El viaducto. Darío Oses Moya
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va cabalgando un jinete...
Maucho vio a Lavalle y a Vattier echados sobre los respaldos de sus sillas, durmiendo con las caras hacia el cielo y las bocas abiertas. También vio a Braulio que fumaba indiferente, mudo. Pensó que tal vez le disgustaba esa canción y los demás la coreaban sólo para molestarlo. Braulio parecía un cansado ángel de barba negra, vestido con un costoso chaleco altiplánico de lana artesanal. ¿De qué cielo venía? Maucho seguía esforzándose por recordar dónde, cuándo, y cómo se habían conocido.
Braulio Chelén fue el director de aquella serial, «La vida en rosa».
«Le escribí algunos libretos», recordó, «aquel de la familia provinciana que vive en su blanda rutina de intercambio de visitas, que existe para preparar mistelas, cebollines en escabeche, comidas y más comidas, sin reparar en la miseria rural, en la tormenta que se fragua un poco más allá de sus narices. Lo hice bien, me resultó convincente, por eso Braulio me quiere para esta teleserie».
Sí, Braulio procedía de los recuerdos de hacía dos años, de los primeros meses de la U.P., ese tiempo dorado en que la voz del Presidente, las consignas y los gritos sonaban con el timbre limpio de los discos nuevos. Braulio había venido desde esa época perdida y ahí estaba, en la mesa que compartía con otros ángeles de pelo enrulado, una que otra chica jipienta y una bellísima mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Maucho la miró con detención: el color de sus ojos siempre estaba cambiando y su mirada quebraba la luz. Tenía algo de gitana su vestimenta cargada de trapos sueltos que dejaban desnudo un magnífico cuello, apenas cortado por una cadena casi imperceptible de la que colgaba un ídolo de obsidiana. Fue ella quien reparó en Maximiliano y lo invitó a arrimarse a la mesa y a tomarse una de las tazas de café que humeaban por todas partes.
Maucho tragó el café hirviendo y entonces se sintió reconciliado con el mundo. La aparición de Braulio se le antojaba un triunfo postrero de la noche, aunque él aún no se dignaba a dirigirle una sola mirada.
En cuanto terminó el café, que le espantó la vieja borrachera, le ofrecieron un vino magníficamente etiquetado que le infundió una embriaguez nueva, luminosa, recién salida de la botella.
Sólo entonces Maximiliano vio cómo Braulio lo apuntaba con una sonrisa empotrada en la oscuridad de las barbas.
–¿Cómo estás, viejo?
–Bien, muy bien.
–Es bueno saber que alguien esté bien.
–Me dijeron que necesitabas un libretista.
–No sé si lo necesite. Lo que sé es que se nos fundió el que teníamos. Demasiado pituto, política y partusa; el salvaje no dormía jamás. ¡Métale Ritalin, métale coca!, y ahí está con surmenage, encerrado en una pieza oscura.
–Yo podría ayudarte...
–Gracias, viejo, pero no sé si quiero seguir con esto. Dicen que no se puede parar la producción, que es la gran teleserie antiimperialista de los últimos tiempos, que se va a distribuir en toda América, desde México y La Habana hasta el Cabo de Hornos. ¡Pero ha habido tantos problemas!
–Hay que seguir echándole para adelante, compañero –intervino la mujer del colgante de obsidiana.
–Me gustaría terminarla, porque es una de las pocas cosas que podría quedar cuando todo lo demás se vaya a la cresta. La idea es mostrar nuestros afanes, trancas y pifias a través de lo que pasó en otro tiempo. Queremos mirarnos en el espejo de la guerra que perdió en 1891 el Presidente José Manuel Balmaceda...
–Sí, sí, me hablaron de eso... –dijo Maucho
–Lo que tú llamas «eso», o sea nuestra teleserie, tiene un nombre: «En medio de la muerte». Quiero terminarla pero estoy cansado y ya sin ánimos. Si no lo hago yo, debería tomarla otro para que quede un testimonio de nuestros errores, por si alguien aprende algo en el próximo intento de hacer una revolución a la chilena...
–Eres cínico y derrotista –señaló la mujer de los ojos de color cambiante.
–Nada de derrotismo, compañero... Venceremos –dijo Maucho con su tristísima voz estropajosa, y a todos debió parecerles cómico ese triunfalismo tan endeble.
–Entre nosotros sea dicho, viejo, llevamos las de perder –había seguido Braulio– . Quizás esta teleserie sea nuestro canto del cisne... Si es que la hacemos, vamos a tratar que sea un hermoso canto. No puedo asegurarte nada, pero anda a verme mañana, por si acaso... Bueno, son casi las cinco... Anda a verme hoy mismo al estudio. Te espero a las once y media en punto.
–Balmaceda triunfó, compañeros –dijo entonces Maucho–. Balmaceda sólo fue derrotado en el campo de batalla. Apenas sucumbió en Concón y en Placilla. Lo único que consiguieron sus enemigos fue destituirlo y obligarlo a suicidarse. Poca cosa, casi nada. Porque después se fueron cumpliendo sus sueños, uno por uno: surgió una clase media poderosa, los presidentes tuvieron atribuciones para hacer que el Estado tormara las riendas de la industrialización y finalmente, compañeros, se nacionalizaron nuestras riquezas básicas. La Corfo, la Constitución del 25 y la nacionalización del cobre son las victorias de Balmaceda, son la mejor venganza que pudo tomarse el pueblo de las derrotas en los campos de batalla.
Un borracho solitario se levantó allá lejos para aplaudir, mientras Braulio, los ángeles noctumos y la mujer de la mirada de color cambiante empezaban a abrigarse con intenciones de partir.
–Algo de razón tienes –concedió Braulio– . Acuérdate de que hoy día mismo, cuando el sol esté alto, hablaremos...
–¿En Televisión Nacional?
–No, estamos trabajando en otro estudio... Marta, dale la dirección.
La mujer de los ojos inquietantes le alcanzó una tarjeta.
–Tu teleserie está hecha a mi medida, Braulio. Sé más que nadie de Balmaceda. Hace años que vengo siguiéndole la pista. Lo admiro desde el día en que contemplé el viaducto del Malleco...
–Ahora, si te metes en esto, vas a tener que hacerlo a presión. Hay que escribir un capítulo por día... y para nosotros la semana tiene doce días y medio.
Los que acompañaban a Braulio se reían. Maucho optó también por reírse.
–Así es la televisión... –tartamudeó–... Me da un poco de miedo. Uno, mísero guionista, pone en movimiento a actores, escenógrafos, electricistas, productores, camarógrafos...
–Y directores –acotó Braulio.
–Y directores –repitió Maucho– . Toda una maquinaria empieza a caminar, a crujir y eres tú el que la alimenta. Es un tren que se te viene encima y ya no lo puedes parar. ¿Sabían que la locomotora tira a los carros para sacarlos de su reposo inerte, pero después son los carros los que empujan a la locomotora y la máquina gasta más fuerza en parar al tren que en hacerlo caminar?
–Lo mismo que le pasa al Chicho con los ultras –bromeó Braulio.
Habían salido a la calle Bandera. El alumbrado permanecía encendido. Era esa hora rara en que los trasnochadores se confunden con los que madrugan. Pasaban ciclistas cargando atados