El Valer de los valores. Horacio Bolaños
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Los trabajos de Habermas y Apel procuran retomar la línea kantiana en el sentido de entender la fundamentación ética como formal (y no de contenidos) y concuerdan con Kant en que el mundo moral es el de la autonomía humana, es decir, el de aquellas leyes que los seres humanos se dan a sí mismos. Precisamente porque las asumen pueden promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirlas15. Son leyes autónomas, es decir, se cumplen porque se autoimponen y no heterónomas porque una autoridad externa las dictaminó.
Sin embargo, discrepan con el pensador prusiano en que la formulación de cualquier norma o mandato debe ser un proceso monológico e individual, sino que deben acordarse entre todos los afectados en un diálogo libre de presiones y con determinadas reglas, como las que se describirán en la parte B de este trabajo.
Un tema clave en la argumentación de la ética del discurso es el de la “comunidad ideal de comunicación”.
Para esta corriente de pensamiento, en el acto de entrar en un debate argumentativo estamos presuponiendo la posibilidad de un acuerdo o de convencer a otros semejantes mediante el diálogo y el lenguaje. Además, se genera de hecho una comunidad real de argumentantes que debaten e intercambian sus puntos de vista. Seguramente, estas conversaciones reales se darán con las falencias que todos conocemos de reuniones de consorcio, debates parlamentarios o discusiones gremiales, entre muchas otras. Para superar esas falencias, la ética dialógica propone imaginar una situación en la que se dieran condiciones para que el debate resultara productivo, satisfactorio para las partes y efectivo para resolver la situación bajo debate. A esa situación Habermas y Apel la llaman “comunidad ideal de comunicación”. No es una utopía, se adelantan a aclarar estos autores, sino una idea regulativa, un escenario modelo al cual tender y en el cual todos los participantes puedan coincidir en las condiciones para su funcionamiento óptimo. Las condiciones para que funcione adecuadamente una comunidad real, teniendo como meta la comunidad ideal de comunicación, serán presentadas en el apartado “Las condiciones de la comunicación dialógica en las organizaciones”, de la parte B de este trabajo, a la cual remito por estar más detallada.
d) El discreto encanto del escepticismo ético16
En esta apretada síntesis no puedo dejar de mencionar la posición que desafía a todas las precedentes y que, sin constituir una escuela, sí es una postura que suele tener muchos adeptos, especialmente en momentos de cambios tan profundos como los que vive la humanidad en los últimos sesenta años, que es el escepticismo.
El escepticismo ético deriva del escepticismo cognoscitivo, que niega la posibilidad de conocer algo de manera firme y definitiva (apodíctica, en el lenguaje filosófico). El escéptico moral niega que sea posible justificar o fundamentar racionalmente la obligatoriedad de una norma o la verdad de un juicio moral. De allí que sostenga la cualidad de relativas de todas las normas de convivencia.
El problema de esta postura es que irremediablemente entra en autocontradicción cuando intenta argumentar a favor de su tesis dado que, como vimos en la ética discursiva, argumentar presupone necesariamente el reconocimiento de la validez de determinadas normas como las del lenguaje o el diálogo.
Al hablar del “discreto encanto del escepticismo ético”, Maliandi se refiere al hecho curioso de que expresiones muy diferentes del pensamiento contemporáneo, como el neopositivismo, el existencialismo, el estructuralismo y el posmodernismo, sucumban a su fascinación.
e) ¿Una ética sin sujeto?
Por las características del presente trabajo, deseo concluir estas reflexiones preguntando si es posible seguir pensando la ética y sus dilemas si desaparece el sujeto, es decir, la persona responsable de sus actos y decisiones.
La pregunta me parece pertinente porque, a partir de mediados del siglo XX, se instaló en los medios académicos la tesis estructuralista que sostenía que la vida natural se nos escapa desde el momento en que comenzamos a hablar. Hablar sería antinatural, en el sentido de que inscribe nuestro cuerpo biológico –el nivel de lo instintivo e indiferenciado de la vida natural– en el campo de la cultura y de la ley.
Yo no soy otra cosa que una fantasía de presencia detrás de la significación, necesariamente perdida desde el momento en que estamos sujetos a un sistema de signos, como el lenguaje oral y corporal. Por todo eso, el discurso tiene la estructura del deseo, porque le falta algo que tiene que articularse en el orden del lenguaje. No decimos lo que queremos; queremos lo que decimos17.
Pero fue Michel Foucault quien más influyó en el cambio de visión sobre el sujeto al sostener que es el poder hegemónico el que utiliza técnicas de sujeción y de normalización para crear al individuo moderno. Y lo hace a través de instrumentos de domino sobre su cuerpo, alrededor de la salud, la sexualidad, la higiene, el valor (o no) de lo genético, los límites entre salud y enfermedad, entre otros.
Según esta visión, en nuestros tiempos, el sistema capitalista, a través de los Estados nacionales, sería el responsable de delinear las formas de dominio que le permiten categorizar, clasificar, disciplinar y controlar a las poblaciones (ya no sociedades) para ponerlas al servicio de sus intereses.
Para este autor y sus numerosos seguidores, es el entorno social donde nace y crece un individuo el que moldea su mapa axiológico, su autopercepción y, en síntesis, su manera de ver el mundo. Es por esta línea que se llega a plantear la muerte del sujeto libre, autónomo, responsable y socialmente solidario18.
Paul Ricoeur, potente pensador de la segunda mitad del siglo XX, introdujo la expresión “maestros de la sospecha” para remarcar cómo, a partir del siglo XIX, la filosofía se pone en guardia sobre los posibles engaños a los que nos puede llevar una ingenua búsqueda de sentido en la conciencia, ya que esta tiende a engañarnos. Marx, Nietzsche y Freud –de ellos se trata–, cada uno a su modo, intentaron descubrir qué trama oculta hay detrás de la conciencia que nos lleva a ver las cosas de una manera, cuando en realidad se darían de otra. Para Marx, la verdadera explicación está en los procesos sociales generados por la dinámica de la economía. Nietzsche, por su parte, lo atribuye a la demostración de fuerza que hacen los seres humanos para estar en el lugar que sienten que les corresponde estar en el mundo, a la que llama voluntad de poder. Finalmente, Freud señalará los ardides del inconsciente para desviar y desvirtuar las pulsiones por los verdaderos objetos de deseo humanos.
La influencia de estos tres pensadores, junto con otros aportes significativos posteriores, llevó a que la filosofía se tornara una ciencia de la interpretación o hermenéutica de los discursos (orales o escritos) sobre lo que en otros tiempos se llamaba realidad.
En los últimos años, muchos de estos pensadores coinciden, en líneas generales, en considerar a la tecnología y la globalización como consecuencias negativas del proceso de cambio y auguran escenarios poco esperanzadores para la humanidad.
Como previendo este deslizamiento hacia el pesimismo en la filosofía, ya en el año 1982, Jacques Derrida pronunció una conferencia que tituló: “Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía”19. En aquel momento, el conferencista lanzó una aguda crítica contra los actuales mistagogos (iniciadores en cualquier tipo de misterios) que preconizan la muerte de Dios, de la poesía, del arte, de la razón y del sujeto.
Pero, simultáneamente, hay otros pensadores que no tienen esta visión apocalíptica