Política con adverbios. Fabio Giraldo Jiménez

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Política con adverbios - Fabio Giraldo Jiménez

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debe a que fueron documentos políticos extraños a la vernácula colombiana. Y en efecto lo fueron, pues sus intenciones eran más prescriptivas que descriptivas; quisieron ser locomotoras y no vagones.

      La Constitución de Rionegro se ideó como un plan de desarrollo para el futuro; para promover la modernización radical de la Colombia feudal y monacal. Pero no aguantó el peso de unas tradiciones a las que Núñez y Caro, artífices intelectuales de la Constitución sucesora de 1886, llamaron el “alma del pueblo colombiano”, que debería quedar “descrita” en la nueva Constitución so pena de deslegitimación; y no aguantó, como era de esperarse, el desorden y el descontrol que ella misma produjo por su holgada libertad económica y social.

      Y tampoco fue vernácula la Constitución de Rionegro. Tal vez, y para muestra, vale citar a un radical converso de la época, don Miguel Samper, quien dijo que era “Una utopía inaceptable”, “Una extravagante doctrina aceptada por novelería porque venía de Francia, lo mismo que las pomadas”, y que “otros libros”, pero también el pachulí y las aguas florales asaz de moda, agregaría yo, entre los productos extranjeros que llegarían por la muy libérrima apertura de aduanas del liberalismo radical de estirpe comerciante.

      La Constitución de Rionegro sucumbió ante la fuerza inercial de las tradiciones premodernas, recuperadas como obligación jurídica y moral por su sucesora, la Constitución de 1886, y por un liberalismo mucho más moderado. Se exorcizó con sahumerio y control estatal el demonio que se había colado en la ecleccia.

      El Documento de Medellín, interpretando las enseñanzas del Concilio Vaticano II (Juan XXIII, el “Papa bueno”, y Pablo VI) y de encíclicas como Populorum Progressio, diseñó una pastoral social enfáticamente dirigida a que la Iglesia latinoamericana, incluida la colombiana, se comprometiera oficialmente con la superación de las causas de la desigualdad social y de la pobreza. Pero al mismo tiempo que se construía el texto definitivo liderado por el obispado de Chile y de Brasil, la mayoría de los obispos colombianos presentó un “contradocumento” alertando sobre las “inconvenientes consecuencias” de esa pastoral social y el arzobispo primado de Bogotá Luis Concha Córdoba diría, como admonición teológica, que “las enseñanzas del Vaticano II obligaban a la Iglesia católica a cambios litúrgicos y no a cambios sociales” y cerró temporalmente el periódico oficial de la Iglesia, El Catolicismo, por tener opiniones favorables al Concilio y, por supuesto, al citado documento.

      Con ello se abrió el portón principal para la implementación del “contradocumento” en manos de quien fuera secretario del celam desde 1972, monseñor López Trujillo, y se introdujo con agua bendita el control gubernamental, que resultó agresivo cuando Cornelio Reyes, ministro de Gobierno, conservador en un gobierno liberal, amenazara en 1974 con una lista de 150 curas guerrilleros.

      El Documento de Medellín fue abatido por la misma sempiterna, ovejuna y conventual cultura política acrisolada por cien años de vigencia como cartilla oficial y por un liberalismo cada vez más abierto a oficiar como ideología del capitalismo sin control. Con ayuda de la policía estatal fue exorcizado el demonio que se había colado en la Iglesia colombiana.

      La Constitución de los liberales radicales, que había nacido entre sangre, pólvora, tabaco, quina, añil y literatura política liberal, se fue desvaneciendo desde 1880 con el gobierno de Núñez, el más radical de los conversos, hasta desaparecer entre sangre, pólvora, incienso y misales en el altar de la Iglesia y en la bóveda del Banco Central cuando se promulgó la Constitución de 1886.

      El Documento de Medellín, nacido en una década que se movía entre una izquierda montaraz y una derecha acuartelada, introdujo en la mitad de los extremos la teología de la liberación, adaptada por el muy colombiano grupo Golconda. Pero se fue apagando también en la misma medida en que se les ordenó a los curas volver a oficiar misa de espaldas a la “cuestión social”, es decir, en la medida en que se fue atemperando la interpretación más modernizante y socialista de las enseñanzas del Concilio Vaticano II e imponiendo la teología de quien fuera luego Benedicto XVI, ya ensayada con mano de sable en la pastoral de Juan Pablo II y en Colombia bajo la rígida égida de monseñor López Trujillo, tan retrógrado en su ministerio sagrado como en menesteres privados más endemoniados.

      Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, agosto 22 del 2018

      La otra clase de subversión

      La propuesta de un senador del partido Centro Democrático apañada por otros nueve copartidarios para que mediante reforma a la Constitución se sometan a referendo las sentencias de la Corte Constitucional, parece inviable hoy, pero puede no serlo mañana si persiste el fuego de fusilería con el que ese grupo político intenta deslegitimar las decisiones que toma el máximo tribunal constitucional en asuntos que son contrarios a su ideología política (sentencias sobre blindaje constitucional del Acuerdo de Paz, constitucionalidad de la Jurisdicción Especial para la Paz, libertades civiles e individuales) y si continúa el fuego de artillería con el que ese mismo grupo vilipendia a la Corte Suprema de Justicia por decidir sobre asuntos que involucran a algunos de sus miembros, incluido su líder principal y el mismo proponente. Ya es la segunda vez que ese grupo insiste en la misma propuesta. E irá por más, aunque esta no pase.

      El contenido de esta especie de “marrullera insinuación” que por ética pragmática apenas está entreabriendo la puerta del clóset y que solo por razones estratégicas no ha recibido completo apoyo de otros colegas del proponente, hace parte de una ideología política que pretende invertir la supremacía del derecho sobre la política, puesto que asignarle funciones de tribunal constitucional a la veleidosa masa de votantes generalmente inducidos por las “tecnologías del yo” en las que son sapientísimos trapisonderos los líderes políticos, convierte a la Corte Constitucional en una asamblea popular, y a esta asamblea popular en tribunal constitucional, asignándole poder constituyente que es, supuestamente, lo que critica de la Corte: que es demasiado constituyente.

      El argumento explícito en esta propuesta es que existe una crisis de legitimidad de la legalidad asignada a las Cortes. Y eso es parcialmente cierto. Pero no por las razones que se aducen para justificarla, ni mucho menos porque las resuelva. Es una falacia que no creo ignorante sino maliciosa porque usa con sesgo y mala intención la crisis de legitimidad del sistema de justicia colombiano. Parece más una de esas crisis fabricadas a la medida del que quiere solucionarla, como una especie de “quiebra endógena” o autoquiebra.

      El repetitivo libreto es simple: la crisis real o ficticia, magnificada hasta el paroxismo, es el argumento de partida para justificar un derecho extraordinario, excepcional y urgente o, más radicalmente, otra Constitución y otras instituciones.

      La idea de que la crisis solo puede ser resuelta acudiendo a una soberanía sin limitaciones jurídicas pero con potencia política, como la que tendría un líder carismático, es el “mensaje vergonzante” o el argumento implícito de esta propuesta de reforma a la Constitución. Y aunque podríamos acudir al antecedente del Leviatán hobbesiano, tenemos otro más cercano, tal vez más directo, en las teorías sobre la excepción y la soberanía de Carl Schmitt.

      Más allá de que Schmitt haya sido nazi o de que su ideología jurídica haya justificado la excepcionalidad que malogró la República de Weimar —la primera en Europa, después de la de Querétaro en México, en agregar al Estado de derecho del liberalismo clásico el Estado Social de Derecho del liberalismo social—, lo que llama la atención es la reedición de sus conceptos de excepción y de soberanía que, en su época, trastearon la república y que ahora usan los populismos con la misma intención.

      La soberanía o el poder de decisión de Schmitt es extrajurídico. Y es así porque el estado de excepción exaltado excede el derecho constituido. No es que Schmitt desconozca la normatividad,

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