Raji: Libro Uno. Charley Brindley
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Su recuerdo de Klaanta, su padre, no estaba claro. Recordaba que él le enseñó a jugar al ajedrez. Al menos le enseñó cómo se mueve cada pieza en el tablero, pero no le enseñó estrategia. Eso lo dominó ella sola. Parecía que le salía de forma natural. Aprendió tan rápido, que pronto venció a su padre en cada juego.
¿O era que él me permitía ganar? se preguntaba. Siempre tenía esa sonrisa tonta en su cara cuando le hacía el jaque mate.
Su madre, Hajini, lo recordaba muy bien. Siempre fue cariñosa y cuidadosa con su quinto hijo, su última descendencia, y su única hija. Esos hermosos saris de seda que llevaba. Tan coloridos en rojos, amarillos y verdes. Y el punto rojo de ceniza en su frente, siempre estaba ahí para significar su orgullo de estar casada. Rajiani siempre quiso ser como su madre, llevando un fino sari y, algún día, incluso un punto rojo ceniza.
También recordaba el aroma de Brahma Kamal, la flor salvaje del Himalaya. Su madre llevaba un tazón de las flores púrpuras al templo todos los días, junto con arroz y algunas monedas, como ofrenda a la diosa Annapurna y al dios Krisna. El dulce aroma de las veneradas flores siempre era de su madre. Ahora Rajiani se preguntaba si la volvería a ver.
Pequeña princesa, su madre la había llamado.
—Ese es el significado de tu nombre. No lo olvides nunca; Rajiani, mi pequeña princesa.
Ella se apartó del libro. No voy a llorar. Parpadeó y tragó saliva. No lo haré.
* * * * *
Fuse se paró y observó a Rajiani mientras miraba el atlas en el suelo.
Ella no sabe dónde está. ¿Pero cómo puede ser eso? ¿Cómo puede ella viajar al otro lado del mundo y no saber dónde está?
Él quería consolarla, pero ¿cómo? Cuando intentó poner su mano en su hombro, ella se alejó.
Vio que una lágrima caía por su cara.
—“Vuelvo enseguida”, dijo Fuse y corrió por las escaleras. En la habitación de sus padres, abrió un cajón y buscó entre las cosas de dentro hasta que encontró lo que quería. Se apresuró a bajar las escaleras y le ofreció el pañuelo de encaje de su madre a Rajiani. Ella tomó el pañuelo, lo desplegó y estudió el bordado de color.
—“Mi abuela lo hizo para mi madre cuando era una niña. No creo que le importe que lo uses”.
Rajiani dijo unas palabras, y luego le puso el lino suave en la cara. Cerró los ojos e inhaló profundamente. Después de un momento, se limpió las mejillas y sonrió a Fuse. Era la sonrisa más hermosa que había visto nunca. Sus dientes estaban perfectamente parejos y brillantemente blancos contra su tez oscura. Ella le había sonreído antes, pero nada como esto. Incluso sus ojos parecían sonreírle. Era como el amanecer en el mar después de una tormenta nocturna.
—“Ahora te sientes mejor”, dijo. “Ya lo veo. Pero no sabías que estabas tan lejos de casa, ¿verdad? Lo que tengo que hacer es distraerte hasta que aprendamos a hablar entre nosotros. Entonces averiguaré cómo llegaste aquí, y tal vez podamos pensar en una manera de llevarte a casa”.
Mientras recogía una de las bandejas y algunos de los platos, Rajiani dijo algo por detrás de él. Sonaba como una pregunta. Se volvió para verla señalando una fotografía enmarcada en la repisa de la chimenea.
—“Sí”, dijo, pensando que ella le había pedido que la quitara.
Ella buscó la foto mientras él recogía su plato y su vaso de la mesa.
—“Papá”, dijo Rajiani.
—“¿Qué?”
—“Papá”. Señaló la foto, y luego al Sr. Fusilier en su silla de ruedas.
—“Sí, ese es papá en la foto, antes de que se lastimara”.
—“Fuse”, dijo.
Dejó la bandeja y se acercó para ponerse a su lado. “Sí, soy yo. La foto fue tomada la Navidad pasada. ¿Ves el árbol de Navidad en el fondo? Lo teníamos justo ahí”. Señaló hacia la esquina de la habitación, por la escalera.
Miró hacia allí, y luego volvió a la foto. Tocó la imagen de su madre e hizo una pregunta.
—“Lo siento. No lo entiendo”.
Miró alrededor de la habitación y levantó los hombros, como si no viera lo que buscaba.
—“Oh, mamá no está aquí. Está en África”.
—“¿Afca?”
—“África”. Se ofreció como voluntaria para ir a una expedición de la Cruz Roja para ayudar a vacunar a los niños contra la viruela”. Fuse miró fijamente la imagen sonriente de su madre por un momento. “Se suponía que iban a ser solo tres meses, durante mis vacaciones de verano de la escuela, pero ya han pasado seis meses. La última carta que recibimos vino de Nairobi. Estaban preparando un cargamento de suministros para cruzar el lago Victoria y luego viajar por el Nilo hasta el norte de Uganda, donde un gran brote de la enfermedad ha matado a la mitad de los niños. Esa carta llegó hace un mes, y todavía no sabe nada del accidente de papá. Si mis cartas la alcanzan, estoy seguro de que estará en el próximo barco para volver a casa”.
Rajiani lo miró fijamente.
—“No entiendes ni una palabra de lo que digo”.
Ella sonrió.
—“Si te aprendes algunas de mis palabras, yo me aprenderé algunas de las tuyas. ¿De acuerdo?”
Se encogió de hombros.
Señaló la foto. “Papá”, dijo.
—“Papá”.
—“Fuse”.
—“Fuse”, dijo.
—“Mamá”.
—“Mamá”.
—“Árbol de Navidad”.
Arrugó la frente y dijo: “Árbol”.
—“Oye, ¿sabes qué?”
—“Hey”, dijo Rajiani.
—“Después de limpiar la cocina, podríamos ir a cortar un árbol de Navidad.”
—¿”Árbol”?
Puso la fotografía de nuevo en la chimenea y recogió la bandeja. Rajiani se la quitó y cargó el resto de los platos en ella, y luego se alejó hacia la cocina.
—“Vuelvo enseguida, papá”, dijo Fuse y siguió a Rajiani desde la habitación. “No tienes que hacer eso”, le dijo a