La pareja imperfecta. Mariolina Ceriotti Migliarese

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La pareja imperfecta - Mariolina Ceriotti Migliarese Claves

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se puede comprender cuando ha terminado.

      Esta limitación de la palabra es, al mismo tiempo, la razón de su fuerza, porque precisamente esta lentitud, esta necesidad de elegir, esta necesidad inevitable de encontrar un orden y una secuencia sirven como guía para profundizar en el pensamiento, hacen que este sea posible y lo estructuran.

      Pero la lentitud, hoy en día, es un elemento problemático: vivimos en un tiempo de velocidad e impaciencia, porque el uso de las máquinas ha hecho increíblemente veloz una gran cantidad de operaciones que antes eran lentas. Nos predisponen a la rapidez, y la reclamamos en todo caso. Así el lenguaje, que necesita tiempo para poder ser dicho y entendido, cae progresivamente en desgracia, aunque parezca lo contrario: en efecto, asistimos a un gran ruido de palabras, pero el lenguaje ya no es el vehículo privilegiado de lo que creemos y pensamos, ya no es lo que más contribuye a crear opiniones y construir un consenso en torno a ellas.

      Observemos con atención un debate televisivo. Entre dos contendientes, quien se lleva la mejor parte muchas veces no es el más lógico, el más coherente en el razonamiento, el más documentado, sino el más simpático, el que tiene capacidad de transmitir imágenes más fuertes, o todavía mejor: el que es capaz de hacer referencia con mayor convicción a elementos emotivos que hagan resonar en nosotros las cuerdas de la afectividad, más que las del pensamiento. Por este motivo tienen tanto impacto los relatos de casos personales, que muchas veces se usan intencionada e incorrectamente para avalar tesis complejas y de carácter general. Un eslogan bien acuñado tiene una eficacia muy superior que un razonamiento profundo pero complejo, y tiende a fijarse sólidamente en nosotros, sobre todo cuando va acompañado por un adecuado adorno emotivo.

      Todos sabemos que la nuestra es la civilización de la imagen, y lo aceptamos. Pero tal vez no hemos reflexionado con suficiente profundidad sobre el significado de vivir de imágenes, y sobre las consecuencias que tiene en nuestras vidas esta full immersion en el mundo visual.

      La principal característica de las imágenes es su capacidad de transmitir de una forma sintética y, por tanto, rapidísima, una gran cantidad de informaciones, significados y emociones, sin plantear siquiera el problema de darles un orden o una prioridad. Explicar una cosa por medio de la palabra requiere tiempo y paciencia por partes de quien procura explicarse y por quien escucha. Las cosas solo se pueden decir de una en una, según un cierto orden. El lenguaje solo permite transmitir la complejidad siguiendo una línea ordenada de informaciones sucesivas.

      En cambio, mediante el uso de las imágenes, es posible ver contenidos entre sí contradictorios; se pueden expresar simultáneamente, sin que la mente pueda analizarlos o darles un orden claro.

      Las imágenes nos impactan y se fijan en nuestra emotividad con una fuerza impensable para la palabra: aquí radica su riqueza, y también su limitación.

      Cualquiera que haya tenido la experiencia de relatar e interpretar uno de sus sueños sabrá a qué me refiero: el sueño concentra en pocas imágenes tal densidad de significados que, a veces, llegar al origen de un solo sueño puede requerir varias sesiones.

      Podríamos afirmar que nuestra realidad se forma en torno a las imágenes que tenemos. Por eso, el modo en el que se nos presentan las cosas puede modificar insensiblemente nuestro modo de sentir y de pensar el mundo, sin pasar por la medida crítica de nuestro pensamiento mediado por el lenguaje. Solamente se realiza un cambio en el aura emotiva que rodea cada cosa y que se transmite precisamente por la potencia sintética de las imágenes.

      El impacto de este cambio es especialmente fuerte para las nuevas generaciones, en quienes es menos significativo el corrector natural de usar instrumentos de la palabra, como libros o periódicos. Los jóvenes de hoy leen poco y están poco acostumbrados a la escucha; es suficiente hablar con los profesores para oír quejas sobre los problemas de atención y la creciente dificultad para expresar de modo coherente su pensamiento, tanto en forma escrita como oral. Los temas son cada vez más pobres en ideas y en palabras, porque el vocabulario medio siempre se ajusta al nivel de la enseñanza.

      Tristemente, escasean los adultos dispuestos a invertir su tiempo en hablar con los jóvenes, y son menos aún los que tienen paciencia para escuchar sus intentos, a menudo indecisos, pero importantes, de articular su pensamiento: nada hay más valioso que detenerse para dejarles expresar su pensamiento en construcción, entre “pero”, “si” y “bueno”. En lugar de eso, nos parece que resolvemos el problema de su falta de atención y motivación haciendo las clases cada vez más vivaces y divertidas, aumentando el uso de recursos visuales, y disminuyendo la escucha. Sería indispensable volver a lograr que se apasionen por la palabra desde la infancia, hacerles gustar la belleza de ser escuchados y de escuchar; para ello, hay que empezar por los más pequeños, con el relato de cuentos, muy diferente del visionado de dibujos animados, por bonitos que sean. A diferencia de la visión, la escucha puede poner en movimiento la producción de imágenes nuestras, que proceden de nuestro mundo interior y que nos enriquecen.

      La emotividad es una riqueza muy grande, de la que somos deudores también en este mundo de las imágenes. Pero para que esta riqueza no se disperse y nos arrase, es indispensable contar con instrumentos para decodificarla y canalizarla, y el instrumento indispensable es nuestra capacidad de pensar.

      Llegados a este punto, podemos afirmar que en los últimos decenios hemos cambiado nuestras imágenes mentales y nuestro modo de “sentir” sobre muchos temas fundamentales. Muchas de nuestras opiniones sobre el matrimonio, la familia, la identidad sexual, el valor del cuerpo y del sexo, el valor de la vida y de la persona, se han ido formando más por sugestiones progresivas que por una reflexión verdadera y profunda, que nos haya conducido a conclusiones bien fundamentadas. Episodios como los que he reflejado al principio del capítulo se comprenden mejor desde esta lógica: cuando tratamos temas de valor ético, nos vemos en un aprieto, entre contradicciones extrañas; cuando se nos pide que demos razón de nuestras opiniones, no somos capaces de encontrar la claridad necesaria.

      Surgen así paradojas que deberían hacernos reflexionar. Por poner un ejemplo: está al orden del día la preocupación por los comportamientos juveniles desviados y por las diversas formas de transgresión de la adolescencia; todos los estudios, ya sean de tipo sociológico o psicológico, invariablemente concluyen que la gran mayoría de los chicos problemáticos procede de núcleos familiares desestructurados, o poco capaces de desempeñar su papel educativo. De la misma forma, es experiencia común entre los terapeutas que las separaciones, traiciones, la construcción de núcleos familiares dobles, no constituyen en absoluto sucesos neutros, sino que propician momentos de contradicción y sufrimiento, especialmente para los más pequeños. Difícilmente se producen sin interrumpir la continuidad educativa y su coherencia.

      Lo lógico sería que a esto siguiera un impulso social hacia la preservación de los vínculos, un apoyo también cultural a la estabilidad de la pareja y una puesta en guardia respecto a la seriedad del problema. En cambio, proliferan las transmisiones televisivas agradables, simpáticas y atractivas que presentan situaciones de separación, familias ampliadas, adultos que se aceptan y se dejan. Aparentemente, nada de esto provoca traumas o dificultades; todo lo contrario, a través de estas situaciones se parece insinuar que las elecciones orientadas al cambio son fuente de vitalidad y de alegría para todas las personas implicadas, empezando por los niños, que gozan de la presencia de muchos adultos diferentes igualmente dispuestos a quererles. Además, implícitamente nos induce a pensar que la situación responde a la exigencia de expresar relaciones auténticas. No obstante, no se declara que, cuando una relación entra en crisis, es mucho más honesto y útil ante los hijos reconocer su final e interrumpirla sin dramas.

      Se trata de una imagen fácil, reconfortante y mejor, sin duda, de la que muchas familias actuales tienen sobre sí mismas: demasiado limitadas por la presencia de un solo hijo, aisladas por el alejamiento de los abuelos y de otros parientes, poco alegres y muchas veces demasiado silenciosas. Estas familias solo pueden considerar envidiable el alegre

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