Entre narcos y policías. Javier Auyero
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También participamos en talleres y seminarios en Concordia University, University of Chicago, University of Notre Dame y Universidad de Los Andes en Colombia. Los participantes del taller “Argentina en perspectiva sociológica” en la UT-Austin escucharon nuestra primera argumentación completa y nos brindaron comentarios invaluables. Gracias a María Akchurin, Claudio Benzecry, Daniel Fridman, Mariana Heredia, Amalia Leguizamón, Luisina Perelmiter, Ariel Wilkis y (una vez más) Matías Dewey y Pablo Lapegna.
Concebimos este libro en el Urban Ethnography Lab, un espacio institucional colaborativo en la Universidad de Texas en Austin que apoya la investigación cualitativa. Presentamos una primera versión de este trabajo en un taller en el otoño de 2017. Gracias a todos los que asistieron por sus comentarios y por formar parte de una comunidad intelectual que estimula la creatividad y la colaboración.
Por último, queremos agradecer a nuestros familiares, tanto a los que se encuentran cerca como a los que están lejos. A Gabriela, Camilo y Luis, los amores de la vida de Javier: gracias por siempre y por todo. A Melissa: gracias por ser una compañera incondicional y la luz que ilumina la vida de Katie. Esta colaboración fue posible gracias a la profundidad del amor y el apoyo que en todo momento nos brindaron.
[1] Véase también Das y Poole (2004).
Introducción
Las tribulaciones de Carolina
Durante toda su vida, Carolina vivió en Arquitecto Tucci, un barrio pobre en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires con una elevada tasa de homicidios.[2] A los 37 años compartía una casa de dos pisos, cerca de una escuela primaria, con su esposo Raúl y sus tres hijos varones. Como suele suceder en Arquitecto Tucci, la modesta vivienda de Carolina era de ladrillo a la vista con techo de tejas y pisos de concreto sin terminar. Por las noches, dos faroles solitarios proveían escasa visibilidad en la calle sin asfaltar, que se inundaba cuando llovía. Además de ocuparse de la casa y de criar a sus hijos, tres veces por semana Carolina tomaba dos colectivos para ir a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajaba como empleada doméstica. El viaje demoraba casi dos horas de ida y otras dos de vuelta.
Cuando nos acercamos por primera vez a Carolina para conocer los problemas más apremiantes de su barrio, aprovechó la oportunidad para hablar de lo que más le importaba: la estremecedora historia de su hijo mayor con las adicciones. “Mi hijo Damián empezó a fumar porro hace unos años y después se pasó al paco”,[3] explicó. “Lo vi totalmente dado vuelta muchas veces, y sé que no es bueno para él. Cuando está muy drogado, es como que está en otra parte, sus ojos están en otra parte. No te entiende lo que le decís, no te escucha”.
La descripción que hace Carolina de su hijo cuando fuma paco es característica de los efectos que produce esa droga. Barato, fácil de conseguir y muy adictivo, el paco es una mezcla de subproductos de la cocaína más un popurrí de otros rellenos tóxicos que provoca un “vuelo” intenso pero breve. Cuando pasa el efecto –lo cual ocurre muy rápido– los usuarios se sienten deprimidos y paranoicos y salen en busca de la próxima dosis.
Además de los cambios drásticos que Carolina observó en la personalidad de Damián, el resto de la familia también se vio afectado por sus horarios erráticos y sus problemas de salud. “Volvía [a casa] a las cuatro de la mañana. Yo no podía dormir”, nos contó. Y describió su angustia al ver la boca de su hijo cubierta de llagas: “Porque cuando fuma, se le quema la boca. Es tan triste”. Para colmo de males, los dos hijos menores de Carolina estaban expuestos a la incertidumbre y el conflicto que generaba la adicción de Damián. “Mi hijo Brian, que tiene 5 años –explicó Carolina–, lloraba muchísimo cuando el hermano desaparecía. De todos, Brian es el que más sufrió”.
Carolina se enfervorizaba al comentar sus dificultades para manejar la adicción de Damián: “Yo lo encerraba para que no saliera a fumar”. Pero sus intentos de mantenerlo encerrado en la casa fueron, en última instancia, un tiro por la culata: “Una vez saltó del balcón y se rompió la pierna. Las drogas lo estaban matando”.
Cuando Damián salía de la casa, Carolina casi nunca sabía dónde estaba o cuándo volvería. “Pasamos todo el año persiguiéndolo, día tras día abajo de la lluvia, siempre buscándolo”, recordó. “Era muy duro. Todos sufríamos. Es horrible, no te imaginás. Sentís que te tiemblan las manos y las piernas, no sabés con qué te vas a encontrar cuando salís a buscarlo”. Pero lo peor de todo era la preocupación por la violencia que Damián podía sufrir mientras compraba, consumía o se recuperaba de su “vuelo”: “Me daba miedo que lo mataran, o que lo violaran. Mi miedo más grande era encontrármelo apuñalado o baleado por culpa de las drogas”.
La impotencia de Carolina para frenar la adicción de Damián se manifestaba como frustración interna. Por ejemplo, nos comentó que cuando su hijo estaba bajo el efecto del paco ella “quería matarlo”. Y recordó que: “Una noche salí a buscarlo. Y estaba superdrogrado. Le di flor de paliza, pero él no se acuerda de nada. Te miraba como shockeado, con cara de estúpido, como si no supiera de qué estaba hablando”.
Carolina estaba convencida de que la calle –donde Damián pasaba la mayor parte de su tiempo– era el origen de su adicción. Nos explicó: “Cuando le pregunto por qué es tan difícil dejar, dice que tiene las drogas delante de la cara, que aparecen por todas partes donde va, que las drogas están en todas partes. Te las venden en la esquina, te las venden cruzando la calle. Dice que no puede salir de la casa porque las drogas están ahí nomás y lo tientan. A cualquier lugar que vaya en Arquitecto Tucci, hay drogas”.
Para alguien como Damián, la dependencia de drogas adictivas en alto grado, como el paco, era una realidad inevitable. Pero muchos otros estaban involucrados en las redes de producción, distribución y consumo de drogas ilegales y la violencia que engendran esos procesos. “Acá no podés salir a trabajar sin pensar que te van a afanar en cualquier momento”, comentaba Carolina mientras hablaba de sus largos viajes en colectivo a la ciudad de Buenos Aires. “Hay chicos que roban para tener plata para comprar droga. Yo siempre me cuido la espalda. No podés ni caminar por la calle. Vayas donde vayas, tenés que tomar un remís. No podemos vivir así”. Por si esto no bastara, Carolina tampoco se sentía protegida por las fuerzas de seguridad: “La policía no hace nada. La policía es toda transa. Agarran a un narco a mitad de cuadra y lo sueltan en la esquina”.
Al describir la adicción de su hijo y el miedo y la violencia imperantes en su barrio, Carolina da voz y carnadura a la experiencia compartida por muchos vecinos de Arquitecto Tucci. También articula lo que constituye el objeto empírico de este libro: la colaboración entre policías y narcotraficantes.
El remordimiento del sacerdote
El padre Mariano Oberlín[4] criticaba abiertamente el paco. Insistía en que la droga tenía efectos devastadores sobre la vida de los jóvenes pobres en la villa donde residía y trabajaba: una zona caliente del narcotráfico en los suburbios de la ciudad de Córdoba.
Hijo de un sindicalista y activista de la Iglesia católica secuestrado y desaparecido por las fuerzas paramilitares a mediados de los años setenta, era público que el padre Oberlín apoyaba las acciones de las Madres contra el Paco. Esta organización –muy presente en Arquitecto Tucci– está integrada por madres cuyos hijos son adictos a lo que se conoce como “la droga de los pobres”.[5] Por su alto grado de exposición, Oberlín fue amenazado de muerte por los narcos locales. “Cinco mil pesos para el que mate al cura”, oyó decir una vez mientras desmalezaba un terreno abandonado frente a la escuela del barrio.
Debido