Pasquines, cartas y enemigos. Natalia Silva Prada
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La historia cultural del lenguaje que proponía Peter Burke era ambiciosa y esperaba él que tomara impulso en el siglo XXI. El lenguaje como “parte de la cultura y de la vida cotidiana”49 debe ser estudiado históricamente en todos sus aspectos. Esta forma de apreciación del lenguaje resulta ser “un componente más de la historia de la cultura”50 y es a la vez “un reflejo de la sociedad”.51 Los historiadores debemos enfrentar la necesidad todavía imperante de dar a conocer “la relación entre el lenguaje y la cultura o la sociedad en la que se habla”.52
¿Con qué tipo de fuentes podemos contar para esta empresa? Los procesos judiciales pueden ser una puerta de entrada. A pesar de que estas fuentes están impregnadas de un lenguaje institucional y mediatizado, es posible extraer de ellas, y a partir de las declaraciones de los testigos y reos, rastros del lenguaje oral no reelaborado.53
Las cartas que son parte de procesos judiciales pueden resultar también textos útiles para el conocimiento de los lenguajes profesionales, para aproximarnos a manifestaciones del lenguaje coloquial, para conocer las diferencias entre niveles sociales y políticos y para comprender mejor las relaciones sociales.54 Este libro parte de este tipo de fuentes con la finalidad de profundizar cada vez más en el lenguaje de denuncia55 y en el tipo de vínculos que establecían los vasallos con sus representantes terrenos y divinos o entre ellos mismos en la esfera cotidiana.
Al lenguaje hablado y escrito podemos sumar los lenguajes simbólicos y de representación.56 Félix Segura nos recuerda que en los últimos años los historiadores han analizado las representaciones mentales de la sociedad que se plasman en imágenes y en símbolos como una forma de ampliar la comprensión de determinadas facetas de su cultura. James Epstein ha hecho estudios pioneros en ese campo, preocupado por estudiar la importancia de los significados de los rituales políticos y simbólicos, menos que por entender las ideologías formalmente articuladas, llegando a hablar de la necesidad de comprender la complejidad de la “etimología visual” a la que haremos referencia en particular en los capítulos 7 y 8.57
Con respecto al insulto como parte del lenguaje verbal y simbólico, Peter Burke había advertido que este no pretendía tanto describir a una persona como “atacarla para destruirla socialmente con las repercusiones que ello tenía en la modificación de las conductas interpersonales”.58 Félix Segura añade que la “palabra deshonesta, escueta y volátil”59 es un arma de fácil manejo que golpea plenamente “la posición inalterable que ocupa el individuo con relación a su grupo”.60 La violencia verbal, pero también simbólica, afectaba los códigos del honor61 forjados y legados en el tiempo y en niveles que dependían de la posición en ese grupo social. De la misma manera, o aun con más fuerza, los insultos simbólicos tenían un fuerte efecto negativo en la concepción del honor de los lastimados en el proceso injurioso.
Este libro es una aproximación histórica a las diversas formas en las que el lenguaje de injuria y de denuncia se insertaba en la sociedad y cobraba significado. Partimos de la importante idea de que “el lenguaje es un reflejo de la sociedad, un indicador sensible de las relaciones sociales (deferencia, familiaridad, solidaridad), de los cambios y de las resistencias al cambio”.62
En los próximos capítulos recuperaremos las diversas formas del lenguaje injurioso y de reclamo presentes en cartas, pasquines, gestos, objetos e imágenes. Bien decían Serge Gruzinski y Carmen Bernard en su Historia del Nuevo Mundo que la sociedad colonial era “una arena pulverizada de facciones y clanes”,63 de “alta turbulencia”64 y recorrida por redes móviles que se desgarraban a fuerza de escándalos, de dagas, de libelos infamantes y de denuncias a la Inquisición. Ciertos delegados de la autoridad real llegaron a captar la esencia de estos elementos desgarradores, caracterizándolos como “un lenguaje tan nuevo”65 en el que se referían a “cartas sin firmas y otras firmadas”,66 las cuales solo podían ser de autoría de “un hombre o por mejor decir demonio salido del infierno”.67 Un irlandés llegado a tierras novohispanas escribió un libelo infamatorio contra los inquisidores, refiriéndose a este acto como “discurso”68 producto de un “agravio” que le llevó a responder de forma iracunda. Nuestra intención es sistematizar todas aquellas palabras y expresiones que parecen producto del caos, para concederles un significado en un tipo de organización social, política y económica que valorizaba, sobre cualquier otro principio o aspiración, el privilegio, el honor y el prestigio antes que la riqueza.69 En estas sociedades fundadas en numerosos tipos de privilegios, cada categoría de vasallo tenía derecho a la defensa del honor arrebatado por la injuria y que, en consecuencia, podía incidir en la pérdida del privilegio, cuestión de mucha monta en aquella época. Como nos lo recuerda Thomas Duve, “el privilegio más allá de ser un instituto del derecho común llegó a ser un modo de pensar, una práctica cultural más allá de la metodología o la teoría del privilegio”.70
En la historiografía contemporánea, la fuerza de la palabra comienza a ser protagónica. Jorge Cañizares-Esguerra ha demostrado recientemente que los procesos de conquista de Hispanoamérica también se libraron en el papel y que a la par con la apertura de fronteras territoriales se libró una importante batalla de contratos. A los acuerdos originales con la corona los rivales interpusieron litigios que ponían en entredicho dichos contratos, se enviaban visitas, se generaban probanzas y miles de páginas de testimonios que llegaron a configurar cartapacios jurídicos de una importante entidad. Incluso, muchas de las llamadas crónicas de Indias no son otra cosa que las narrativas del “mundo del litigio”, el cual “sirvió como dinamo de conquista” y como “origen permanente de conflicto”.71
La agresión verbal, simbólica o visual, en cuanto acto injurioso, tenía circunstancias agravantes dependiendo del lugar y del momento en que se realizaba, de la publicidad o número de quienes escuchaban, percibían o veían el insulto, de la repetición de la injuria y/o de la existencia de violencia asociada. Esas variables pueden modificar el significado de la injuria y la situación social, política y de género de las partes implicadas.72 Por encima de estas variables, la fama pública del injuriado era la principal garantía que tenía un individuo sobre la honestidad de su comportamiento. Esa fama beneficiaba a quien perteneciera a sectores notables como los de los nobles, clérigos, jueces, notarios y oficiales regios, y al contrario, perjudicaba a quien no pudiera demostrar su pertenencia a estamentos privilegiados, tanto si era un ofendido como un ofensor.
Asimismo, el acto de infamar podía ser parte de acciones verbales, acciones simbólicas, así como de actos físicos en sí mismos.73 Un estudio sistemático sobre este tema es el del antropólogo Xavier Theros, quien en su libro Burla, escarnio y otras diversiones74 continúa con la labor iniciada por Mijaíl Bajtín o Julio Caro Baroja, siguiéndole la pista de manera muy seria al mundo de lo cómico, marginado en el mundo occidental a una posición subsidiaria y sin importancia. Theros hace un recorrido cronológico partiendo de la antigüedad romana para mostrar el tránsito de la sociedad medieval del jolgorio a la moderna de la represión de las emociones. Él explica los significados de los gestos obscenos, de los chistes, del travestismo, del carnaval, del charivari, la burla de los minusválidos físicos o mentales, la relación humana con los seres de la naturaleza o las procesiones infamantes, entre muchos otros asuntos, y apunta a una explicación profunda del proceso por el cual todo lo ligado a las necesidades corporales y emocionales se fue identificando con los restos de un pasado incivilizado. Los capítulos 6, 7