Paz decolonial, paces insubordinadas. Jefferson Jaramillo Marín
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En ningún momento sugerimos que la realidad de nuestra América, la paz, la violencia y el conflicto deban ser pensadas exclusivamente con los lentes que estructuran las epistemologías del sur, pues consideramos de vital importancia el diálogo con las teorías críticas del pensamiento moderno occidental. Sin embargo, dada la presencia de una geopolítica del conocimiento de raigambre colonial, invisiblemente anclada a los estudios de paz, en la que se han subalternizado saberes populares y ancestrales del sur global, sí creemos que no puede haber una lectura que permita dar cuenta de la complejidad de nuestra realidad y, al mismo tiempo, nutrir los caminos necesarios de transformación que los contextos de violencia en Latinoamérica requieren en el presente, sin que sea central el pensamiento propio.
Este pensamiento es, desde luego, plural, por lo cual invitamos a diálogos productivos entre las diversas producciones intelectuales de la región, vinculando siempre las reflexiones feministas y de los sujetos que históricamente han sido silenciados, como las mujeres y la población negra, afro, indígena, campesina y empobrecida. Solo diálogos interculturales y entre visiones diversas del mundo y la realidad, horizontales, imaginativos y disruptivos, podrán permitir comprender lo que nos ha pasado y elucidar los mejores caminos posibles para consolidar las paces que los territorios requieren.
Estos diálogos requieren evitar asignar, a priori, una carga emancipatoria a los actores y procesos, simplemente por el lugar de enunciación o posición de sujeto que ocupan. Esto implica distinguir entre la “ubicación social” y la “ubicación epistémica”. El hecho de que se esté ubicado socialmente en el lado oprimido de las relaciones de poder no significa automáticamente, como lo plantea Grosfoguel (2006), que se piense desde una posición epistémica subalterna. En este sentido, Restrepo y Rojas (2010) señalan que no se trata de un nativismo celebratorio o un tercermundismo fundamentalista, orientalista, indianista o afrodescendentista, que contribuya a reforzar la colonialidad antes que desmantelarla. Las versiones que se adscriban al análisis crítico de la paz deberán trascender el “populismo epistémico”, en el cual el significante de la construcción de paz, acompañado de algún otro remoquete, sirve para certificar una rutilante novedad teórica o la adscripción al tema del momento.
Una de las consecuencias del ejercicio reflexivo de la crítica son las preguntas que resultan esenciales para la comprensión de los procesos, la dimensión de las políticas de producción teórica y las tensiones generadas en marcos de geopolíticas del conocimiento: ¿quién produce el conocimiento?, ¿en qué contexto se produce?, ¿para quién se produce?, ¿a quién se representa?, ¿cuáles son las consecuencias de las representaciones producidas? (Santos, 2009; Restrepo, 2005; Rivera-Cusicanqui, 2010). En el marco de las apuestas teóricas que se adscriben a lo local, al trabajo con “epistemologías otras”, una precaución básica de método podría estar orientada a la reflexión sobre el tipo de relaciones que se construyen en las dinámicas de trabajo colaborativas, participativas; sobre las intencionalidades de quien investiga, la definición de las tensiones inmanentes de la producción de conocimiento y los riesgos del extractivismo epistémico (Grosfoguel, 2016). Una posible línea de fuga es pensar con en lugar de pensar sobre; plantearse la necesidad de teorías de retaguardia como formas de acompañamiento (Santos, 2017).
Estos son tiempos en los que requerimos múltiples insurrecciones de los saberes subalternizados, de aquellos que son epistémicamente disruptivos, así como la disputa por la representación del mundo en el espacio de lo público y en la organización del sentido común que orienta la forma de habitar la vida en la cotidianidad, en medio de la guerra o después de ella. La Abya Yala y Améfrica Ladina profunda, la que se encuentra en las márgenes del Estado y/o del poder hegemónico, es pletórica de estos saberes. El escenario transicional actual es la oportunidad para desmontar los diseños globales político-jurídicos y económico-sociales desde los cuales se define la vida de los otros, y dar espacio a los diseños territoriales en donde sucede la vida.
Hablar de las paces en su pluralidad epistémica, cultural y ontológica implica reconocer sus múltiples posicionamientos teórico-metodológicos. La perspectiva multiescalar puede ayudar a descentrar los metarrelatos omnicomprensivos construidos desde arriba, o la paz imaginada a gran escala, desde el sistema de las Naciones Unidas, las agencias de cooperación o las instituciones del Estado, enfocando el lente en las agencias cotidianas que habitan la fractura que emerge entre las violencias y las paces. Es lo que a continuación, buscaremos abordar.
1.3 DE LA PAZ IMAGINADA A GRAN ESCALA A LA PAZ SITUADA PLURALMENTE
En su historia reciente, Colombia ha transitado al menos por trece experimentos institucionales de paz, algunos exitosos, otros fallidos (Jaramillo, 2019). Cada uno representó una oportunidad política y un escenario de tensiones. En algunos casos se silenciaron parcial o totalmente las armas de los grupos armados, en otros operó más la simulación de lo transicional. En algunos momentos se intentó conjurar gubernamentalmente la guerra con políticas de reconciliación, en otros, con estrategias de paz-cificación3. En algunas situaciones se cerró el pasado incómodo sin políticas de memoria, en otras se sobregestionó y administró institucionalmente el pasado doloroso de las víctimas. El más reciente de estos experimentos ocurrió en el período 2012-2016, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, siendo uno de los de mayor resonancia política a nivel nacional e internacional.
Mientras acontecía a “gran escala” la negociación, firma y diseño institucional de este proceso emblemático, se sucedían a nivel regional y popular grandes protestas o acciones contenciosas, especialmente paros y movilizaciones. De hecho, entre 2011 y 2016 el país vivió un “ciclo ascendente de protestas de grandes magnitudes” (Cruz, 2017, p. 12), registrándose 1 032 protestas tan solo en el año 2013, la cifra más alta que se tiene desde 19754. Estas modalidades de protesta fueron acompasadas por una tendencia de crecimiento importante de las denominadas acciones colectivas por la paz (casi 600 acciones) entre 2012 y 2015 (Sarmiento et al., 2016). Según los analistas, los diálogos de paz en Colombia, sumados al desescalamiento del conflicto armado durante esos períodos, han representado una oportunidad política para la ampliación de estas distintas formas de participación, y este último proceso no ha sido la excepción (Sarmiento et al., 2016). Para otros autores, este proceso ha conllevado que los beneficios potenciales de las reivindicaciones de los que se movilizaron fueran mayores que los costos que, probablemente, acarrearía la acción colectiva por la represión estatal (Cruz, 2017).
En el escenario actual, donde las brechas entre la paz imaginada y la paz situada parecen ampliarse y profundizarse, es lógico preguntarse si estas acciones colectivas, tanto pacíficas como contenciosas, pueden ser consideradas como maneras concretas y prácticas que las comunidades locales encuentran para sortear las fisuras de un Acuerdo de Paz que sienten lejano de sus necesidades cotidianas, y acometer alternativas locales y propias para enfrentar las adversidades. En particular, lo que muchas comunidades del país pronuncian constantemente a modo de mantra, bajo la consigna “defender la vida, el territorio y la dignidad”. ¿Qué puede caracterizar a estas maneras concretas y prácticas de hacer la paz? ¿Qué tanto logran desafiar y subvertir condiciones adversas y violentas a nivel territorial? ¿Qué tan efectivas son a largo plazo para las transformaciones locales? ¿Qué tan alternativas son frente a lo