La pareja imperfecta. Mariolina Ceriotti Migliarese

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La pareja imperfecta - Mariolina Ceriotti Migliarese Claves

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de los padres es, en sí misma, un mal para los hijos.

      Entre nosotros, ¿quién sigue defendiendo que, salvo excepciones de especial gravedad, lo mejor para los hijos siempre es tener padres tal vez un poco conflictivos, quizá no siempre sonrientes, pero decididos a quererse siempre, en el bien y el mal, y también en las imperfecciones de su relación?

      2.

      EL CUERPO

      Ser carne

      El cuerpo es el primer y gran protagonista del matrimonio.

      La Biblia pone en labios de Adán una exclamación que define la relación entre el hombre y la mujer que Dios pone a su lado: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2,23). Y el texto continúa con unas palabras famosas: «Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne».

      Estas palabras solo son sencillas aparentemente, y conducen a una reflexión interminable, porque sintetizan al máximo todo lo que hay que saber sobre el matrimonio. Se trata de una relación singular que requiere capacidades nada obvias: la de entender la propia condición de hombre o de mujer; la de “abandonar al padre y a la madre”, con todo lo que supone esta afirmación para la maduración psicológica; la de emprender un recorrido que conducirá a unirse uno a otra hasta convertirse en “una sola carne”.

      Esta última afirmación, que es decisiva, frecuentemente se interpreta de modo reductivo, como una referencia al encuentro sexual. Pienso, en cambio, que su significado es mucho más amplio y profundo, y que merece la pena detenerse para tratar de intuir su alcance. Es un aspecto central para quien quiera construir una relación verdaderamente significativa entre hombre y mujer.

      Hablar de carne, en efecto, es hablar de todo lo que nos conforma: primeramente, el cuerpo, con sus características individuales; con su forma concreta de sentir, de emocionarse, de asustarse, de gozar, de defenderse, de desear. Todo lo que nos concierne, incluso los asuntos más espirituales, está en nosotros “encarnado”, es decir, se transmite por nuestra carne, por nuestros nervios, músculos, corazón, y cerebro.

      La carne nos vincula y nos determina, pero al mismo tiempo nos manifiesta. Somos más que nuestra carne, pero no podemos ser sin ella. El conocimiento que los demás tienen de nosotros es ante todo conocimiento de nuestra carne, entendida como eso que aparece de nosotros y que se pone en contacto sensible con el otro, en sus aspectos agradables y en los desagradables.

      “Hacerse una sola carne” muestra, así, toda su complejidad. No se puede interpretar como mero punto de partida, sino más bien como un arduo punto de llegada. Es un fruto que puede llegar a su maduración, con mayor probabilidad, entre dos cónyuges que han caminado mucho juntos y que han superado muchas contradicciones, más que entre dos esposos que se quieren en la belleza de su cuerpo todavía joven y en la novedad de una relación recién nacida.

      Entrar en contacto con el cuerpo del otro, amarlo físicamente, no significa por sí mismo llegar a una verdadera relación con su ser carne. Amar al otro en la carne es un objetivo que incluye realidades muy distintas: para entenderlo es necesario hablar de sexo, de cuerpo, de la confrontación con el límite y la imperfección propia del otro, de la dificultad de perdonar, el modo de mantener y madurar la propia identidad mientras se construye una identidad compartida. Amar al otro en la carne requiere, en primer lugar, un aprendizaje de amor concreto hacia la propia carne y hacia sí mismo, a partir del cuerpo.

      En este punto, es importante reflexionar sobre cómo se vive y se representa el cuerpo en el actual contexto cultural, cuál es su valor, cuál es su importancia, y su peso en la construcción de la identidad de cada uno.

      A primera vista, el cuerpo se presenta como un protagonista indiscutido de nuestra época, que le dedica un tiempo y una atención totalmente especial y que parece manifestar un gran amor hacia él: nunca como hoy el hombre y la mujer se han ocupado y preocupado tanto por su físico, cuidando de su salud y de su belleza.

      Pero, más allá de la apariencia, es imposible pasar por alto que todo este afán que rodea al cuerpo esconde un malestar inédito. Es como si el mundo actual sintiese hacia el cuerpo real cierto fastidio y extrañeza, nuevos en la historia humana. El cuerpo amado, cuidado, acariciado, deseado, es, en realidad, un cuerpo idealizado, meramente virtual y muy distinto del cuerpo real que tenemos cada uno de nosotros: un cuerpo con sus defectos, sus olores, su vulnerabilidad extrema, que nos recuerda, de forma tan abierta, el paso del tiempo y la escandalosa presencia de la muerte.

      El cuerpo que deseamos tendría que ser inoloro, incoloro, insípido. El cuerpo verdadero resulta vergonzoso, y hacemos muchos esfuerzos por neutralizarlo, para no pasar por esa vergüenza. Lo llevamos como un vestido, en lugar de habitar en él y vivirlo.

      Parece que ya nadie es capaz de amar el cuerpo que tiene, el cuerpo que es, y de cuidar de él de una forma buena.

      ¿Pero qué es el cuerpo para cada uno de nosotros? ¿«Somos» nuestro cuerpo o «tenemos» nuestro cuerpo?

      Me gustaría reflexionar sobre esto desde el relato breve de una historia, parecida a muchas otras que encuentro en mi trabajo.

      Chiara aún no ha cumplido 18 años. Es hija de una familia de la burguesía acomodada. Su madre viene a hablar conmigo, preocupada sobre todo por las dificultades escolares de la última temporada, y por el riesgo de que pierda el curso. Chiara tiene un carácter fuerte, voluntarioso, y tiene enfrentamientos con su madre, frecuentes y hasta violentos, sobre problemas poco relevantes a primera vista, como el desorden o el escaso cuidado de sí misma y de los regalos de sus padres, que a veces son valiosos.

      Solo al final de la conversación la madre menciona ciertas fijaciones alimentarias recientes: desde que nació, Chiara era más bien gordita, y su madre siempre le ha controlado en la comida. La señora valora mucho la capacidad de autocontrol. Por eso, el estilo voraz de Chiara con la comida y en general, con la vida, siempre le ha molestado, y le ha alejado de ella física y afectivamente.

      La chica que entra en mi despacho es muy exuberante. Lo primero que afirma de sí misma es: «Soy una persona con muchas pasiones». Enseguida añade: «Estoy mal, siento una vergüenza continua con mi cuerpo. No me gusto, mi cuerpo es demasiado molesto. Detesto la apatía, quiero emociones fuertes, aunque sean dolorosas. Mi cuerpo gusta a los hombres, y lo sé. Puedo tenerlos cuando quiera».

      El relato de Chiara es como un río desbocado, y pone de manifiesto un cuadro dramático. El problema escolar, que parece preocupar tanto a los padres, en realidad tiene una relevancia modesta: la chica que conozco es inteligente, pero está confundida y desesperada, que lucha con una gestión de su cuerpo muy peligrosa. Al problema alimentario, sin duda mucho más importante de lo que sospecha la madre, se suma un comportamiento promiscuo intenso en el que Chiara usa su cuerpo como cebo para capturar al mundo masculino. Me dice: «Casi todos los chicos quieren una puta. ¿Y qué hay de malo si me divierto? Me adapto a mi físico de pornodiva».

      Sin que lo sepan sus padres, Chiara ha cubierto de piercings sus partes íntimas. Me dice: «Me puse el primero para oponerme a mis padres, los demás porque me gustan. ¡Con mi cuerpo hago lo que quiero!».

      Ciertamente, se trata de una situación muy compleja, pero me impresiona el hecho de que, a pesar de todo, los ojos de Chiara son limpios, igual que su preciosa sonrisa. Tengo la sensación de que la parte más auténtica de ella está en otro lugar, lejos del cuerpo, recluida en un rincón secreto e inaccesible, como una especie de virginidad inesperada. Chiara no es su cuerpo: ella está en otro lugar, de alguna forma extraña todavía intacta, a pesar de todo, porque nadie la ha conocido nunca realmente, empezando por sus

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