Constitucionalismo, pasado, presente y futuro. Jorge Portocarrero

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Constitucionalismo, pasado, presente y futuro - Jorge Portocarrero

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predominio partidario al momento de elegir al personal, los funcionarios elegidos no sitúen la lealtad a sus partidos por encima de la lógica de las respectivas áreas en donde ejercen sus funciones. La constitución hace esto principalmente mediante el aseguramiento de una administración pública neutra, la vinculación de la administración a la ley y la independencia judicial. Todo esto hace que la penetración de la política partidaria a nivel de los titulares de cargos públicos y el aprovechamiento de las cadenas de mando estatales con fines partidarios sean ilegales70. De este modo, la constitución confiere una posición jurídica sólida a quienes deseen actuar correctamente en su función resistiéndose a cualquier presión. El mantenimiento de la distancia respecto de los partidos políticos no depende de un esfuerzo moral especial del individuo, sino que está garantizado institucionalmente en el sistema.

      La división entre la esfera estatal y la esfera privada, que es intrínseca al constitucionalismo, se ve socavada aún más por el hecho de que el Estado dependa cada vez más de la cooperación de los actores particulares para el cumplimiento de sus tareas de bienestar71. Las tareas de estructurar el orden y asegurar el futuro se niegan en gran medida a someterse a los medios estatales de mandato y coerción. En ciertos casos el uso de medios imperativos es fácticamente imposible, dado que los objetos de regulación no están sujetos una regulación específica. Así, por ejemplo, los resultados de investigaciones, el crecimiento económico o los cambios de mentalidad no se dejan controlar mediante mandatos u órdenes. Ciertamente en algunos casos esto es incluso jurídicamente inadmisible debido a que los derechos fundamentales garantizan el libre albedrío o la discrecionalidad de los actores sociales. Disposiciones estatales que exijan realizar inversiones económicas, órdenes dirigidas a la contratación de trabajadores o mandatos que obliguen a consumir determinados productos o servicios son acciones que no estarían protegidas por la constitución. En algunos casos esto sería posible y admisible, pero no sería oportuno, y ello se debe a que el Estado carece de la información necesaria para elaborar programas eficaces de control imperativo o a que los costos para implementar un derecho imperativo son muy elevados.

      Por ello, desde hace mucho tiempo el Estado despliega en estas áreas únicamente medios indirectos de motivación, generalmente económicos, tales como incentivos y disuasiones, que tienen por objeto alentar a los destinatarios de su control a tener voluntariamente en cuenta las exigencias de bienestar público establecidas por el Estado. Sin embargo, el Estado abandona con ello su posición de ente ejecutor del poder político en interés del bien común, y pasa a ocupar un lugar en el nivel de los actores privados. En este sentido, el Estado hace que la realización de los fines públicos dependa de la aquiescencia privada. Esto da a los actores privados una posición de veto frente al Estado, hecho que aumenta considerablemente sus posibilidades de hacer valer sus propios intereses frente a los intereses del bien común. Sin embargo, por regla general, la posición de veto no se expresa como una denegación, sino en la voluntad de cooperación, que el Estado debe, por supuesto, recompensar, motu proprio, mediante adaptaciones en su programa de control.

      El Estado ha respondido a esta nueva situación estableciendo sistemas de negociación que concilian los intereses públicos y los privados. En estos casos, a veces, el proceso de formación de la voluntad estatal referido a las necesidades del bien común es seguido por una etapa de negociación con quienes generan precisamente los problemas. Tales negociaciones abordan la cuestión de sobre hasta qué punto se puede lograr el objetivo de bienestar sin incrementar excesivamente la necesidad de dinero o de consenso. Sin embargo, a veces el Estado se limita a definir un problema que requiere una solución en interés del bienestar general, pero deja la solución a la negociación. Estas conducen o bien a acuerdos entre el Estado y los actores privados sobre el contenido de la regulación o bien a que el Estado renuncie a regular una determinada área a cambio de compromisos de buen comportamiento por parte de la contraparte privada72. La ley actúa entonces sólo como un medio de amenaza cuyo objeto consiste en exigir mayores concesiones a los privados. La ventaja para el sector privado reside en unas condiciones más benignas; el sector estatal, por su parte, o bien obtiene información fiscal relevante o bien ahorra en costos de implementación.

      Aunque los acuerdos de este tipo siguen siendo informales, sólo pueden lograr el efecto deseado si ambas partes se sienten efectivamente vinculadas por tales acuerdos. Debido a este tipo de vinculación no se puede entender este proceso recurriendo a categorías basadas en la influencia, sino mediante categorías basadas en la participación. Sin embargo, esto socava estándares de racionalidad esenciales, que han sido implementados por la constitución en aras de la legitimidad en el ejercicio del poder político73. Por un lado, existen privados que ya no se limitan a la condición general de ciudadanos electores, participantes en el debate público, o representantes de sus propios intereses, sino que participan por sí mismos en el proceso de formación de la voluntad estatal, sin por ello encontrarse incluidos en el contexto de legitimación y responsabilidad democrática –el cual sí que es vinculante para todo titular del poder público–. Por otro lado, las propias instancias de toma de decisión previstas por la constitución pierden relevancia en la medida en que el Estado opta por sistemas de negociación.

      Las repercusiones afectan en primer lugar a las instancias de creación legislativa, es decir, al parlamento. En efecto, el parlamento no participa en las negociaciones. Estas siempre son efectuadas, en el lado del Estado, por el gobierno. Si de las negociaciones surge un proyecto de ley, la aprobación de tal resultado depende exclusivamente de la decisión parlamentaria. Sin embargo, el parlamento se encuentra en una situación de ratificación que es similar a aquella prevista para decidir sobre la aprobación de tratados internacionales, es decir, sólo puede aceptar o rechazar el resultado de las negociaciones, mas no rediseñarlo. A diferencia del caso de los tratados internacionales, en las negociaciones el ámbito de discrecionalidad del parlamento se limita sólo a lo fáctico, no a lo jurídico. Sin embargo, la limitación no surte efectos menos perentorios, dado que cualquier otra intervención modificadora podría poner en peligro el resultado general de la negociación. Si en las negociaciones se acuerda una exención de regulación, el parlamento no desempeña papel alguno. Ciertamente, la eliminación de una regulación por parte del gobierno no puede impedir que éste haga uso de su iniciativa legislativa. Sin embargo, de tener éxito esta acción, la mayoría que apoya al gobierno tendría que desaprobar dicho accionar, lo cual es poco probable.

      Con el declive del parlamento también decaen aquellas ventajas que precisamente son brindadas por la etapa parlamentaria del proceso legislativo. Una de estas ventajas es el debate público, en el que la necesidad, el propósito y los medios de un proyecto deben justificarse y someterse a críticas. Esto también permite que el público adopte una posición e influya en el procedimiento. Esto es especialmente importante para los grupos cuya opinión no se consultó en la fase preparatoria. Si, por otra parte, de las negociaciones entre el gobierno y los privados surge un proyecto de ley que tiene que pasar por el procedimiento parlamentario, el debate parlamentario puede llevarse a cabo. Sin embargo, este debate carece de fuerza como para conectar al discurso social con el discurso estatal. Esto se debe a que el resultado de la negociación es fijo, el debate ya no proporciona un foro que permita al público dar cuenta de los intereses desatendidos o hacer valer sus propias opiniones.

      Estas debilidades persisten bien en el contenido de la ley o bien en su sustrato informal (los compromisos voluntarios de los actores privados). Por lo general no se alcanza un grado suficiente de reconocimiento general, que actúa como base para la legitimación Las negociaciones no se llevan a cabo con todos los afectados, sino sólo con los titulares de las posiciones de veto. Los intereses de éstos últimos tienen una mayor oportunidad de ser tomados en cuenta, debido no sólo a la fuerza acumulada en la fase preestatal, sino también al procedimiento proporcionado por el Estado. Todo esto favorece a las posiciones sociales de poder, que la regulación constitucional sobre el proceso legislativo deseaba neutralizar. Ahí donde constitucionalmente el principio de estricta igualdad tiene validez, se forman en realidad privilegios. En la misma medida las elecciones pierden importancia, dado que ellas ya no distribuyen a exclusividad los pesos políticos en el proceso legislativo. Finalmente, cuando no existen ni un objeto

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