El viaducto. Darío Oses Moya

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El viaducto - Darío Oses Moya

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y los estampidos de las bombas remecen el aire, los vidrios de las ventanas y el pavimento precario, que se va diluyendo en fragmentos cada vez más pequeños, hasta morir en una enorme zanja. Una que otra barrera y tarros con mechas encendidas señalan la fisura del Metro en construcción, que quiebra a la ciudad.

      El trolebús queda empantanado y actúa como tapón, detrás del cual se va inmovilizando la procesión de vehículos. Entre los bocinazos se oyen las sirenas de los carros policiales.

      –Hasta aquí no más llegamos –sentencia el chofer.

      Los pasajeros bajan, resignados, y pisan sobre una pasarela de madera que sustituye a la vereda borrada por las fracturas del concreto; permanecen inmóviles, contemplando la humareda que se despliega a pocos metros. Desde el suelo sube la combustión negra de los neumáticos en la que van a hundirse las azuladas estelas de los gases lacrimógenos. Siluetas rematadas en cascos y hombres con los rostros cubiertos emergen de las barricadas, apedrean el cielo y desaparecen detrás de la nube oscura.

      –Son los mineros del cobre –comenta una mujer cargada con el peso de sus mamas tan abundantes como los paquetes que acomoda entre los brazos.

      –No crea, no crea nada –dice un estudiante con barba que lleva un ejemplar del libro Las élites del poder, arrugado, retorcido.

      –Le digo que son, ¿acaso no ha leído las noticias?

      –Son mineros de cartón, supervisores, apitutados que quieren seguir aprovechándose de los privilegios que les dieron los yanquis.

      –¿Qué sabe usted? ¿Acaso es minero?

      – No, ¿y usted?

      –Yo no, pero mi cuñado sí, y vino de Rancagua, y anda aquí con otros mineros, protestando contra tanta porquería.

      –Vieja momia –alcanza a decir el otro antes de echarse a correr, porque el atolladero se ha deshecho y los buses y autos se desbandan, mientras se acerca el carro lanzaagua con la caparazón mordida por miles de piedrazos y suelta el chorro largo contra cualquier grupo que encuentre en el camino, persiguiendo por igual a los manifestantes y contramanifestantes, a los mineros de verdad y a los de mentira, y a los que toman partido por unos y otros e intercambian insultos: upeliento, momia chuchas de tu madre, vieja tetona, acaparadora, hijoeputa, y voh, hijo e’ maraco, cuando digo que no son mineros es porque no son, ya que los trabajadores no pueden estar contra su propio gobierno, entiéndanlo de una vez, ¡no pueden!

      Maucho corre subiendo por colinas de tierra suelta. Sin resuello, con los ojos doloridos por esas lágrimas ácidas que provoca el gas, alcanza a detenerse antes de ir a dar al fondo del precipicio. La mandíbula de una grúa cuelga ahí, a menos de un metro. Se abre y cierra como riéndose de él. Oye un chiflido entre las sirenas ululantes y las detonaciones.

      –Hágase a un lado, amigazo –le dice un operario–. ¿No ve que estamos moviendo material?

      El deslizamiento de la tierra lo atrae hacia el fondo. Apenas puede retroceder para dejarle paso a la grúa que, pisando firme sobre las placas de sus 0rugas, se va descolgando por los desfiladeros que llevan hacia donde se divisan los tractores, inocentes y sabios como escarabajos, que se meten en enjambres por túneles y galerías, arrastrando a su paso haces de cañerías, manojos de raíces, trozos de cimientos y antiguos tajamares.

      Maucho se sienta y se quita los zapatos para botarles la tierra. «El Santiago de 1973 es como el de los tiempos de Balmaceda: una ciudad estremecida por las obras públicas y las peleas políticas», piensa ahora, mientras camina por la ciudad en ruinas.

      Formaciones de bulldozers avanzan entre el cascajo derramado como hojarasca de ladrillo. Parecen tanques pesados, herméticos, ajenos al flujo y reflujo de los manifestantes que intentan ganar calles inexistentes, avenidas sepultadas en la trama de zanjas.

      Vuelven a estallar las bombas. Maucho corre semiahogado, sintiendo que a su paso el suelo se rompe, que postes y semáforos bailan como trompos, que el aire se hace áspero y le quema el esófago y los párpados. Otra detonación y muchas más echan a volar bandadas de proyectiles azules que derraman estelas azufrosas. Los faroles del alumbrado, desprendidos de sus largas patas de zancudo, vuelan como cometas amarillos. Las instalaciones emergen desde sus nichos subterráneos, desmadejadas e inconexas.

      –¿Dónde iremos a cagar? –se lamenta Maucho–. La tierra nos ha devuelto todas las tuberías: las del agua y las de la mierda.

      Intenta aspirar aire sólo para tragar otra bocanada de gas que lo quema por dentro y entonces rueda por la tierra en declive que sigue desmoronándose.

       Cinco

      Mejor hundirse en la tierra y así capear la agresión del gas. Maucho se deja llevar por el declive, cae, siente olor de humedad y raíces. Por encima saltan los proyectiles liberando las nubes que llevan comprimidas. Con cada parpadeo los ojos se le funden en chorros de lágrimas. Tosen y tosen sus bronquios enmohecidos con la nicotina. Sigue deslizándose tierra abajo hasta llegar al fondo de la zanja donde yace una arcaica motoniveladora, llena de tuberías tapadas con tierra, que van desde la caldera hacia el motor y que a veces concluyen en un recodo muerto.

      Decide trepar por la otra vertiente de la excavación y así va a dar a la angosta calle que todavía conserva sus caserones en pie. Camina por el pavimento de adoquines y se sacude la tierra. Los estampidos de los taladros y sus compresoras, así como las sirenas de los carros lanzaagua y el griterío de los manifestantes llegan atenuados, como un sonido de hojas raspadas por el viento. Aquí el rumor de la batalla ni siquiera alcanza a alterar a las palomas que vigilan el sueño de un viejo cuya cabeza cuelga del respaldo de un escaño y recibe en la cara el poco sol que se filtra entre las nubes.

      Se esfuerza en mirar las placas de bronce ennegrecidas, puestas junto a las puertas provistas de golpeadores en forma de botitas. Por fin da con el número, la puerta está entreabierta y Maucho se desliza dentro hacia la oscuridad que alivia sus párpados irritados. Buscando la sombra más profunda, entra en el bosque de maderas aserradas que exhalan olor de resina fresca.

      Supone que esa complicada estructura ha de sostener algo grande y, en efecto, poco más allá el pasadizo desemboca en un recinto enorme, donde las maderas soportan sus propias máscaras: fachadas de cartón recubierto de felpas y molduras, réplicas de revestimientos de caoba y simulaciones de artesonados magníficos que le traen el recuerdo de las mansiones señoriales donde pasó su infancia. Tropieza con manojos de cables. Dos haces de poderosa luz se encienden como para mostrarle el camino. Ve a unos carpinteros que enfundan sus serruchos e intercambian cigarros. Los cilindros de luz descubren bastidores abandonados, tabiques de una habitación inconclusa. Más allá, hacia el centro, divisa un sofá de cuero, cortinas que caen desde un punto que se hace invisible en la altura y un escritorio que por el espesor de sus cuadernas parece inamovible.

      Sobre el escritorio alcanza a ver, a contraluz, la figura encorvada de Braulio. Cuando la iluminación se hace llena, plateada, como la de la luna, Braulio reaparece, macizo, triste, en mangas de camisa, con las cejas y las alas caídas, sentado sobre el borde de la mesa. A Braulio, que parece soportar el peso de toda aquella utilería palaciega, lo aplasta la vanidad de un siglo entero. A su alrededor pululan estadistas mustios, ministros agotados, militares que lucen condecoraciones opacas, señorones y damas, todos empantanados en el abatimiento. Hombres y mujeres se soplan palabras al oído, como si intercambiaran condolencias, y luego recobran sus estaturas almidonadas.

      Dos ujieres que llevan las libreas desabrochadas dan un largo paseo por el perímetro de la sala, como si fueran a ejecutar

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