Política con adverbios. Fabio Giraldo Jiménez
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Portal web Universidad de Antioquia, Medellín, noviembre 3 del 2017
Una pregunta política incorrecta
Si de los Gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino
en bandas de ladrones a gran escala?
Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: “¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?”. “Lo mismo que a ti —respondió— el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador” (San Agustín. La ciudad de Dios. Contra paganos. Libro IV. Capítulo IV).
Esta cruda paradoja política expuesta por San Agustín tiene contexto específico. El Obispo de Hipona pretende, como aún se hace hoy, que la justicia divina, y por tanto la Ciudad de Dios, esté ética y políticamente por encima de la justicia laica y del poder terrenal convertido en Estado. Y la razón es simple y escueta. Distinguiendo entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio, encuentra fácilmente que, a diferencia del poder divino que es legítimo por sí mismo, aunque delegado en el papa y en los sacerdotes, el poder terrenal, que hoy llamamos civil, está corrompido desde el origen por la ominosa tara que se hereda del pecado original, agravado por el peccata mundi, del cual somos los mortales dóciles y piadosos practicantes en este concupiscente y carnívoro mundanal. Y en cuanto a legitimidad de ejercicio, no le faltan razones de hecho para demostrar que en el ejercicio de su poder, muchísimos reyes, aun el magnífico Alejandro, no son mejores personas que su prisionero, el famoso pirata Diomedes, antes jefe de galeras, a quien por la aguzada mollera y el dilatado ingenio demostrado en su respuesta, terminó el mismo Alejandro erigiendo en príncipe con la condición de que colgara el garfio.
En esta época en que los pesimismos reales y ficticios, genuinos e inducidos, son cultura y estrategia política que ponen a prueba la legitimidad del poder político tanto por su origen como por su ejercicio, esta paradójica pregunta adquiere perennidad porque al aludir a la justicia normatizada en el derecho como núcleo de la sociedad política y sin el cual no lo sería, muestra la fragilidad de los cimientos sobre los cuales descansa un sistema político de suyo tan enclenque como la democracia, a la cual, como a la relación matrimonial, hay que reinventarla y acariciarla cada mañana para que resista las tentaciones de la calle, es decir, las incertidumbres sobre su legitimidad, los amoríos de la ilegalidad y los sofisticados galanteos del optimismo fatuo.
Para personas tan aparentemente diferentes como un fundamentalista religioso, un revolucionario, un anarquista, un redentor, un milenarista y un populista, el pesimismo antropológico y político que expresa este fragmento agustiniano en el que se sustituye una justicia por otra, no es una simple metáfora, sino un principio de acción. Como es estrategia para quien quiere deslegitimar un poder en ejercicio para conformar el propio o remendarlo a su gusto.
El Mundo, Medellín, agosto 7 del 2018
No es mucho pedir que se cumpla la Constitución
Cualquiera que sea el resultado de estas elecciones, no cambiará el sistema económico y social capitalista basado en la propiedad privada de los medios de producción, en el capital como fuente de riqueza y en la asignación de los recursos a través del mecanismo del mercado con poca influencia del Estado y del gobierno; ni cambiará, por supuesto, el poder y la influencia del capitalismo, de los capitales y de los capitalistas en el sistema jurídicopolítico, en la cultura ni en las costumbres.
No cambiará tampoco el sistema jurídico y político de raigambre liberal, es decir, la Constitución, ni en su parte dogmática (Preámbulo y Carta de derechos), ni en su parte orgánica (administración del Estado). Nuestra Constitución, que es algo así como una represa jurídica que pretende domar el poder y utilizarlo para beneficio común, está hecha para que se siga desarrollando el sistema capitalista, pero también para atenuar la desigualdad social que produce; está hecha para que se respete la propiedad privada, pero también para que cumpla una función social. Y por esa razón incluye, como la inmensa mayoría de las actuales constituciones del mundo: 1) todos los derechos típicamente liberales de primera generación, que son contrapesos al poder del Estado como poder colectivo y a tiranías de mayorías y de minorías de toda índole; 2) los derechos de segunda generación introducidos para “remediar” los efectos de la desigualdad social, económica y cultural que históricamente ha producido el capitalismo; 3) los derechos de tercera generación, los colectivos y del ambiente, como el de la paz y los ecológicos, que buscan “mitigar” las consecuencias de los conflictos violentos y de los estragos del progreso y de la indolencia humana, y 4) un capítulo especial de garantías para el cumplimiento de los derechos. Además, si se produjera algún remezón imprevisto, la Constitución está hecha para invalidar normas por innecesarias, convertir en normas costumbres nuevas, normalizar las anormalidades, reintegrar las disidencias, domar las rebeldías, porque es una Constitución abierta y dinámica.
Ninguno de nuestros partidos o grupos políticos está en capacidad de cambiar el sistema capitalista o el sistema jurídico político. Ni en el remoto caso de un golpe de Estado porque los grupos políticos con capacidad para promoverlo y hacerlo son aquellos que, en caso de peligro del sistema capitalista, interrumpirían temporalmente la Constitución para recuperar su normalidad. Ni por la vía legislativa o constituyente porque en el contexto de una división tan nítida del “país político” hay muy pocas probabilidades de reformas estructurales impuestas por una mayoría.
Pasadas las elecciones, y aunque no vengan de una fiesta en la que, como en la canción de Serrat, “comparten su pan, su mujer y su gabán gentes de cien mil raleas”, volverán “el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”, “la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a sus divisas”.
Impresión contraria, para unos de esperanza y para otros de catástrofe, es la que producen en los fanáticos las arengas de los candidatos que, imitando a los narradores de fútbol, sienten orgasmo con un saque de banda y hacen orgía con una gambeta. Solo a una comunidad política que valora poco sus propios derechos puede parecerle cierto que pedir que se cumplan los derechos de segunda y tercera generación, así sea como atenuantes de las deformaciones del capitalismo,