El viaducto. Darío Oses Moya

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El viaducto - Darío Oses Moya

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veinte seriales sobre él si me las piden! –concluyó Maucho, categórico, y exigió más vino.

       Tres

      –Cálmate, Maucho. No te acalores. Nadie pone en duda que tú sigues siendo el mejor libretista, el único capaz de terminar esa teleserie tan complicada... –dijo Vattier para tranquilizarlo.

      –Yo diría que es una teleserie infinita –agregó el Tani, conciliador.

      A Maximiliano el vino le infundía rachas de susceptibilidad que pronto se disipaban, de manera que se entregó sin resistencias a las sonrisas amables de los tres que lo invitaban al círculo constituido alrededor de la mesa. Se aferraban a ella como náufragos sobrevivientes de un tiempo en que la ciudad todavía era amable, los cafés resultaban familiares, todos los bohemios se conocían y al despertar, a las cinco o seis de la tarde, comentaban las hazañas perpetradas la noche anterior en el Tabaris, el Goyescas o el Lucerna.

      –Tú eres de los nuestros, Maucho –le dijo Vattier, quien a medida que avanzaba la noche iba recuperando un poco de voz–. En el país está la mansa cagada. La izquierda no afloja, la oposición se endurece y nosotros sabemos en qué trinchera estás. Pero entre amigos, eso da lo mismo. Nos perteneces, Maucho, sigues siendo como un hijo...

      –¡O un hermano menor! –lo interrumpió Lavalle.

      –Vamos –intervino Vattier–. Tenemos que llevarte donde Braulio para que te ponga a trabajar en esa teleserie, y ojalá no se te vayan los humos a la cabeza y nos eches al olvido.

      Maucho hizo el gesto de escribir en el aire sobre un papel invisible para pedir la cuenta y se puso a escarbar en sus bolsillos.

      –No, córtala –trató de detenerlo Vattier–. Aquí pagamos todos.

      –¡No, señores! Yo pago y ustedes me llevan donde Braulio.

      La calle estaba revuelta como si un estadio repleto acabara de vaciarse. Restos de un acto masivo, gente con cascos y colihues, hombres vestidos de overol y pobladoras que ya se habían puesto bajo el brazo los carteles, permanecían en las esquinas o empezaban a subir a los buses que los llevarían de regreso a las comunas suburbanas. La voz de Salvador Allende iba y venía en el reflujo de las radios transistorizadas. Algo grave se cocinaba en Chile –tal vez la dictadura del pueblo, quizás una violenta reacción– y eso le otorgaba a cada día un tinte desquiciado, festivo y heroico.

      Pero esa noche Maximiliano junto con Nacho Vattier, Estanislao Vera y Rudy Lavalle avanzaban por un riel ajeno al de la historia, lejos del ánimo de carnaval y de combate que empa­paba a los hombres desmigajados de la manifestación. La voz de Allende había dejado lugar al himno de la Central Única de Trabajadores, que hacía marcar el paso a los caminantes:

       Yo te doy la vida entera,

       te la doy, te la entrego, compañera.

       Si tú tomas la bandera,

       la bandera de la CUT.

      –«Yo te doy la vida entera» –repitió Maucho–. Es un lugar común del bolero y la tonada: «Mi vida, te doy mi vida». Sólo que ahora la oferta no es amorosa sino revolucionaria.

      –Déjate de filosofar, viejo –señaló Vattier–. Hay que sacarle el poto a la jeringa . ¿Para qué meterse en peleas de perros? Nosotros somos de otra época, de un tiempo sin peleas, cuando izquierdistas y derechistas, clericales y masones se emborrachaban en los asados y terminaban abrazados, cantando «Noche de Ronda».

      Maucho asintió y trató de ausentarse del conflicto que se encaramaba por las amenazas y las consignas.

      –De acuerdo, muchachos –dijo–. Dejemos que los perros ladren. Recompongamos esos viejos trenes de la amistad...

      Fue así como cuatro hombres se pusieron a caminar abrazados, copando el ancho de la vereda, mientras cantaban boleros arcaicos que sonaban como una burla a tanto himno de batalla. El Tani y Vattier, sesentones, ya arrastraban los pies; Lavalle, en cambio, aún sacaba pecho, mientras Maucho, que recién había traspuesto los cincuenta, hizo la prueba de erguirse, de levantar el mentón sin que nadie se diera cuenta, pero los otros no pudieron dejar de mirar de reojo ese repentino porte principesco e intercambiaron guiños que Maucho advirtió, de manera que volvió a dejar caer los hombros y a caminar mirándose las puntas de los pies.

      Los cuatro fueron reconstituyendo huellas sepultadas, deteniéndose en los lugares donde estuvieron los grandes cabarets de antes, ahora tragados por el pavimento. De vez en cuando entraban a alguno de los boliches excesivamente iluminados, acrílicos y asépticos que habían suplantado a los lugares que ellos conocieron, y husmeaban entre las mesas para ver si por ahí encontraban a Braulio, pero como este no aparecía, Maucho determinaba que no podían desperdiciar la parada, así es que se tomaban una botella o dos y conversaban agrandando sus prontuarios de trasnochadores.

      Luego salían otra vez a la calle. La ciudad de la que habían estado hablando ya no existía. Todas sus noches, sus mujeres, sus pérgolas y rosedales habían muerto.

      Pasó un camión lleno de banderas y de gente que cantaba himnos de triunfo. Maucho los saludó con el puño en alto y se adelantó, dejando que los otros siguieran en el ejercicio absurdo de componer los fragmentos de un mundo inexistente.

      «Yo miro hacia el porvenir», se dijo tratando de seguir la sombra del camión que se perdía más allá de los semáforos. Entonces tropezó en una rotura de las baldosas y estuvo a punto de caerse. Vattier y Lavalle vinieron a tomarlo del brazo. El Tani insinuó la conveniencia de conseguir un taxi para irse a la casa del que viviera más cerca, pero Maucho insistió en que había que seguir.

      El vino hizo inciertos los escalones por los que fue bajando hacia el local soterrado, donde se distinguían las chaquetas blancas de los mozos moviéndose entre parejas, grupos y hombres solos, todos oscurecidos, bultos entre la sombra apenas alterada por los pequeños haces de luz que se encendían para ubicar una mesa o examinar las cuentas.

      Maucho tropezó con un hombre de aliento vinoso que acercó su cara a la de él, como para examinarlo de cerca y luego lo abrazó estrepitosamente.

      –¿Qué te habías hecho, viejo perro? –le preguntó.

      Maucho, aturdido, no pudo dejar de corresponder a tanta efusión, por lo que aceptó ese abrazo pegajoso y estuvo un buen rato anudado al hombre desconocido que no quería soltarlo, como un boxeador que amarra al rival para extinguir la distancia que hace eficaces los golpes.

      Cuando se libró anduvo por el local en busca del baño. Entonces alguien lo tomó del brazo. «¿Dónde te habías metido?», le preguntó el Tani. Su cara colorada parecía brillar en la oscuridad.

      –¿Y los otros?

      –Ahí están, dormitando. Encontramos a Braulio.

      Los mozos parecían oler la madrugada. Auscultaban su inminencia en la progresiva transformación de las cosas que iban perdiendo su textura anochecida para cuajar en volúmenes y bordes, en vasos arrojados a la espuma del fregadero, en botellas vacías que van a dar al traspatio y sillas que empiezan a subirse a las mesas.

      La noche líquida se escurría por agujeros y rendijas, y se secaba dejando al descubierto su propio fondo endurecido, donde se precipitaban estragos y desperdicios.

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