Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización. Pablo Ignacio Reyes Beltrán
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Para los expertos en el conflicto armado en Colombia, hay muchos factores de índole económico, político y social que generaron el alzamiento en armas de la Farc y otros grupos de izquierda y de derecha en la década de los sesenta. En este apartado nos introduciremos en el problema de la concentración de la tierra y, en consecuencia, la ausencia de una reforma agraria como una de las razones del origen y prolongación del conflicto armado en Colombia. Una de las características del país en materia de tenencia de la tierra, como lo manifiesta Fals Borda (1987) en los ochenta, es la consolidación de un Estado latifundista, que históricamente ha favorecido a determinadas familias prestantes —particulares— y compañías extranjeras. La política estatal sobre la propiedad rural ha sido una lucha constante contra una política de baldíos y tierras nacionales que no hace otra cosa que reflejar la naturaleza de clase del Estado señorial y terrateniente, heredado de la colonia.
Como lo muestran Jaime Jaramillo (1970) y German Colmeneras (1989), la disputa por la tierra ha estado presente desde la llegada de los españoles a tierras americanas en el siglo xv. Desde la conquista, la colonia y la república en el siglo XIX, la tierra ha sido fuente de poder político, económico y reconocimiento social. Esta era utilizada como símbolo de poder y prestigio de las clases privilegiadas, pues desde este lugar reafirmaban su posición social de dominio y, por ende, controlaban los cargos de poder político en el Estado en los órdenes locales, regionales y nacionales.
La concentración de la tierra ocasionó exclusión y desigualdad en la sociedad colombiana. Términos como miteños, encomenderos, caudillos, hacendados, terratenientes y latifundistas eran la manifestación de una poderosa clase social que dominaba amplias superficies del país en las zonas de sabana, valles interandinos y montañas. Como lo sostiene José Honorio (2013), “el control de la tierra y su apropiación ha constituido históricamente una de las fuentes de poder político hasta nuestros días, en los cuales grandes terratenientes y sus testaferros controlan miles de hectáreas del territorio nacional” (p. 60). En estas zonas es palpable la precaria presencia de las instituciones estatales, lo que originó el control del territorio y sus pobladores por parte de particulares —legales e ilegales— que utilizan la fuerza para reprimir cualquier tipo de resistencia social organizada.
En el siglo XX la cuestión agraria apareció a partir de las secuelas que dejó la guerra civil de los Mil Días, con la exigencia de tierra por parte de indígenas, aparceros, colonos y arrendatarios, lo que propició la extensión del conflicto en regiones del centro, oriente y occidente del país. El Gobierno de López Pumarejo procuro encontrar una solución al problema de la propiedad de la tierra con la Ley 200 de 1936, que enfrentó la creciente movilización campesina por el derecho a tener tierra.
La Ley 200 declaraba la propiedad de la nación sobre la tierra sin cultivar o explotar. Además, en el artículo 6 establecía que la nación podía expropiar aquellos predios rurales en los cuales se dejará de ejercer posesión, que se relacionaba con el artículo 1 de la misma ley, en donde se fija la propiedad con base en la explotación económica de la tierra. A los diez años siguientes de la promulgación de la ley, se facilitó la titulación de tierra trabajada por parte de aparceros, colonos y arrendatarios; en este escenario la ley impedía el lanzamiento de los nuevos propietarios remitiéndose a la justicia de ocupación de tierra mayor a treinta días, lo que originó una reacción por parte de los terratenientes que expulsaron a los colonos o arrendatarios que pretendieron ser favorecidos con la promulgación de la ley (Gilhodes, 1989a).
Posterior a la publicación de la Ley 200 de 1936, se intentó una nueva reforma agraria en la administración de Alberto Lleras Camargo, con la Ley 135 de 1961 que, al igual que la anterior, intentaba contener los movimientos de campesinos colonos en las diferentes regiones del país. Con esta intentaba prevenir una concentración inequitativa de la propiedad, crear unidades de explotación adecuadas, dar mejores condiciones a los aparceros y arrendatarios, elevar el nivel de vida de los campesinos, fomentar el cultivo de tierras mal cultivadas y aumentar la productividad, entre otras (Gilhodes, 1989b). Los anteriores procesos reformistas de la tenencia de la tierra fueron clausurados en el Pacto de Chicoral, donde la iniciativa por parte de los grandes poseedores era detener los logros alcanzados por la Asociación de Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), quienes se apropiaban de la tierra y, posteriormente, presionaban para su legalización. En palabras de José Honorio (2013):
La respuesta gubernamental inmediata fue la represión y la criminalización del movimiento agrario y la división del mismo. Entre enero de 1970 y abril de 1981 fueron asesinados por agentes estatales y organizaciones privadas 501 campesinos e indignas, la invasión de la tierra se convirtió en un delito castigado con extremas penas de prisión y a organización fue dividida a expensas del gobierno, el cual suprimió los recursos financieros para su funcionamiento. (p. 63)
A finales de la década de los ochenta se excluyó del debate económico y político el concepto de reforma agraria para solucionar el problema de la tenencia de la tierra en el país. Esto se hace evidente en la Ley 30 de 1988, la cual establece el término de comercialización de la tierra, que advertía la imposición del nuevo modelo económico aperturista y de mercado en el país. A través del Instituto Colombiano de la reforma Agraria (Incora), el Estado tenía la función de comprar tierras a los grandes latifundistas para tratar de implementar un programa de redistribución de la tierra en pequeños propietarios dentro de la frontera agrícola, bajo la modalidad de precios comerciales con altas tasas de interés (Tobón, 1990).
A partir de la imposición del nuevo modelo económico en 1990 y la promulgación del nuevo orden constitucional en el año de 1991, según Jairo Estrada (2004) se configura una “constitución política del mercado”, pues el ámbito económico quedó lo suficientemente amplio como para permitir el desarrollo posterior del modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregularización económica, la disciplina fiscal, la creación de nuevos mercados, la apertura económica al capital transnacional y la privatización de los activos estatales (Estrada, 2004).
En la década de los noventa del siglo XX, los distintos Gobiernos impulsaron las políticas neoliberales en la economía nacional y, de esta manera, crearon las condiciones de la apertura económica. Se implementaron varios procesos en relación con el sector rural que, según Absalón Machado (2013) fueron, en primer lugar, el desmantelamiento y privatización de la institucionalidad para el sector agrario; instituciones como el Idema, el Inderena, el Himat, el INPA, el ICA, la Caja Agraria, entre otras, desaparecieron y fueron reformadas en instituciones orientadas a implementar la política de mercado en el sector rural, como la Bolsa Nacional Agropecuaria, Finagro, la Corporación Colombiana Internacional y el Banco Agrario de Colombia. En segundo término, la tierra ingresó en un acentuado proceso de mercantilización especulativa reglado por la figura del mercado de tierras. En tercer lugar, las importaciones alimentarias se acrecentaron y el mercado interno de alimentos y semillas fue tomado por las trasnacionales.
Con la Ley 160 de 1994 se concibe una política de desregulación económica y la creación de los nuevos mercados, con lo cual se introdujo el mercado de tierras como una forma de abordar el problema de la distribución de la propiedad rural en el país. En esta ley se plantea otorgar subsidios para la compra de tierras para los pequeños propietarios y, de esta manera, garantizar el acceso a la tierra por parte de la población históricamente excluida de este derecho. Sin embargo, la negociación voluntaria que se produjo entre campesinado y el propietario, en la práctica, ayudó a fraccionar la mediana propiedad y a sobrevalorar la propiedad rural sin tener en cuenta sus capacidades productivas (Machado, 2009).
Con esta ley se obstaculiza cualquier política redistributiva de la propiedad dirigida por el Estado. Paralelamente, en la década del noventa el conflicto armado en Colombia se profundiza y extiende en todo el territorio nacional —inclusive