El Valer de los valores. Horacio Bolaños

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El Valer de los valores - Horacio Bolaños

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las pasiones, la cautela ante lo desconocido y el desarrollo de la personalidad para enfrentar con entereza cualquier contingencia. Muchas apelaciones de la moderna autoayuda recuerdan las enseñanzas de Séneca, especialmente las que invitan a considerar que todo lo que nos sucede o afecta depende de la manera en que nosotros las tomamos y el sentido que les atribuimos. No es de extrañar su influencia a lo largo de la historia y que renaciera de la mano de grandes pensadores y escritores en momentos turbulentos. Para quienes recuerden el poema de R. Kipling “Si…” o “Piu avanti” de nuestro Almafuerte, pueden tener una idea de la propuesta de vida de los estoicos.

      (ii) La moral algebraica

      Hacia fines del siglo XVIII, con el ocaso de las noblezas occidentales y el ascenso de las democracias liberales, Jeremy Bentham propuso una manera diferente para determinar la cualidad moral de los actos. Coherente con el mercantilismo de la época y el empirismo filosófico de la tradición británica, funda la corriente conocida como utilitarismo, al formular el principio de utilidad según el cual la moralidad de un acto se mide por la cantidad de felicidad que produce y la cantidad de gente a la cual beneficia. Se ha reconocido en esta formulación cierta herencia del epicureísmo griego, pero dista de ser una propuesta sensualista que procura el goce personal.

      Bentham propuso siete criterios cuantitativos para medir el placer en la realización de una acción: intensidad, duración, certeza (o seguridad), proximidad, fecundidad, pureza (mezcla de dolor y placer), extensión (cantidad de beneficiarios).

      El criterio netamente cuantitativo de Bentham trató de ser mitigado por su discípulo John Stuart Mill, quien introdujo la necesidad de agregar características cualitativas, como placeres superiores y placeres inferiores.

      El utilitarismo, desarrollado en los escritos de Bentham y Stuart Mill, significa un cambio radical en la propuesta para valorar los actos morales. Ya no se trata de los fines o los propósitos, sino de los resultados. De allí que también se dice de ella que es una moral consecuencialista.

      Una de las principales críticas al utilitarismo es que fácilmente puede sacrificar el principio de justica en beneficio de una mayoría simplemente numérica, pero la objeción más importante es la que afecta tanto a la moral del propósito como a la utilitarista, y se les objeta que los mandatos basados en sus contenidos dependen de una fuente de autoridad externa en la cual debe creerse y aceptarse como fundamento y garantía para su cumplimiento.

      Las dos escuelas o tradiciones resumidas tienen en común que ofrecen mandatos o contenidos concretos para considerar la calidad moral de las decisiones. Las dos siguientes, por el contrario, ponen el foco en la forma del mandato y no en su contenido. Ellas son la moral del deber (deontológica) y la comunicativa (dialógica).

      (iii) La moral del deber

      También es conocida como moral deontológica, pues en griego la palabra deon significaba deber, obligación.

      La asombrosa mente de Immanuel Kant, a fines del siglo XVIII, revolucionó el pensamiento, el lenguaje filosófico y las preguntas centrales de la modernidad. No podía dejar de transformar la ética y su fundamentación.

      Criado en un ambiente pietista y de una formación enciclopédica envidiable, escribió tres tratados centrales: Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica y Crítica del juicio. En el segundo de los nombrados, aborda el tema de la fundamentación de los juicios o enunciados morales. También lo hace en una obra previa que denominó Fundamentación metafísica de las costumbres.

      Es conocido y bello el epitafio sobre la tumba de Kant, tomado de su Crítica de la razón práctica: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

      Esta frase sintetiza la visión kantiana. Por una parte, el orden cósmico donde rigen leyes de validez universal de regularidad y cadenas de causas y efectos analizables y predecibles; y por otra, la ley moral que deriva de la capacidad de los seres humanos para generar nuevas cadenas de resultados y, por lo tanto, tener que asumir la responsabilidad por sus consecuencias. A esa capacidad Kant la denomina libertad, y ella tiene su base en la voluntad, la facultad de querer algo y disponer de los medios para conseguirlo.

      Cabe recordar que Kant refuta al empirismo y al relativismo con el siguiente argumento: es cierto que hay numerosas culturas que sostienen muy diversas maneras de catalogar qué comportamientos son considerados válidos y buenos y cuáles errados y malos. Pero todas las culturas tienen el sentimiento moral de que hay cosas buenas y cosas malas. A ese sentimiento es al que apela Kant cuando habla de la ley moral en su corazón y solo puede ejercerse si se cuenta con la libertad de opción.

      Pero esa voluntad puede querer obrar bien u obrar mal, entonces surge la pregunta sobre cómo lograr que la voluntad libre elija siempre obrar bien porque en la visión kantiana solo Dios puede querer siempre el bien, por eso, el universo todo está creado para un funcionamiento armónico de todas sus partes.

      Para el sistemático pensador de Königsberg, la respuesta no está por el lado de determinar qué está bien o está mal, sino en encontrar un mandato que la voluntad se imponga a sí misma y que no provenga de una fuente externa, sino de la propia voluntad que se autoimpone obrar el bien por el bien mismo.

      A ese mandato con validez universal –como la de una ley física o matemática– Kant lo denomina imperativo categórico y lo expresa de este modo: “Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en ley general”.

      Es un principio formal, ya que no apunta a un contenido concreto, sino al modo en que la razón debe guiar a la voluntad a querer el bien.

      Para Kant, los seres humanos son las únicas criaturas libres, y es esa característica la que hace que seamos racionales y morales. El libre albedrío es lo que confiere dignidad y valor incondicionado a todos los seres humanos. Es por tal motivo que Kant sostiene que otra manera de expresar el imperativo categórico es: “Trata siempre a la humanidad de una persona como un fin y nunca solamente como un medio”.

      Para Kant, las personas tienen dignidad y no precio. Aquello que tiene precio puede cambiarse por otra cosa; la dignidad no. Esta es una de las mayores precisiones que fundamentan los derechos humanos universales y que están en la base de la búsqueda de modelos de organización social que tratan de preservar el libre albedrío, la igualdad de los seres humanos y la preeminencia de las personas por sobre las estructuras sociales.

      La moral kantiana ha sido calificada de rigorista porque no admite atenuantes. El ejemplo clásico que propone el mismo Kant es el de quien oculta a un perseguido político en su casa y les miente a quienes lo persiguen cuando le preguntan si esa persona está allí.

      Para Kant, quien decide proteger al perseguido y miente no obra de acuerdo al imperativo categórico, sino a un imperativo hipotético o condicionado: “Si quieres salvar una vida, miente”, pero en ese caso no se cumple con el imperativo categórico que se autoimpone la voluntad libre de querer siempre el bien. Si la mentira se convirtiera en ley natural a cumplir por todos, no necesitamos ir muy lejos ni en el espacio ni en el tiempo para adivinar sus consecuencias. Las tenemos a la vista, y no es precisamente un mundo de armonía y paz perpetua, como aspiraba el pequeño pero enorme aldeano de la Prusia de Federico

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