Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización. Pablo Ignacio Reyes Beltrán
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Como lo sostiene Jairo Estrada (2006), la consolidación del modelo económico neoliberal se produjo a través de un régimen jurídico-económico impulsado desde los países del primer mundo, organismos multilaterales y la presión de las empresas transnacionales. Por ende, con la Constitución de 1991, el Estado colombiano institucionalizó legalmente la imposición del nuevo modelo económico centrado en el mercado. En la nueva carta constitucional se crean las condiciones necesarias para que los capitales provenientes del extranjero accedieran al mercado nacional, al desmontarse paulatinamente el proteccionismo económico, reorganizar los mercados de capitales, crear la autonomía constitucional del Banco de la República, privilegiar los derechos económicos — mercado— sobre los sociales y culturales, impulsar la descentralización política y administrativa y, finalmente, impulsar decididamente la venta y privatización de empresas estatales y servicios públicos.
Lo anterior evidencia una política de Estado desde finales de los ochenta del siglo pasado, con las primeras reformas planeadas por Virgilio Barco, de shock por César Gaviria, implementadas por Ernesto Samper y Andrés Pastrana, y estructuradas por Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Todos los procesos de introducción y estructuración del modelo económico neoliberal tendieron a reconfigurar la actividad del Estado, al minimizar su papel en la regulación de la economía y su intervención en lo social (Londoño, 2009).
La Constitución de 1991 incluyó tesis liberales, conservadoras y socialdemócratas, lo que era expresión de la Revolución en Marcha de César Gaviria y la consolidación del Estado social de derecho en los nuevos procesos constitucionales de la región latinoamericana (Kalmanovitz, 2002). Así mismo, la carta constitucional logro avances significativos en aspectos ambientales, étnicos y territoriales, en los cuales lo primordial era proteger las riquezas culturales y naturales de la nación a partir de la preeminencia del interés general sobre el particular, la función social de la propiedad, el derecho a un ambiente sano, entre otros aspectos (Fierro, 2012).
La tensión que surge en la Constitución de 1991 entre el modelo neoliberal de mercado y los derechos, económicos, sociales y culturales (DESC) se resuelve en el Gobierno de Álvaro Uribe, bajo el supuesto de que en la organización social y la política se encuentra el sustento de una de sus políticas: la seguridad democrática. Allí está la base para la implementación del modelo económico, ya que la preocupación central de su administración es garantizar la protección de los derechos de propiedad de las transnacionales y de los grupos económicos del país (Estrada, 2006).
Libardo Sarmiento (1995) establece que la introducción del modelo económico neoliberal en 1990 no cumplía con las promesas establecidas constitucionalmente en materia de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, ya que el proceso de ajuste y reestructuración económica influida por la ortodoxia liberal se fundamentaba en tres principios: 1) reducir el papel del Estado en favor de una economía de mercado; 2) mantener una política macroeconómica estable, bajo los supuestos de controlar la inflación, la disciplina fiscal y el equilibrio externo; 3) impulsar la apertura económica y facilitar los flujos e inversiones de capital hacia el país. Por tanto, el modelo económico aperturista entra en tensión con una política ambiental y de preservación, donde la naturaleza es mercantilizada por un modelo cuya finalidad es privatizar y garantizar derechos de los particulares bajo la lógica del reinado de los principios del mercado, al despreciar derechos colectivos relacionados con principios de equidad y justicia (Palacio, 2003).
En las últimas décadas de la historia del país, el modelo aperturista y de mercado se ha profundizado y estructurado, ya que los acuerdos multilaterales acordados en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la firma de tratados de libre comercio, firmados en la administración de Uribe y Santos, son convenios de propiedad que buscan despojar de derechos sociales a la población rural. Los efectos de este modelo económico son la reprimarización de la economía, lo que ha ocasionado el desplazamiento forzado, el despojo de la tierra, la implementación de megaproyectos agroindustriales —soya, palma de cera y caña de azúcar—, la perdida de la biodiversidad y su privatización, la implementación de proyectos extractivitas —de minerales e hidrocarburos—.
Según Luis Pardo (2013), el modelo económico que brindó las bases a la política aperturista y extractiva fue delineado por el Consenso de Washington, que posteriormente fue codificado como una política de liberación económica promovida por organismos multilaterales —BM y FMI— como una estrategia para el impulso de las reformas económicas estructurales de países en desarrollo, donde las reformas que se implementaron estaban enfocadas en “la liberación del comercio internacional, la eliminación de las barreras a la inversión extranjera, la política de privatización y ventas de empresas públicas, la desregulación de los mercados y la protección de la propiedad privada” (p. 184), las cuales se extenderán paulatinamente a los sectores agrícolas, mineros y ambientales. Para Pardo, la estrategia del BM era clara en cuanto a crear las condiciones para la inversión extranjera en el país, lo que produjo reformas a los regímenes de inversión extranjera y estatutos tributarios, que fueron adelantadas por préstamos y asistencia técnica de los organismos multilaterales cuyo fin era dar un mayor impulso a las economías de enclave.
De este modo, la vinculación de lo local —territorio— a los intereses económicos globales se estructura a partir de la promulgación de la Constitución de 1991, pues se reconfigura el Estado y pasa del Welfare State al neoliberal o de mercado. Es importante mencionar que lo único que le garantiza seguridad a la inversión extranjera en el país es el aval del funcionamiento efectivo y eficaz del imperio de la ley —así no sea absolutamente soberano en la acepción tradicional—, ya que la observancia de las nuevas condiciones jurídicas y su adaptación de las leyes internacionales es una condición para sobrevivir en unas sociedades globales diferenciadas y cada vez más complejizadas (Reyes, 2017). En este aspecto, la función del Estado sigue siendo interiorizar e intermediar la lógica de competencia capitalista internacional y, como está sucediendo con el país desde 1990, asegurar el cumplimiento, en el terreno local, de los compromisos adquiridos con el nuevo orden mundial transnacional (Garay y Sarmiento, 1999).
Se advierte que esta americanización de la Constitución solo ha posibilitado una infinidad de reformas en el orden jurídico colombiano, que van en detrimento del bienestar de la población: reformas al régimen de seguridad en salud y pensiones, el sistema de vivienda de interés social, las nuevas regulaciones del derecho laboral y la educación que se profundizan y articulan en dirección de las relaciones mercantiles. Lo anterior evidencia que las relaciones económicas y sociales propias del capitalismo en su fase neoliberal están vigentes. Además, las reformas que se han introducido en la Constitución Nacional, así como las posteriores, reflejan el llamado a prestar los servicios básicos domiciliarios y la producción de artículos de consumo, y allí el Estado deberá orientar y coordinar el papel de los privados (Moncayo, 2004). Víctor Moncayo (2004) advierte:
La Constitución de 1991 ha garantizado la participación del sector privado, la consagración expresa de la internacionalización de la económica, que es la frase que resume la readecuación nacional que está en curso; la mayor flexibilidad para la organización de la estructura administrativa en todos los ámbitos; la trasformación de la rama jurisdiccional; la reordenación de las competencias del órgano legislativo con la ampliación del campo de las leyes orgánicas o estatutarias, para trazar grandes directrices, igualmente flexibles, a la acción ejecutiva; la redefinición de las funciones de las entidades territoriales para completar y perfeccionar las tareas