Política con adverbios. Fabio Giraldo Jiménez
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La teoría schmittiana de la excepción y de la necesidad de un soberano extrajurídico potente que la solucionara fue llevada a la práctica por el nacionalsocialismo, que la exacerbó hasta el límite con propaganda y violencia oficial y oficiosa, alfombrando con ello el triunfo electoral del nazismo, el derrumbe de la República de Weimar, la instauración del tercer Reich, el poder totalitario de Hitler y la Segunda Guerra Mundial.
Bien se ha dicho que la teoría del derecho de Kelsen, el gran contradictor de Schmitt de tendencia socialdemócrata, parece diseñada para sociedades normales porque el poder constituyente que le asigna a la soberanía popular, con todo y que sea un recurso excepcional, es un poder “incluido” y limitado por los derechos fundamentales de ideología liberal para evitar la tiranía de las mayorías y de las minorías, y para controlar las tribulaciones de la sofística basada en la manipulación de las pasiones y de las ignorancias que pueden conducir a diluir la nación y a convertir un pueblo en masa. Y tan limitada es la soberanía popular como el poder excepcional que se le asigna al Estado a través del ejecutivo para resolver los estados de excepción y de conmoción, que requieren medidas extraordinarias, pero no extrajurídicas. Ni la declaración de la excepción, ni el poder para resolverla, ni la soberanía popular son extrajurídicas.
De Kelsen hasta acá hemos avanzado mucho en alternativas para reglamentar jurídicamente situaciones extraordinarias. El derecho en la guerra y la justicia transicional son evidente progreso del control del derecho sobre la política, es decir, de la primacía del primero sobre la segunda aun en los casos excepcionales.
Pero para el realismo jurídico político, y específicamente para Schmitt, esta teoría resulta demasiado estrecha para solucionar realidades sociales y políticas que desbordan el marco jurídico, por ello sus diletantes acuden a la soberanía extrajurídica, entendida como poder de decisión en la excepción. La teoría le viene bien a revolucionarios profesionales y a conspiradores situados tanto en la izquierda como en la derecha. Es teoría para la guerra, no para la política: es catastrófica y apocalíptica como una religión que asusta a las almas simples que en la vorágine de su terror le echan candela al mundo.
Pero es también el ambiente propicio para el despliegue de la megalomanía y una estrategia muy eficiente para un partido político que tiene afán de copar ya no solo al gobierno, sino al Estado completo y puede explicar en parte el clima de incomodidad que muestra el gobierno actual con su propio partido, porque el ejercicio gubernamental exige normalidad, pero su partido de apoyo —que parece de guerreros— vive en anormalidad permanente, en estado de incesante crispación política, en crisis irredenta y en estado de insomnia electoral que hace que ni duerma ni deje dormir. Como si el gobierno conviviera con dos soberanías en conflicto, la del Doctor Jekyll y la de Mister Hyde.
No podría extrañar esta desmesurada propuesta en ese entorno ideológico. Por supuesto que no estoy seguro de que los proponentes conozcan el marco teórico; creo, más bien, que la inclinación natural y la intuición los llevan: esa es su moralidad.
El Mundo, Medellín, octubre 1 del 2019
Las torceduras del derecho
El derecho objetivo —el conjunto de las normas vigentes— contiene imperfecciones estructurales que no son solubles definitivamente pero que se pueden controlar para que este no se tuerza. La más congénita se debe al hecho, magistralmente descrito por Aristóteles, de que las normas jurídicas son abstractas, generales, finitas y estables, y los hechos jurídicos a los cuales se aplican son concretos, particulares, infinitos, inestables y tan diversos como que cada hecho es único, por más que se le tipifique en abstracto. Por eso es imposible que los dos mundos coincidan, aunque se superpongan. Esta fractura fisiológica o estructural —como la define Ferrajoli— es incurable e incorregible porque es una anomalía y no una incapacidad transitoria o un enigma, una laguna o un error, todos ellos aislables y corregibles.
Las decisiones judiciales pretenden cerrar esa brecha con un método procesal que sirve de vínculo y que, además, viene a ser la columna vertebral del derecho. Pero a consecuencia de esa anomalía y aunque el “debido proceso” sea prolijo y recto, en toda decisión judicial hay un margen más o menos amplio para la discrecionalidad que, aun sin mala fe, es campo abonado para la arbitrariedad; y si bien aquella es inevitable, esta sí se puede controlar, aunque no desaparezca del todo y para siempre.
Esa discrecionalidad no se controla ni “desinfectando” de valores éticos la decisión, como suponen algunos fatuos ortodoxos de la seguridad jurídica, ni tampoco apelando a valores éticos inconmensurables e inefables sean bien o mal intencionados, como quisiera el que tiene algo para expiar. Por ello, el reto técnico y deontológico para la ciencia jurídica y, por supuesto, para los operadores del derecho es que la diferencia y la distancia entre los dos mundos “no sea cada vez más grande” y profunda; es decir, que se reduzca al mínimo la arbitrariedad que la irremediable discrecionalidad abona, pero complementando el derecho, sin sustituirlo ni por un sistema normativo aséptico, ni por un dechado de valores, ambos supuestamente puros.
El complemento técnico consiste en extender el debido proceso y la investigación científica interdisciplinaria hasta las zonas grises de lo indecidible; el complemento deontológico consiste en agregar a los valores éticos contrastables otro de estirpe típicamente profesional, que es el deber inexorable de minimizar el error: el mayor virtuosismo en todos los saberes y las prácticas.
La otra gran torcedura es más adquirida que congénita, pero está muy directamente relacionada con la anterior, porque se debe a la confusión semántica, al desorden sintáctico y a la “cascada normativa” con que el legislador suele producir normas jurídicas, apurado por necesidades políticas a las cuales pretende exorcizar inventando leyes. A la imperfección natural se le agrega la confusión en el diseño y la producción de normas, y todo se traslada a la sindéresis jurídica y a la aplicación.
Pero la más genuinamente hechiza forma de torcer el derecho sin quebrarlo es la maximización del error mediante la confusión y aprovechándose de ella. Se trata de la sustitución de la frónesis aristotélica por una maliciosa prudencia para influir en la toma de decisiones jurídicas con esguinces, gambetas y meneos propios del taimado, sin cruzar la frontera del delito o esfumando el cruce, aprovechando el margen de discrecionalidad que contiene naturalmente el derecho y lo que a este le agrega la confusión normativa. Practicar este “baile en la cornisa” sin caerse exige artificios y artimañas complicadas, retorcidas, rebuscadas, estudiadas, fingidas, disfrazadas y producidas con disimulo, astucia, cautela, precaución, destreza, habilidad, industriosidad, ingeniosidad, sagacidad. Considerado en este contexto, el éxito en la profesión del abogado, en función de litigante o de juez, por ejemplo, se mide por esta especie de ética profesional basada en resultados o que hace del éxito en los resultados su principio rector o dogmático, en el cual el valor ético profesional es maximizar el error.
Si a esta luxación se le agregan capacidad económica para “pagar por la peca” y codicia para “pecar por la paga”, obtendremos la identificación entre la antípoda de la política y la antípoda del derecho con un doble ejército de cachicanes conformado por los más ricos, más fuertes y más astutos, porque con esta torcedura del ejercicio profesional del derecho, y por tanto del derecho mismo, se cumple, como en la política profesional, la fórmula de Michels sobre su oligarquización. Y aún no sabemos o no queremos saber si toda esta técnica para el uso eficiente de este calculado fingimiento es aprendida en la academia o en el ejercicio profesional.
No menos influyente en las torceduras del derecho que pueden llegar hasta su sustitución,