       dime dónde vas, salada,

       dime dónde vas, morena

       a las tres de la mañana.

      Lo dejaron en la puerta de su edificio. Braulio lo ayudó a bajar y lo apuntaló hasta el pórtico.

      –¿Estás bien? ¿Quieres que te lleve adentro?

      Maucho negó con la cabeza. «No hace falta, gracias», dijo mientras rasguñaba en sus bolsillos en busca de las llaves.

      El Skoda partió. El ruido del motor y las canciones guerreras se perdieron entre los piares de los pájaros instalados en los cables de la electricidad.

      Maucho se apoyó en el muro y miró las basuras acumuladas en la cuneta. «¿Para qué invocar la derrota de Balmaceda?», pensó ¿Para qué cantar los cantos de una guerra perdida? ¿Para qué llamar a gritos a la muerte?».

      Se fijó en una caparazón de yeso que conservaba la forma de la pierna que había albergado. Estaba ahí, en medio de los desperdicios. Se acercó a examinarla. «Ha de haber sido de una mujer que tiene lindas piernas», dijo recorriendo el arco de la pantorrilla.

      La imagen de esa desechada bota de escayola fue el último recuerdo que logró convocar ahora, cuando se encerraba en el baño, perseguido por la voz de Anita que le insistía en que por ningún motivo fuera a ducharse, porque apenas si tenían gas.

       Cuatro

      Baldosas mojadas e incompletos azulejos blancos; el baño le parece glacial, con algo de recinto para faenar cadáveres. Maximiliano coge los restos de jabón tachonados con una tapa de gaseosa y trata de sacarle espuma con el hisopo que apenas conserva un último manojo de cerdas. Se afeita con agua helada. La hoja le raspa la piel y salpica la espuma con pequeños puntos sanguinolentos.

      Los estragos de su rostro van apareciendo con detalle a medida que se quita la cubierta jabonosa: bolsas azules debajo de los ojos, mejillas sueltas, ramificaciones de arrugas que trazan un sistema fluvial por su cara de sonámbulo.

      «El agua caliente habría empañado el vidrio», cavila y siente que en ese momento lo que más desea es una ducha hirviente, un abrazo de vapor que le abrigue los huesos entumidos y que borre su rostro del espejo.

      Antes de enjuagarse se recorta las púas del bigote. Se rasca con furia la cabeza y luego intenta alisar el pelo enmarañado. Al quitarse la camiseta siente un escalofrío que conjura friccionándose el torso con un paño mojado. Deja correr el agua que va llevándose la espuma con los despuntes del bigote. En la cómoda encuentra ropa limpia, se la pone y eso le ayuda a aliviar la sensación de cansancio que le traspasa el cuerpo. Se aplica loción en las mejillas y entonces, medianamente restablecido, se atreve a asomarse en la cocina y a contemplar a su nieta dormida.

      –Tengo un trabajo –le dice a Ana María, que sigue enjuagando cacerolas, sin mirarlo. Él inicia un movimiento para darle un beso de despedida, pero ella se escurre y va a secarse las manos y a ocuparse en dosificar los fuegos de la cocina.

      –No es un pituto menor. Nada de articulitos mal pagados. Es lo mío, lo que nunca debí dejar: libretos, arte dramático... Voy a volver temprano, en cuanto me desocupe...

      Ella saca un cartón de leche de los que entregan a las madres en los consultorios, pone tres medidas dentro de una mamadera, vierte el agua dentro y comienza a revolverla. Maucho se siente como en un sueño, es decir, inexistente, espectral. Estira la mano para acariciar a la niña, pero no llega a tocarla.

      Se asoma a la puerta del edificio y observa hacia el cielo, tal vez para sopesar las probabilidades de viento, frío, lluvia. Luego mira la tierra. La basura está desplegada por la acera. Alguien movió la bota de yeso y se entretuvo en triturarla.

      Se lanza por fin a la calle, a soportar la agresión del día... Si al menos hubiera alcanzado a lavarse el pelo, esa champa tupida que se le desparrama sin control.

      La mañana se ve sucia. Espera en una esquina. No pasan micros ni tampoco esos camiones a los que autorizan a transportar pasajeros en los días de paro. Nada. Camina cuatro cuadras y alcanza a colgarse de la pisadera de un trolebús.

      La voz del noticiero marca la escalada de las paralizaciones; el tono de las amenazas se hace cada vez más rotundo. Gente y más gente parada en las esquinas, inmóviles, expectantes; también, gente estancada frente a la cortina metálica de un almacén.

      «Parece una ciudad sitiada», piensa Maucho. «Así debió ser el Madrid apretado por los franquistas, el Madrid que vieron Hemingway, Neruda y Huidobro». Siempre quiso ser brillante, principesco, como Huidobro, pero no pasó de poeta aficionado. «Algún día voy a dedicarme en serio a la literatura», se proponía cada cierto tiempo y por años vivió con la sensación de que bastaba que se decidiera a sacar los talentos que tenía guardados, para deslumbrar a todo el mundo. Ahora ni eso, ahora tiene la certeza de que se ha gastado en fervores de poca monta y ya nunca alcanzará a brillar.

      Desaparecen las colas y los peatones congelados en las esquinas. Se abre un paisaje

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