La erosión democrática y el contrato constitucional. Ricardo Alejandro Terrile Sierra
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El Institucionalismo Histórico, por su parte, interpreta el impacto que tienen las instituciones en el comportamiento social, una vez establecida una determinada disposición. Tomando como ejemplo, la mencionada “regla del casco”, Guy Peters refiere que “las personas, quizás en un primer momento portaban sus cascos por el miedo a la infracción pero, poco a poco, fueron convirtiendo la condición de portadores del casco como rutina; la rutina se transformó en costumbre y ésta va naturalizando nuestros comportamientos…”. La norma aceptada socialmente afectan nuestros comportamientos sociales y ello conlleva a naturalizar ciertas actitudes y comportamientos. Aquel comportamiento, que en un principio pudo ser estratégico, deviene en costumbre y la costumbre se internaliza hasta convertir la conducta en automática.
James March y Johan Olsen (The Logic Off Appropriateness) vinculado al tema que estamos analizando, introducen la “Logica de la Apropiación”, en la que los individuos adoptan ciertas normas, las “internalizan” y transforman en algo cotidiano y apropiado. De este modo se enfrentan dos paradigmas para entender el impacto de las regulaciones: a) aquella que se asocia con el modo en que ellas van limitando el actuar de los individuos, quienes a su vez, reaccionan estratégicamente y b) las que se asocian a un impacto de más largo plazo, modificando conductas, generando hábitos y finalmente, provocando transformaciones en el modo de entender y comprender los procesos políticos y sociales que internamente hacemos de los mismos. La tecnología y las redes sociales han transformado en obsoletas muchas reglas.
Si todas las normas se internalizan y se transforman en un hábito ¿porqué los actores políticos y sociales demandan frecuentemente cambiar las reglas que regulan nuestro actuar?”
La respuesta racional esta en la “insatisfacción”. La sensación puede estar en el origen de la norma (las leyes de la dictadura); en sus resultados (la norma no cumplió las expectativas para las que fue diseñada o como consecuencia de un nuevo contexto social). La insatisfacción provoca la incomodidad frente al carácter imperativo de una regla y el instinto humano nos moviliza en procura de cambiar, de transformar, de actualizar determinada norma.
Las reglas, en definitiva, son manifestaciones del poder y lo que debemos procurar es como la incorporamos a un contrato constituciónal
Los decretos de necesidad y urgencia (DNU) no constituyeron una herramienta de los gobiernos de iure sino defacto. Fueron las dictaduras quienes apelaban a dichas disposiciones. Sin embargo, a partir de 1989, Menem utilizó una artillería de DNU impulsado por su ministro de economía Domingo Cavallo, evitando el debate parlamentario y apoyado por una Corte Suprema cómplice que había ampliado a nueve miembros. La omisión parlamentaria no era consecuencia de contar con minoría parlamentaria; todo lo contrario, mantenía mayoría en ambas cámaras, lo que quiso evitar y lo consiguió, era el debate parlamentario con la oposición frente a la privatización de las empresas del Estado. Los legisladores oficialistas apelaron al silencio o al ataque despiadado a la oposición invocando la “modernización del Estado”. Jamás hubo autocrítica de aquel pasaje.
Era tan exagerada la cantidad de DNU que había promovido Carlos Memen durante su administración que, en el debate y posterior consenso que mantuvo con Raul Alfonsín, ex Presidente de la Republica y referente del mayor partido de oposición, fueron incluidos los mencionados decretos en el “Acuerdo de Olivos” y posteriormente incorporado al contrato constituciónal de 1994 en su artículo 99 inciso 3, dentro de las atribuciones del Poder Ejecutivo, estableciendo una prohibición: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Sin embargo, seguidamente la misma norma y de la mano de Carlos Corach, uno de los responsables de traducir las conclusiones de los debates, la norma fijaba dos excepciones: “Solamente, cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta constitución para la sanción de las leyes y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia”.
En 1989, cinco años antes, la administración de Menem había ampliado de cinco a nueve los miembros de la Corte Suprema, conformando una nueva mayoría, tristemente conocida como “La Corte Menemista”, que avaló la promulgación de decretos en forma ordinaria, interpretando que le correspondía al Congreso su rechazo o derogación, admitiendo, en consecuencia, la legitimación del acto presidencial, aunque el Congreso estuviera deliberando.
La conducta presidencial fue imitada posteriormente por las administraciones de De la Rúa, Duhalde, Kirchner, Cristina Fernandez de Kirchner, Macri y actualmente por Alberto Fernandez.
La reciente pandemia ha desatado nuevos DNU que en la administración de Alberto Fernandez, implica una delegación discrecional de facultades al Jefe de Gabinete que ha revocado el único límite para la reasignación de las partidas presupuestarias que le imponía la ley financiera en su artículo 37 sancionada por la administración Macri. El límite del 7,5% para el ejercicio 2017 y del 5% para el 2018, sobre el monto total aprobado del presupuesto ha desaparecido y ello autoriza al Jefe de Gabinete a alterar, compensar, intercambiar, derogar, habilitar, adjudicar nuevas partidas sin control alguno del Congreso. Una verdadera ley de superpoderes que desplaza al parlamento en la composición y destino de las cuentas de ingreso y egreso del Estado.
Los DNU se han transformado en uno de los factores más incisivos en la erosión del sistema democrático.
Otro factor es la “delegación legislativa” que el contrato constituciónal admitió en su artículo 76, con una prohibición: “Se prohibe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo” y simultáneamente con dos excepciones: “Salvo en materia determinada de la administración o de emergencia pública”. Las excepciones estaban atadas a dos condiciones: El Congreso debía fijar el plazo para su ejercicio y las bases de la delegación.
La distorsión de la norma fue inmediata: El Congreso dispuso a continuación, en el marco de sus atribuciones reglamentarias y por simple mayoría, que todas las facultades conferidas al Congreso por las provincias en la convención constituyente, constituían materia determinada de la administración y en consecuencia, todo era delegable.
El deterioro creciente tiene otra arista: la cuestión tributaria. Sus constantes modificaciones, altera las reglas de juego y generan desincentivos a la inversión.
La administración del Presidente Alberto Fernández ha creado o aumentado en diez meses de mandato, catorce (14) impuestos, algunos de los cuales están incluidos impropiamente en la Ley de Presupuesto, pese a la prohibición que consagra la Ley 24.156 sobre “Administración Financiera y de los Sistemas de Control