Chiribiquete. Carlos Castaño-Uribe
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Las exploraciones de los últimos 30 años en el sitio han sido extremadamente cuidadosas y detalladas, para poder obtener la mayor cantidad posible de información en condiciones muy difíciles y peligrosas. Fotografía: Jorge Mario Álvarez Arango.
SOBRE LA ARQUEOLOGÍA SIN ARTEFACTOS DE PIEDRA. Como arqueólogo formado en Suramérica, entiendo la práctica de la arqueología como una disciplina que se fundamenta en la antropología, es decir, que busca entender el funcionamiento de las culturas y sociedades del pasado. No es solamente una disciplina que organiza datos estadísticos a partir de objetos materiales como fin último, como asumen algunos. Estas son herramientas que se aplican para analizar los artefactos que excavamos, a lo que se añade la cronología, con base en el estudio de la estratigrafía natural y el concepto de cambio a lo largo del tiempo. Si transferimos estas ideas a Chiribiquete, veremos que nos han de servir para comprender mejor un contexto más amplio, esto es, la relación que pudo existir entre los pictogramas, las evidencias que hallamos en el suelo (por ejemplo, objetos de piedra con sus atributos o rasgos) y la posible conexión entre todas estas cosas para interpretar la historia pasada del territorio.
Hasta la fecha, no hemos encontrado en Chiribiquete ningún tipo de evidencia material arqueológica de presencia humana –es decir, de objetos hallados bajo tierra– ni los restos óseos de los artífices pictóricos. Tampoco, sus armas. Resulta curioso, por decir lo menos, que en 63 sitios donde hemos llevado a cabo excavaciones arqueológicas en treinta años de esfuerzos profesionales, solo los dibujos y las evidencias de un ritual relacionado con el dibujo de los murales y el uso recurrente de los mismos, sea la única evidencia real y confiable que tenemos. No hay herramientas, armas, ni puntas de piedra de proyectiles. Este aspecto resulta curioso y no necesariamente sutil, puesto que en lugares próximos a Chiribiquete (Macarena, Lindosa y Tunahí), relacionados con esta misma tradición cultural, tuvimos en años anteriores oportunidad de realizar prospecciones arqueológicas en sitios –que en ese momento sabíamos que no estaban alterados por la intervención transformadora del hombre moderno– y en algunos abrigos con pinturas encontramos artefactos de piedra superficiales (lascas filudas y cortantes, núcleos y percutores con evidencias de uso, huesos usados como punzones, por mencionar algunos ejemplos) y, por supuesto, también dentro del suelo culturalmente apto, con relativa facilidad. En Chiribiquete hay, eso sí, una evidencia extraordinaria y documental de su cultura pictórica y de su gran proyección espiritual y guerrera en los dibujos; tenemos un marco amplio de fechas y la evidencia de algunos de sus rituales, en muchos abrigos, que nunca sirvieron de campamento de caza o de uso doméstico. El carácter ritual lo sabemos gracias al uso que hicieron de materiales básicos de utillaje, como madera, fibras vegetales y preparación de colorantes, pero, sobre todo, a las huellas de un uso netamente ceremonial sobre las paredes, los pisos rocosos y por el lenguaje propio de los sitios escogidos e inaccesibles para atender estas prácticas.
La evidencia de los suelos culturales de Chiribiquete es muy escasa y en todos los casos se relaciona con actividades rituales. Fotografía: Jorge Mario Álvarez Arango.
La evidencia esparcida de la existencia de los hombres jaguar en esta serranía y en múltiples sitios con arte rupestre en Colombia y buena parte del Neotrópico –una inmensa región biogeográfica que abarca desde México hasta Argentina, territorio que, además, coincide con el área de distribución del jaguar en Centro y Suramérica– nos habla de los primeros y verdaderos conquistadores de estas regiones. Su historia es fascinante pero desconocida; y a pesar de que se esperaría que tuviesen alguna relación con los muy antiguos cazadores y recolectores que habitaron la Siberia, de quienes seguramente se originaron hace muchísimos milenios, esta idea no parece encajar del todo bien.
Poco o nada se sabe de la etnografía cultural de los paleoindígenas neotropicales. Parece que buena parte de su historia fue muy anterior a la época de la tecnología lítica de puntas de proyectil, un desarrollo tecnológico que la arqueología ha considerado como fundamental para la adaptación cultural del hombre temprano. En las Américas, se acepta el hecho de que los cazadores y recolectores irrumpieron en el continente ya con una tecnología desarrollada. Según sus características tecnológicas, hemos bautizado estas puntas de proyectiles con nombres como Clovis, Folsom y Sandia1, fabricadas con materiales líticos o de vidrio volcánico como la obsidiana. Para muchos científicos, la presencia del hombre americano temprano está necesariamente asociada a la evidencia de materiales que, como los artefactos de piedra, han perdurado por miles de años para llegar hasta nuestros días, bien sea enterrados bajo la superficie o, incluso, muchas veces encima de ella. Esto último, sin embargo, puede confundir al arqueólogo porque no siempre le permite saber si lo que está observando es antiguo o reciente. El poblamiento humano del continente americano se originó en el este de Asia, cuando por el bajo nivel del mar, debido a las glaciaciones, quedó al descubierto un “puente” de tierra entre los dos continentes. Este puente fue el conocido estrecho de Bering. Las glaciaciones fueron varias. Pero la última, conocida con el nombre de Würm en Europa y su correspondiente Wisconsin en América del Norte, permitió el movimiento de gente y animales hace 30.000 a 10.000 años. La arqueología lo ha demostrado. Las evidencias arqueológicas documentan los vestigios de estos primeros cazadores que entraron desde el noreste de Siberia, y siguen su pista por las gélidas tierras de Alaska entre 20.000 y 13.000 años antes de nuestra era. Para entonces, el hombre biológicamente moderno –Homo sapiens– ya había llegado a Australia por vía marítima, y también a la cuenca del Mediterráneo, Europa y Asia, donde las pruebas de su presencia son superiores a 35.000 o 50.000 años. Este es un período que la arqueología conoce como Período Paleolítico, pues la tecnología se basaba en el uso de la piedra con diferentes grados de desarrollo tecnológico.
En muchos de los abrigos rocosos la evidencia está especialmente en los murales pictóricos que, a menudo, son muy difíciles de detectar. Fotografía: Jorge Mario Álvarez Arango.
Este momento coincide con la expansión del hombre moderno hacia el norte de Europa y con los primeros asentamientos de cazadores en el noreste de Siberia, que datan entre 18.000 y 15.000 años. Los yacimientos arqueológicos excavados en Alaska, como Bluefish, Dry Creek y Akmak, han permitido ampliar el horizonte temporal más allá de los 14.000 a 9.000 años de nuestra era que la ciencia había establecido como las fechas límite más antiguas que documentaban el uso de artefactos y herramientas parecidas a las de la Tradición de Dyukhtai de Siberia, especialmente artefactos, como puntas de proyectil2. Hoy día se perfila, cada vez más, la evidencia de hombres tempranos (30.000-15.000 años) “asentados” en campamento y cotos de caza usados por un año seguido en el mismo sitio, en la Patagonia chilena, donde, además de encontrar fechas realmente antiguas, demuestran su independencia cultural de los horizontes Clovis y Sandia que entraron por el estrecho de Bering (Dillehay, et al., 2015)3.
Las investigaciones arqueológicas de los últimos diez años, llevadas a cabo en Alaska por arqueólogos del Departamento de Antropología de la Universidad de Montreal (Canadá) y de la Universidad de Oxford (Reino Unido), basadas en las excavaciones anteriores del arqueólogo Jacques de Cinq-Mars (1978-1980), han permitido ampliar considerablemente la limitada visión cronológica del hombre americano, como demuestran los resultados de los análisis de artefactos y evidencias del uso humano de huesos de mamut y otras especies de fauna pleistocénica, excavados en la cueva