Política con adverbios. Fabio Giraldo Jiménez
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La modernidad de la sociedad política se mide por su capacidad para llevar a la práctica con eficiencia el principio según el cual el derecho se construye y se enseña para controlar el poder bruto mediante normas y procesos de decisión. Invertir esta secuencia no es más que la reivindicación de la primacía del poder bruto o del poder político sobre el derecho y renunciar a la gran conquista de la cultura jurídica moderna, que consiste en la limitación de poderes acostumbrados a la sumisión y a la dominación de hombres sobre hombres, como los poderes que se reclaman naturales, suprahistóricos o superhumanos, provengan estos de un patriarca, de un mesías, de un adalid, de un patrón o de un jefe de guerrillas o del jefe de una banda de pillos o de una masa de tuiteros encerrados en una bodega de gallinero.
Es un gravísimo infortunio que las fallas de funcionamiento del sistema judicial colombiano, a cuyo agravamiento han contribuido durante décadas los poderes políticos colombianos —todos—, agranden el mundo de lo irresoluto en el que ellos mismos han medrado a gusto y han vivido plácidamente en los límites de la legalidad, de la formalidad y de la eticidad. Por eso resulta, por lo menos, paradójico, que muchos de los que se reclaman víctimas de estas fallas artificiales hayan contribuido durante décadas a su formación o a su agravamiento por omisión o por comisión: parece como si se estuviera vivificando el extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde.
Que tengan problemas de funcionamiento, todos perfectibles, no legitima que se sustituyan las instancias judiciales por esa especie de vorágine irremediable a que nos pueden llevar la vox populi o el armato populo. Nunca hay que olvidar que los fortachones de hoy pueden llorar por la imparcialidad mañana.
Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, agosto 3 del 2018
La personalidad de nuestras constituciones: Núñez y Caro
Siempre me ha llamado la atención la extraña alianza entre Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez para hacer trizas la Constitución de 1863. Fue una especie de crossover político en el siglo xix entre Miguel Antonio Caro, un paramuno y eremita conservador ultramontano, cultamente formado en la filigrana del escolasticismo contrailustrado, y Rafael Núñez, un calentano liberal cuya efusividad de las épocas del Olimpo Radical resultó enfriada por la flema inglesa con la que convivió profusamente como diplomático y por la necesidad de santificar el amancebamiento con doña Soledad Román.
De la alianza entre ellos o de su argamasa política surgió una nueva, la de 1886, que, de acuerdo con lo que los dos pensaban que debía ser una Constitución y con la peculiar versión de la historia patria como historia sagrada, de M. A. Caro, no hizo más que restituir la continuidad de la historia artificiosamente naturalizada del pueblo colombiano y también artificialmente rota por el liberalismo radical que promulgó la de 1863 en la Casa de la Convención de la Hidalga Ciudad de Rionegro, donde aún se guardan sus vestigios como recuerdos de lo que pudo haber sido y no fue.
A propósito, coincidían Núñez y Caro en que una Constitución solo podría ser legítima si era expresión del “alma del pueblo”, en el mismo sentido que el volksgeist o “espíritu del pueblo” del romanticismo alemán de la época, también contrailustrado, que fue la base del nacionalismo romántico u orgánico según el cual la raza, la cultura, la religión y las costumbres de la nación identifican orgánicamente a los individuos y esa organicidad es el fundamento o esencia de la soberanía popular.
Arropados nuestros dos inmarcesibles próceres por esta ideología, fácilmente coincidieron en que la Constitución de Rionegro era espuria porque violaba el alma del pueblo colombiano al introducir novedades foráneas y exógenas como las que provenían de la ilustración francesa, del igualitarismo individual, del laicismo y de alguna que otra idea de justicia o de equidad social.
Para el filósofo de El Cabrero, la clásica distinción entre contenido y continente permite deducir, sin mayor razonamiento complejo —aunque algunos pendejos la asimilan con sublime y elaborada filosofía—, que una Constitución, antes que preceptiva o norma jurídica, es constitutio, que en latín, amada lengua de Caro, es acción y efecto de constituir y, por tanto, fundamento y origen de lo constituido. En consecuencia, la constitución es continente o recipiente cuyas características primigenias hacen que solo quepa allí aquello para lo cual está hecha, que son las peculiaridades del alma del pueblo del cual es recipiente. No puede ser de otra manera. Siendo el alma del pueblo un alma católica, bucólica, tradicionalista, conservadora, dócil, apacible, tranquila, adocenada, sumisa, obediente, mansa, disciplinada, dúctil, maleable, blanda, bonachona, humilde, doméstica, gregaria, resignada, suave, sacrificada, goda y Fuenteovejuna, no podría tolerar una Constitución para hombres rebeldes, ásperos, ariscos, malmandados, díscolos, facciosos, indómitos, insubordinados y obstinados, putos liberales y estrechos; ni mucho menos de mujeres marimandonas, zahareñas y paticontentas. La vasija o recipiente constitucional debía ser un cáliz, no un crisol.
Huelga decir que la Constitución de 1886 es típicamente descriptiva y resignada, y que la de 1863 es típicamente inconforme y proyectiva. Que la primera es un plan de desarrollo hacia el pasado y la segunda lo es hacia el futuro, o pretendió serlo. Junto a ellas hay otro tipo de constituciones, como la de 1991, que mantuvo un equilibrio entre las dos características hasta que fue desnaturalizada con las contrarreformas y lo será mucho más si se cumple la amenaza —o promesa— de que se “limará” lo último que queda de modernizante de esa constitución, que es la Corte Constitucional y el derecho a la tutela.
La idea de espíritu o alma del pueblo, tan cara a los afectos ideológicos de Núñez y Caro, en la que asentaron la legitimidad de origen y de la cual derivaron todas las legitimidades, ha sido raigambre de los populismos actuales, cuya novedad estratégica consiste en rescatar e inducir un estado de opinión para fundamentar en él la soberanía, la legitimidad y la legitimación. Esta idea del romanticismo político decimonónico fue puesta en obra en toda su plenitud por el nacionalsocialismo alemán, que lo convirtió en la cultura política de la Alemania Nazi.
El Mundo, Medellín, diciembre 5 del 2017
Dos grandes documentos políticos
La Constitución de Rionegro de 1863 y el Documento de Medellín, que fue la proclama oficial de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (celam), de la cual se conmemora este mes de agosto el cincuentenario, son los documentos políticos más radicalmente modernizantes de la historia política colombiana producidos por fuentes de poder del primer nivel de jerarquía. Acostumbrados a que “la novedad venga más de la militancia que de la dirigencia”, estos documentos resultan contrahistóricos y especies de hipérbatos en la prosa aplanada en que está escrita la cultura política colombiana.
La una fue Carta Magna de los Estados Unidos de Colombia, elaborada por ambiciosos comerciantes y voluntariosos ilustrados, y como Constitución estatal llegó a tener carácter vinculante obligatorio de acuerdo con el derecho positivo; el otro fue la Carta Magna jurídica y política de la Iglesia promulgada en asamblea general por el episcopado latinoamericano y colombiano y refrendada por el Vaticano y, por tanto, vinculante obligatoriamente de acuerdo con el derecho canónico de la Iglesia católica colombiana, cuyo poder político se ha desarrollado en paralelo y