El viaducto. Darío Oses Moya

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El viaducto - Darío Oses Moya

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teatralmente.

      –¡Hay que bautizar el libro! –propuso el Tani y chasqueó los dedos con aire de prestidigitador, lo que al momento atrajo un jarro de vino tibio, y así fue como Maucho ingresó en el achispamiento de esa noche en que se derramaron recuerdos de muchas otras noches, de alegrías y lances entre las piernas de tantas amadas ya olvidadas.

      Después se hizo un silencio profundo. Fue entonces cuando Nacho le anunció que Braulio lo necesitaba.

      Viejo querido, tú puedes hacerlo –le dijo con su voz asordinada, llena de humos y de cansancio–. Ya reventaron los guionistas verdes, los pendejos. De todos esos libretistas de pacotilla no queda ni uno en pie. Tú eres sólido. Hazte cargo de esa teleserie y a ver si consigues que me den un papel. Es cierto que no me queda voz, pero ahora con el doblaje pueden hacerse maravillas...

      Maucho se quedó mirando hacia las puertas por donde entraba y salía gente. Era el mismo flujo y reflujo de siempre, pero ahora esa regularidad parecía trizada, a punto de quebrarse. Se acordó de otra noche en que una prostituta que trabajaba al frente, en los hoteles de la calle París, había entrado al Bosco con minifalda y botas. A su paso los hombres aplaudieron. Fue el último homenaje que pudieron tributarle por su consagración a ellos. Esa misma madrugada la degolló un enano. La mujer muerta y tantos otros sucesos iban sumiéndose en un curso continuo, con algunas crecidas que nunca terminaban en desborde. Maucho sentía que ese transcurrir que regulaba sus propios excesos estaba por romperse, porque se anunciaban acontecimientos de una desmesura peligrosa, trastornos que iban a interrumpir o a cortar para siempre el entra y sale de los trasnochadores, de las putas, y los chistes y las anécdotas que se contaban en las mesas. Vació su copa de un trago y llamó al mozo para pedirle otra botella. La posibilidad de seguir renovando la provisión de vino le infundía la sensación de que la vida seguía con su tranco inalterable.

      –Braulio debe andar por ahí –insitió Nacho–. Tal vez se asome otra vez acá al Bosco... y si no podríamos salir a buscarlo.

      –Pero si yo ni siquiera sé para qué me quiere –dijo Maximiliano.

      –¿No has leído los diarios? –le preguntó el Tani–. Es esa teleserie sobre la guerra civil de 1891. Una cosa de locos. Nadie sabe dónde empieza ni dónde termina. Un grupo está filmando las batallas en el norte...

      –¿Y qué monos pinta Braulio?

      –Maneja el argumento central, la parte más importante –aclaró Vattier.

      –Otro equipo partió a Bolivia y Argentina, para filmar la retirada de la división Camus –continuó el Tani.

      –¿Qué es eso?

      –Una división balmacedista que al verse acorralada regresó a Santiago por la sierra, por la pampa. ¿No sabes nada de la guerra civil?

      –¡Claro que sé! –alegó Maucho, picado–. Si me dan ese trabajo puedo hacerlo.

      –Este Maucho... –suspiró el Tani–. Sigue siendo el mismo sabelotodo.

      –Hace tiempo tuve la idea de hacer un libro sobre Balmaceda... –dijo Maximiliano, casi con rabia.

      –Desde que te conozco que vienes contándonos ideas, proyectos, borradores –sentenció el Tani.

      –Esto es más que una idea. Lo empecé cuando la empresa de ferrocarriles nos invitaba a los periodistas, a la gente del teatro y de la radio a conocer Chile, ¿se acuerdan?

      –Sí, eran los trenes de la amistad. Los bautizamos «cirrosis sobre rieles». Ahí viajamos los hombres de verdad. ¿Se acuerdan de Vicenzi, de Gonzalo Orrego, de Bigote Reyes y del octogenario Acario Lisboa?

      Lisboa dormitaba mientras en los andenes se oía el discurso arrastrado entre la carraspera asmática del subsecretario de Transporte: «Los periodistas de Chile parten a conocer Chile, gracias a esta loable iniciativa de la Empresa de Ferrocarriles del Estado».

      En realidad partían a comer, a tomar, a pasarlo bien. El tren iba agarrando velocidad y Maucho miraba por la ventana el paisaje de carros y de fierros muertos, y luego se volvía hacia dentro para encontrarse con Vattier ufano, sedoso como un gato, envuelto en las hilachas del humo de su cigarro. Ahora, entre los humos de Il Bosco, a Maucho le parecía estar viendo a Lavalle, en medio del vagón, canchero, vaso en mano, orquestando con el retintín del hielo dentro del whisky la sarta de chistes con que divertía a los que se aglomeraban en los asientos enfrentados. Maucho volvía a verlo desde una enorme distancia, como si sus gestos hubieran quedado petrificados dentro de un álbum de fotos y sus risas de ahora fueran la resonancia fantasmal de aquellos viajes.

      Se deslizaban a lo largo del país. En cada estación salían a esperarlos con comida, sonrisas y buenas palabras; con el ineludible discurso del alcalde, banquetes en las sedes de leones y rotarios, actos culturales en el Instituto Comercial y recitaciones de acicaladas poetisas. Además, ofrendas líricas, asados a todo campo y escapadas donde unas putas rubicundas, a las que el agente del Banco les había abierto libretas rojas y obsequiado alcancías de latón, banderines y emblemas del ahorro.

      Desde el camino enviaban artículos sobre cualquier cosa que oliera a pintoresca: lanchones maulinos en Curanipe, milagroso poder de sanación de aguas termales del sur de Chile, ancestral artesanía del mate pirograbado y así en cada detención seguían levantando vuelo bandadas de reportajes escritos sobre los manteles entintados con el vino de la sobremesa.

      –Fue una de esas tardes cuando tuve la idea –dice ahora Maucho, y sin dejar de hablar levanta la botella vacía para que el más viejo de los mozos de Il Bosco venga a reemplazarla por otra llena–. Tenía el cuerpo endurecido por la digestión y a través de la modorra veía pasar los volcanes y bosques por la ventana. Y de repente, entre la llovizna y los caseríos pintarrajeados con propaganda de analgésicos, aparece esa tremenda estructura de fierro; era una armazón colosal que permanecía ahí como vestigio de una era perdida.

      Por primera vez Acario Lisboa salió de su letargo y de su rumia de palabras en sordina, y comenzó a hablar a viva voz para hacerse oír entre la sonajera metálica del tren y las conversaciones entrecruzadas.

      –¡El viaducto del Malleco, el sueño del Presidente! –exclamó–. Lo inauguraron cuando yo era niño. Mi padre fue agrimensor y trabajó con los ingenieros de Obras Públicas que vigilaban los ensambles. Se hacía necesario, señores, salvar el pique de más de cien metros que había detenido al ferrocarril central de la Araucanía. Esa era la tierra prometida, el país de la leche, de la madera y del suelo intacto que podía dar el trigo que ya no daban los campos extenuados de más al norte. Y el Presidente insistió en pasar por encima del barranco, porque Balmaceda, señores, creyó en los ferrocarriles.

      –Balmaceda creyó en los ferrocarriles... La frase me quedó sonando –dice ahora Maucho–. Ahí mismo empecé a escribir un artículo que iba a llamarse «Las huellas de un Presidente de acero». Busqué en las páginas de la Guía del Veraneante y encontré tantas cosas: el viaducto sobre el río Traiguén y otros encima del Laja y el Biobío, y esa noche soñé con secciones ferrosas perdidas en el agua, con rieles que soportaban la corrosión persistente de la lluvia, con fragmentos de anclajes y vértebras de puentes, con vías que serpenteaban por desfiladeros y barrancos, y con pilares reblandecidos por enfermedades metalúrgicas. Al despertar me di cuenta de que el tema daba para mucho, que Balmaceda había tenido fe en que los trenes desparramarían la prosperidad por el país, pero que con su derrota en la guerra civil murieron nuestros delirios finiseculares de progreso infinito, y todos esos viaductos ya mohosos eran las únicas señales que iban quedando de un amago de grandeza, de un abortado empujón hacia el progreso

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