Entre narcos y policías. Javier Auyero
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En la tercera ciudad más grande de la Argentina, Rosario, un integrante de la poderosa banda narcotraficante Los Monos mantuvo una conversación telefónica con Gorra, el líder de la organización.[8] Los detectives estatales habían “pinchado” los teléfonos de ambos, pero ellos no lo sabían.
“Ahí me llamó el pibe de Automotores”, le advirtió a Gorra. “Me dijo que, eh… que los de Automotores querían ir para la calle Quinta, donde dicen que hay autos de alta gama, motos, no sé si es de ustedes, eh… Fijate, no sé de quién es eso, pero me parece que es de tu gente”. Más tarde, Gorra se comunicó por teléfono con un oficial de la policía provincial. “¿Qué onda, mañana no trabajan?”, preguntó. “Sí”, respondió el policía. “Arrancamos a las seis de la tarde, hay como doce órdenes”. Gorra quiso saber dónde se realizarían los allanamientos. “Ah listo… ¿pero para el lado de nosotros no?”. El oficial aportó detalles sobre la ubicación: “Chacarita, para el lado de allá hay una gomería, pero esa el sábado”.
En otra escucha telefónica –todas ellas incluidas en una imputación de 408 páginas contra los integrantes de Los Monos–, otro oficial de policía le dice a Gorra: “Esta tarde se rompe Mosconi [refiriéndose al búnker situado en esa calle]”.
Lejos de Rosario, en el municipio de San Martín en el oeste del Conurbano bonaerense,[9] Nélida –una de las líderes de otra banda de narcotraficantes– le preguntó al jefe de la policía de la zona cuándo pensaba allanar el local de fraccionamiento de su principal competidor. Según las transcripciones incluidas en otro conjunto de procesos judiciales, Nélida dijo: “Me andaba preguntando a ver si pasa algo con mi problemita”. Y el jefe de policía respondió: “Sí, lo que pasa es que no hay orden de detención de ninguno. Yo estoy esperando que el fiscal me la dé, ¿me entendés?”.
El Estado ambivalente
El material etnográfico y los procesos judiciales que examinamos a lo largo de este libro reflejan las nociones y opiniones de los ciudadanos comunes sobre la justicia y la ley y el (mal) comportamiento de la policía, el miedo a la violencia interpersonal que experimentan, y una variedad de interacciones entre miembros de grupos implicados en actividades criminales (específicamente, tráfico y venta callejera de drogas) y miembros del aparato represivo del Estado. Los datos analizados completan nuestra comprensión de la “colusión” o “connivencia” policial-criminal: términos que los medios repiten hasta el cansancio, pero cuya sustancia real permanece vaga e indeterminada tanto en el discurso público como en los estudios sobre el tema.[10]
Tomado en conjunto, el material que analizamos otorga forma concreta “a lo que de otro modo sería una abstracción (‘el Estado’)” (Gupta, 1995: 378). “El Estado como institución –escriben Aradhana Sharma y Akhil Gupta– adquiere fundamento en la vida de las personas a través de las prácticas aparentemente banales de las burocracias” (Sharma y Gupta, 2006: 11; destacado en el original). Los habitantes de un país aprenden qué es el Estado en la esfera de las prácticas cotidianas, como hacer fila para obtener un subsidio (Auyero, 2013), pagar una multa de tránsito, asistir a una audiencia en un juzgado o, como veremos en este libro, sospechar o comprobar que un policía viola la ley.
La investigación académica sobre el Estado moderno critica la todavía imperante dicotomía entre Estados “débiles” y Estados “fuertes” (Dewey, Míguez y Sain, 2017; Jessop, 2016). Cruz, por ejemplo, señala que “el foco excesivo en el debate sobre Estados fuertes versus Estados débiles obstaculiza la exploración de las complejidades del rol del Estado en la violencia común” (Cruz, 2016: 378). El politólogo Enrique Desmond Arias (2006a; 2017), por su parte, arguye que necesitamos examinar los tipos específicos de compromisos entre el Estado y los actores criminales. En su investigación en las favelas de Río de Janeiro,analiza con minuciosidad esos compromisos entre organizaciones criminales, asociaciones comunitarias, policías y políticos. En sus propias palabras:
Las relaciones entre policías y traficantes son violentas y desorganizadas. Los moradores informan que mientras un destacamento policial recibe pagos directos de los narcotraficantes, otros destacamentos mantienen relaciones más distantes con ellos. La mayoría de los policías no aceptan sobornos directos de las bandas. En cambio, arrestan a los traficantes, confiscan el contrabando y después cobran un rescate por la libertad de los narcos encarcelados y venden las drogas y las armas a otras pandillas (Arias, 2006a: 75).
Como con seguridad advertirán los lectores, nuestra descripción de las conexiones clandestinas entre narcotraficantes y agentes policiales comparte muchas similitudes con las de Brasil. A través del análisis minucioso de organizaciones de narcotráfico relativamente más jóvenes y niveles de violencia relativamente más bajos –en comparación con otros casos estudiados en forma exhaustiva, como Brasil, México y Colombia–, nuestro libro intenta aportar elementos para una mejor comprensión de la dinámica de la colusión examinando la información a nivel granular, interpersonal.
El argumento global de este libro postula que, cuando examinamos de cerca las interacciones entre fuerzas de seguridad y actores criminales, el Estado que emerge no es “débil” (como en las descripciones de los barrios pobres abandonados por el Estado o “vacíos de gobernanza”) ni tampoco “fuerte” (como en las descripciones de los barrios pobres como espacios militarizados controlados con firmeza por el puño de hierro del Estado).[11] El conjunto de interacciones clandestinas entre narcotraficantes y actores estatales, desenterradas y analizadas en las páginas siguientes, revelan un Estado que es por sobre todas las cosas una organización profundamente ambivalente, un Estado que hace cumplir la ley y a la vez (y en el mismo lugar) funciona como socio de lo que el propio Estado define como conducta criminal.
Cuando subrayamos el carácter ambivalente del Estado, no estamos aludiendo a la “ambivalencia sociológica”, concepto elaborado por Robert K. Merton y Elinor Barber (1976: 5) para denotar la ambivalencia que “se construye en la estructura de los estatus y roles sociales”. Nosotros utilizamos el término “ambivalente” en sentido literal, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española: “Que presenta dos interpretaciones o dos valores, frecuentemente opuestos”. O como lo define el Oxford English Dictionary:
Que presenta dos valores, cualidades o significados contrarios o paralelos; que suscita emociones contradictorias (como amor y odio) hacia la misma persona o cosa; y que a veces actúa en concordancia con uno u otro de ambos opuestos; equívoco.[12]
Nos embarcamos en el proyecto de desenterrar las conexiones clandestinas entre las fuerzas de seguridad estatales y los narcotraficantes con la doble ambición de comprender no solo la violencia, sino también el tipo de Estado con el que interactúan los ciudadanos pobres en su vida cotidiana y los significados que expresan esas interacciones. En las páginas que siguen no ofrecemos una revisión abarcadora de las distintas perspectivas sobre qué es y qué hace (o debería hacer) el Estado.[13] En cambio, nuestro acercamiento al Estado emerge de un consenso general en torno a su definición como el conjunto de organizaciones que monopolizan el uso legítimo de la fuerza. El Estado se define como
un conjunto de instituciones interdependientes que se diferencian de otras instituciones de la sociedad, legítimo, autónomo, basado sobre un territorio definido y reconocido como Estado por otros Estados [y que se]