El viaducto. Darío Oses Moya

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El viaducto - Darío Oses Moya

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allí, simétricos, comentando quizás la gravedad de los sucesos que conmueven al resto de la concurrencia.

      Tres mozos recorren los grupos, moviendo los brazos como si ofrecieran vino en bandejas invisibles. Parecen abejorros que van llevando intrigas desde un corrillo al otro, propagando un escándalo que revienta en risas y exclamaciones.

      Braulio se ve cada vez más fastidiado en medio de esa corte de personajes pomposos que lo cogen de un brazo y que le acercan sus caras al oído. Muestra intenciones de irse, pero entonces lo cercan, lo empujan suavemente y terminan por sentarlo en el sillón situado tras el escritorio, frente al magnífico aparato de escritura compuesto por dos plumas de ganso, clavadas a manera de banderillas sobre el lomo de un tintero con forma de toro.

      Braulio desprende el triste bolígrafo del bolsillo de su camisa y se lo lleva a la boca, pensativo. Desde lejos parece un enfermo midiéndose la fiebre. Maximiliano intenta ponerse dentro del campo que recorre su mirada para mostrarse y decirle: «Aquí estoy, Braulio, vengo a ponerme a tu disposición para el trabajo aquel...».

      Pero los ojos de Braulio están perdidos, flotando por encima del secreteo de los señorones de colero y levita, de los peinados semideshechos de las damas que se abanican aflojando los vestidos que les ciñen el talle y de los uniformados reunidos en torno al general calvo y barbón que gesticula con vehemencia.

      El salón está repleto. Crece el calor atizado por las lámparas que arden en las parrillas suspendidas del cielo.

      El general infla el pecho acribillado de condecoraciones; la transpiración que le moja la calva amenaza con escurrirse y fundir la tintura puesta para resaltar las duras líneas de las cejas, se abanica tres veces con el bicornio emplumado que luego sostiene en el antebrazo, golpea los tacos y trata de improvisar una arenga, pero nadie le hace caso. Las mujeres, que también traspiran, liberadas de corsés y de lacitos, con los vestidos sueltos, parecen desvergonzadas prostitutas que se ríen de los hombres, especialmente del general que las señala acusador con la punta del bicornio.

      Maucho se acerca hasta los monitores que parpadean en un rincón del estudio y ve la escena descompuesta en varias tomas encuadradas en la hilera de pantallas minúsculas. Todo parece más verdadero ahí en blanco y negro. Los detalles disonantes de la escenografía, el maquillaje excesivo de los militares y la textura áspera del decorado de cartón y madera aglomerada se atenúan en la gama de los grises. Las imágenes se acercan y se alejan. Ahí está el rostro de Braulio, el primer plano de un hombre compungido. Las cámaras están encendidas y alguien juega con ellas trayendo expresiones cercanas de señores y lacayos, de soldados que se escarban las narices, de obispos que contienen un eructo, del ministro que pellizca el trasero de una matrona que responde ejecutando una araña patas arriba con su mano enredada en anillos y pedrería falsa.

      «Todo es mentira», piensa Maucho. «Lo único verdadero aquí es la aflicción de Braulio».

      Camina hacia el gentío, avanzando tan silenciosamente como un movimiento de cámara. Sus ojos, todavía irritados, van captando a esos hombres y mujeres que le abren camino inclinándose levemente. La sobrecarga de colores de trajes y rostros le parece escandalosa. Trata de imaginarlos cubiertos con la pátina del blanco y negro, para restituir a la escena la compostura glacial que atisbó en las pantallas.

      El mayordomo hace una mueca de mando y los bedeles se abotonan apresuradamente las libreas.

      –¡Aquí lo tenemos! –anuncia un caballero–. ¡Mírenle la chasca y los ojos desorbitados! ¡Vengan a ver su bigote de brocha gorda!

      –¡Es él! –corroboran los demás.

      Braulio, sonriente, se levanta del escritorio y viene a darle la mano.

      –¡Qué tal, Maucho!

      –Bien, Braulio. Aquí me tienes. Ya estoy repuesto.

      –Llegaste tarde.

      –Perdona. Me costó venir. Hay paro de locomoción, tú sabes. Allá afuera las papas queman. No encontré ningún puente y tuve que escalar la excavación del Metro.

      –Quiero decir que llegaste en mal momento. La obra tiene yeta. La gran teleserie de América hace agua por todos lados. No se puede trabajar así. Me impusieron una gran cantidad de actores y asistentes. Después se me revienta el libretista...

      –Ya hablamos de eso. Vengo a hacerte los libretos. Estoy disponible; mejor aún, dispuesto. Dejé todos los trabajos que tenía para dedicarme por completo a esta serie –miente Maucho.

      –Olvídate de los libretos –dice Braulio–, olvidémonos de la teleserie y cada uno para su casa.

      –¡No nos podemos olvidar, huevón! –dice un cura de sotana y teja–. Me he aprendido diez capítulos de memoria.

      –Hay una tremenda producción comprometida, Braulio –recuerda con su voz perturbadora la mujer de los ojos de color cambiante que ha emergido, envuelta en una estola artesanal, en medio de la multitud decimonónica.

      Braulio deja caer las manos, desalentado.

      –Si alguien puede seguir con la producción, que se haga cargo del buque –declara–. Yo renuncio. Lo único que quiero es dormir, dormir y dormir. De vez en cuando haré un comercial, cosas sencillas, sin un elenco de actores del P.S., del P.C. y del MAPU, que se turnan para ir a asambleas y marchas por esto y por lo otro, y que hacen imposible que se cumplan los programas de grabación.

      –¡Eso ya está arreglado! –afirma el general calvo– . Me parece que nos comprometimos a acatar los horarios de ensayos y grabaciones. ¡Para qué seguir dándole vuelta a lo mismo, Braulio, por la cresta!

      –Todos estamos contigo –dice un obispo en elevado tono pastoral–. Te encontramos razón y pospondremos nuestras obligaciones gremiales para sacar adelante la teleserie.

      –Yo también estoy contigo –balbucea Maucho.

      –Gracias –le contesta Braulio–. Si vieras los problemas que hemos tenido. Para más recachas metieron preso al Pato Andrade. Le encontraron un arsenalito en su casa allá en Maipú. Parece que no era ninguna cosa del otro mundo: un par de fusiles Aka, dos o tres armas cortas, explosivos y parque. Pero los jueces se han puesto tan jodidos... y Andrade es Balmaceda y sin Balmaceda, ¿cómo quieren que hagamos la teleserie?

      –No seas pendejo! –clama con furia tribunicia uno de los señores con empaque de parlamentario–. ¡Te cagas entero frente a cualquiera dificultad!

      –¿Quieres dejarnos a todos en la calle? –pregunta implorante un hombre rubio de anchos hombros e impresionante porte patronal.

      –«En medio de la muerte» es nuestra obra –dice declamatoria una de las damas, que se había aflojado las cintitas del corsé y que lanzaba aire con el abanico dentro de su escote.

      –Está vendida a varios países –recuerda la mujer de los ojos de color cambiante–. Y hasta nos adelantaron plata que ya se gastó en la producción.

      –¿Y qué quieren que haga yo sin José Manuel Balmaceda?

      –pregunta Braulio, patético, poniéndose la mano en el pecho.

      –Pero si aquí tenemos al hombre –dice el cura de sotana y teja mientras empieza a escarmenar la melena de Maucho, endurecida por la tierra y los residuos del gas lacrimógeno.

      –En

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