La pareja imperfecta. Mariolina Ceriotti Migliarese

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La pareja imperfecta - Mariolina Ceriotti Migliarese Claves

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tiene muchos elementos que nos ayudarán a reflexionar.

      Desde el nacimiento y durante toda la infancia, el cuerpo es para el niño una expresión clara de su propia identidad. Entre el nacimiento y la pubertad, nos experimentamos a nosotros mismos como criaturas psicosomáticas, y el cuerpo y la mente experimentan la realidad de una manera sinérgica. Como dice C. Risé, «tus sentidos son los primeros que te dicen lo que tienes y lo que puedes hacer»: los sentidos del niño comprenden las primeras nociones sobre el propio yo por la forma en que el adulto le toca y le asiste, por el sonido de su voz, por la mirada que recibe.

      El niño construye la imagen de sí mismo integrando estímulos: los que le vienen del interior, por las experiencias sensoriales y sensomotoras; y los que recibe del mundo externo, en las imágenes que le transmiten los adultos que cuidan de él. Ser amado, cuidado y mimado le transmiten la sensación tranquilizadora de tener un valor.

      En comparación con el pasado, y en términos generales, los niños de hoy gozan de más cuidados y atenciones. Pero tales atenciones tienden a depender más de un enfoque narcisista. Con frecuencia, el niño percibe que al adulto le importa mucho su aspecto físico y que se complace en su belleza. Además, actualmente, en nuestro mundo occidental, casi todos los niños son guapos: bien nutridos, cuidados, bien vestidos; dan al adulto que los cuida una fuerte satisfacción narcisista. El aprecio del adulto se vuelve sobre el niño que lo ha suscitado, como percepción de preciosidad y valor de un cuerpo que forma una sola cosa con el sentido del yo. En el caso de Chiara, la desilusión narcisista de la madre ante una niña tan distinta de la feminidad graciosa que ella había deseado ha supuesto, sin duda, un punto de partida difícil para la identificación con el Yo corpóreo.

      ¿Qué sucede con la pubertad? Con el comienzo de la tempestad hormonal, el cuerpo perfecto del niño, tan apreciado por los adultos, empieza a transformarse en el cuerpo siempre imperfecto del adolescente. Pasa por una modificación ineludible que escapa al control y desanima. La armonía anterior cede el puesto a desarmonías inevitables: la piel antes lisa puede verse recubierta de acné; el seno, los laterales, la musculatura asisten a un desarrollo imprevisible y no siempre deseado. Nadie puede decidir, por ejemplo, cuál va a ser su altura o la forma que va a tener la nariz. En los niños siempre está proporcionada, y en el rostro de los adolescentes siempre está fuera de lugar.

      En cierto sentido, no hay nada nuevo respecto al pasado: nunca ha sido fácil tomar confianza con un cuerpo que se transforma tan radicalmente, aceptar el tener que individualizarse en un cuerpo específico y solo en ese, tan distante a veces del cuerpo deseado.

      Pero lo que hace que hoy en día las cosas sean más problemáticas es un cambio preocupante que se ha producido en la actitud del mundo adulto. Los adultos ya no son capaces de presidir de modo tranquilizador este paso del crecimiento, dando testimonio a los chicos de la belleza de la normalidad del cuerpo en la infinita variedad de sus formas. Faltan adultos capaces de decir con su propia actitud: es bonito ser como eres, alto o bajo, rubio o moreno, ligero o más ancho. Tu belleza no se pesa ni se mide, porque nace de la luz que llevas dentro cuando piensas, cuando vives, cuando tienes pasiones, cuando te gastas en las cosas en las que crees, y esta belleza es lo único que puede crecer continuamente sin morir.

      Los adultos de hoy, en cambio, se empeñan en tener y mantener cuerpos perfectos, según los cánones que designan la perfección y la codifican de una forma rígida, exclusiva, desesperante. Queda fuera de discusión la posibilidad de aceptar con serenidad el envejecimiento, la disminución de las propias habilidades, la superación inevitable de la propia belleza por la de los hijos. Los jóvenes se encuentran ante una generación de adultos que se agota en el gimnasio, combate con la báscula, se afana con las dietas, transforma artificialmente el cuerpo con intervenciones quirúrgicas. ¿Cómo van a poder estos adultos asustados salir al encuentro de la fragilidad de ese cuerpo y apoyar a chicos que ya están asustados?

      Por eso, los chicos se encuentran solos, al tener que afrontar este paso tan delicado: viven la salida de la omnipotente belleza del niño y el ingreso en el imperfecto cuerpo adolescente como una profunda injusticia, una supresión, un error del que hacen inconscientemente responsable al adulto, al que culpan de haber permitido la ilusión y de no estar en condiciones de mantenerla. Le hacen culpable, además, de un desencanto que les impide contener su ansiedad ante el cambio.

      Así, también en situaciones en las que el cuerpo del niño ha sido amado, asistimos a una proliferación del malestar con la identidad corporal: el primero de todos es el trastorno alimentario en sus diversas formas, que actualmente ataca a mujeres y varones de cualquier edad. También se multiplican las formas de intervención sobre el cuerpo (piercing, tatuajes, intervenciones quirúrgicas) que se presentan como intentos de tener un control activo allí donde, a causa del crecimiento, el control parece completamente inalcanzable.

      Es cierto que el adulto no puede hacer indoloro este paso delicado. Pero sí podría dar testimonio de que se trata de un paso bueno, de una crisis positiva: es el primer paso para llegar a ser realmente uno mismo, precisamente a partir de un cuerpo que, sin duda, es perfectible, pero también personal, y bello en su belleza. Un cuerpo que, tal vez, hay que valorar con sus características, más que homogeneizarlo con un modelo abstracto de perfección. En cualquier caso, es un cuerpo que eres tú, que siempre será agradable si eres capaz de desarrollar la inteligencia y la personalidad.

      Esta incapacidad para aprender a aceptar el cuerpo real puede incluir como defensa un peligroso desapego en el plano de la identidad: mi cuerpo y yo ya no somos lo mismo. El cuerpo se convierte, así, en un objeto que poseo como si fuera un vestido. Un objeto que manipular y usar, que se puede personalizar igual que se personaliza la moto o el bolso; un objeto del que servirse cuando se puedan obtener ventajas con ello; un objeto que me sirve para recibir atención y seguridad sobre mi valor, en continuidad con la percepción infantil de que el cuerpo tan amado y acariciado en la infancia es la única fuente auténtica de satisfacción y de placer.

      Desgraciadamente, hoy es frecuente que los chicos, y también muchos adultos, no “sean” su propio cuerpo, sino que “tengan” o “posean” el cuerpo. Parece que el alma se retira, como en el caso de Chiara, a lugares secretos, lejanos, difíciles de alcanzar, donde se encuentra cada vez más sola.

      Para la psicología también es conocido que el paso puberal marca el acceso a una percepción diferente de la realidad en su conjunto. A la cabeza de esta se encuentra el tema imprescindible de la muerte. Está fuertemente vinculado al cambio en el sentido del tiempo: salgo del tiempo indefinido y dilatado de la infancia, para entrar en un tiempo personal, definido, que va a conducirme inexorablemente hacia mi muerte. Esto explica la profunda atracción de los adolescentes hacia la muerte, tan profunda cuanto más la quieran negar o esconder los adultos, y a veces capaz de llegar a la exasperación. Se puede observar que, cuanta menor capacidad hay en los adultos para llevar a la reflexión colectiva el tema de la finitud y la muerte, con todo su escándalo, más adolescentes tratan de desvelar su secreto, escenificando lo inimaginable. Son muy numerosos los comportamientos de desafío a la muerte entre los adolescentes —a veces conscientemente, pero con mayor frecuencia inconscientemente—, desde el uso indiscriminado de drogas y alcohol a los deportes extremos, desde el sexo peligroso a las matanzas del sábado por la noche. Al contrario de lo que pensamos, advertirles de los peligros que corren es, por lo general, totalmente inútil, porque el peligro de rozar la muerte es muchas veces lo que motiva su comportamiento de riesgo.

      Solo los adultos que se enfrentan con la conciencia de la muerte pueden ayudar a los jóvenes a crecer, aceptando la vida en su realidad.

      ¿Dónde se esconden, hoy, estos adultos? ¿Cómo se les reconoce, detrás de los cuerpos rejuvenecidos o vigorizados artificialmente mediante hormonas? Hemos de tener el valor de envejecer, para prepararnos a tener el valor de morir y transmitir a nuestros hijos el valor de vivir. Paradójicamente, solo esta habilidad, difícil pero no imposible, nos mantiene jóvenes hasta la muerte, porque logra que seamos personas auténticas

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