Pasquines, cartas y enemigos. Natalia Silva Prada
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Entre los signos de humillación que podían acompañar o no a los textos injuriosos, historiadores como Edoardo Grendi, Carlo Ginzburg, Fernando Bouza y Antonio Castillo han recuperado prácticas como el redomazo (acto de manchar con tinta u otras sustancias al infamado), arrojar excrementos de animales a la propiedad de los infamados, colocar figurones ridículos que lo representasen, realizar pinturas alusivas a sus supuestos vicios, marcar casas y propiedades con cuernos o con ajos y adicionar sambenitos75 para acusar de nueva cristiandad al injuriado.76
Otro aspecto muy importante, destaca Félix Segura, es que “cualquier acto de agresión es una variante alterada de comunicación”77 y puede llegar a ser más poderoso que la misma violencia física. Más que hacer catálogos de denuestos, Segura propone entender por qué ciertas injurias causaban tanta preocupación, por cuanto eran capaces de “golpear a la comunidad en lo más profundo de sus convicciones morales y desestabilizar el equilibrio imperante en todo un colectivo”.78 Resulta de gran importancia reflexionar, más que en las consecuencias penales de la injuria (penas pecuniarias, prisión, azotes, galeras), en “el estudio del contenido del mensaje infamante, su vinculación respecto al espectro social”79 y la forma en que se configuraban, para nuestro caso, en los siglos XVI y XVII americanos.
Este estudio, al rescatar las palabras de injuria y de queja, pone en evidencia la estrecha relación entre el lenguaje y las emociones, razón por la que debemos también contemplar con atención el trabajo que ha estado haciendo otra disciplina naciente, la historia de las emociones, a la que nos referiremos en particular en el segundo capítulo. Es muy curioso que, aunque la historia de las emociones nació en parte como crítica a los extremismos en que cayó el linguistic turn, hoy podemos constatar una posibilidad de aproximación entre la historia cultural del lenguaje y la que podríamos llamar historia cultural del lenguaje de las emociones producto del affective turn.
Las emociones pueden estudiarse desde la disciplina histórica en la medida en que se ha mostrado que existían sistemas emocionales diferentes para las diversas dimensiones espacio-temporales. La necesidad de historizar las emociones en la historiografía contemporánea parte de Jacob Burckhardt, Johan Huizinga y Lucien Febvre, pero ellos han formado parte de un conjunto de académicos que desde diversas disciplinas humanísticas han empezado a dar importancia a los sentimientos como un objeto de estudio. En ese recorrido destacan las investigaciones de Wilhelm Dilthey, Marcel Mauss, Norbert Elias, Clifford Geertz, Élisabeth Badinter, Peter y Carol Stearns, Jan Plamper, William Reddy o Barbara Rosenwein, entre otros.80 No obstante, hasta el presente, esta disciplina aún no se ha afirmado ni ha llegado a un acuerdo metodológico sobre cómo abordar históricamente las emociones, sentimientos o sensibilidades, que a su vez no significan exactamente lo mismo. A pesar de esta problemática irresuelta, trataremos de cartografiar la forma de las emociones que emergen del lenguaje violento implícito al uso de pasquines, expresiones de injuria y manifestaciones simbólicas de burla y de disenso. Este mundo de las emociones que, debemos ser conscientes, operan en un plano no lingüístico81 aunque se expresan a través de las palabras o de los símbolos.
En la reciente historiografía colombiana Margarita Garrido ha señalado una importante conexión entre los sentimientos morales y la cultura política del siglo XVIII en los andes centrales. Sentimientos como la indignación, el resentimiento, la venganza y la solidaridad aparecen cuando cierto tipo de valores superiores y considerados sagrados y justos se ven afectados y llegan a intervenir en las decisiones políticas de los individuos, en sus alineaciones y lealtades y en las relaciones entre gobernantes y gobernados, especialmente en lo que respecta a la obediencia y al desacato. El estudio se centra en particular en la relación existente entre el reconocimiento —derivado del peso dado al honor y a la jerarquización social— y los sentimientos morales, analizando las consecuencias de la presencia o ausencia de reconocimiento, la cual podía causar gratitud, resentimiento o indignación dependiendo de la situación.82
Sebastián de Covarrubias definía al sentimiento como el “acto de sentir”83 y algunas veces como “demostración de descontento”.84 Esta segunda definición podría venirnos bien a los objetivos inmediatos de nuestro estudio. También sería sensato dejarnos guiar por la idea de Monique Scheer de las “prácticas emocionales”, es decir, la comprensión de las emociones como prácticas, o los usos prácticos de las emociones en diversas situaciones sociales.85 Ella afirma que, si bien las emociones son parte de una gramática, no todos los seres dentro de un mismo grupo o sociedad se expresan de idéntica forma. Existe también la posibilidad de romper con los patrones culturales impuestos, es decir, con las reacciones esperadas frente a circunstancias y situaciones específicas.86
Sobre estos aspectos trataremos concretamente en el capítulo 2 sobre los enemigos capitales y en el capítulo 9 sobre los crímenes de pasión, pero ellos emergen también de forma incisiva en las comunicaciones escritas a las altas autoridades y en cada uno de los procesos surgidos por la publicación de libelos que recorren todas las páginas de este libro. Las primeras investigaciones amplias87 sobre el último tema mencionado son de Henri D’Almeras (1907),88 Hector Fleischmann (1908)89 y Raoul Vèze (1911).90 En la década de 1940 aparecen otros trabajos como los del portugués Gastao Mello de Mattos (1946)91 y el del español José María Jover (1949).92 A mediados de las décadas de 1960 y 1970, los impulsores de la nueva historia social y de la nueva historia cultural se ocuparán en algún momento del estudio de escrituras dirigidas a influenciar a la opinión pública.93
La historia de la cultura escrita
La historia cultural del lenguaje atañe a otra importante subdisciplina a la que concedemos de igual manera atención en este libro. Valga decir que haremos simultáneamente un ejercicio que se puede enmarcar en lo que hace ya cuatro décadas se ha dado en llamar historia de la cultura escrita y que tuvo entre sus primeros cultores al paleógrafo e historiador italiano Armando Petrucci. Antonio Castillo Gómez afirma en una de las más recientes obras sobre este tema que, aunque es un campo reconocible y reconocido en el que convergen los estudios sobre la lectura y sobre la escritura, este espacio de análisis ha recibido escasa atención en los diferentes espacios historiográficos hasta el año 2015. Esta disciplina estudia la escritura en el espacio social en donde se genera, distribuye y consume. Castillo Gómez, siguiendo a su impulsor más sobresaliente, el mencionado Petrucci, afirma que la historia de la cultura escrita es “una historia de la producción de las características formales y de los usos sociales de la escritura y de los testimonios escritos en una sociedad determinada”.94 A partir de estas pautas, en este libro se estudian también la producción, uso y difusión de escrituras marginales y de escrituras formales, atendiendo a las posibilidades que ellas permitían de generar espacios de creación de esferas de opinión pública y/o su papel en acciones reivindicativas. Los capítulos 3, 4 y 5 se enmarcan de manera específica en la reconstrucción de la historia de la cultura escrita y de la historia de la cultura política, la cual en el periodo estudiado privilegia, en el orden teórico, los conceptos de bien común, justicia y buen gobierno.95 En una dimensión práctica, los conflictos —base material de donde emerge el lenguaje de injuria— nos permiten entender las representaciones culturales de la política y en particular de la vida política.96