Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947. María Angélica Illanes Oliva

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Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947 - María Angélica Illanes Oliva

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y desnudez». Que en la tierra donde germinaba el dorado y nutricio trigo, dice Elvira, se producía también la pobreza de quienes lo sembraban y cosechaban: cruel contraste. Que la mujer campesina trabajaba desde el alba hasta el anochecer «por la miseria de un peso diario, dándoles por vivienda una pocilgas inmundas y por comida un pan negro y mal oliente». Que las lechadoras debían levantarse entre las 3 y las 6 de la madrugada, trabajando en charcos «por el ridículo pago de $30 mensuales y una ración diaria de ½ litro de leche con el que deben alimentar a 5 ó 6 niños». Niños que estaban destinados a seguir el camino de las «cadenas que soportan sus padres»… Desesperada, Elvira lanza su grito a La Mujer Nueva: «¡Mujeres de la ciudad! Fraternizad con nuestras hermanas campesinas, hacedlas despertar del sueño obscuro en que se encuentran sumidas, atraedlas a vuestro lado, hacedlas escuchar la clarinada que en el horizonte de la mañana nos dice: “Mujer, ayúdate, libérate; rompe el yugo que te oprime!”»112.

      Con el fin de ir a constatar con su propio cuerpo la situación que vivían las lechadoras, Carmen acudió al campo, donde se levantó antes de las 4 de la madrugada. Caminó entre charcos con mucho frío, en medio de la lluvia y la noche… esperaba encontrar un lugar seco en el establo. Por el contrario, Carmen se encontró con que allí caía la lluvia a raudales por el techo de tablas, corriendo el agua por dos acequias internas: humedad por doquier. Entonces pudo observar a las «quince mujeres sentadas en sus banquitos, con el balde entre las piernas, con los pies mojados, algunas con especies de zapatos, la mayoría descalzas, todas salpicadas por las inmundicias que las vacas dejaban caer». Al llenar un balde, acudían con él «al controlador», quien tenía cuidado, dice Carmen, de «contar un litro menos». Al final de la semana Carmen supo de sus salarios: «Las que han recibido $7 salen radiantes de felicidad, las más sólo han recibido $4 ó $5 por la semana entera de trabajo». Pero las lechadoras conocían su poder: cualquier retraso en la ordeña significaba que la leche no podría embarcarse en el tren, lo que ocasionaría la pérdida de la ganancia del patrón. Sin embargo, para cualquier acción de demanda por un mejoramiento en sus condiciones laborales y salarios, necesitaban de su unidad. De igual manera que Elvira, Carmen hace un llamado de ayuda a las mujeres campesinas del país por parte de las mujeres de la ciudad para impulsar su unión. «Ellas quieren liberarse de esta situación y piden nuestra ayuda. Nosotras no sólo no podemos negársela, sino que debemos adelantarnos a ellas, ayudándolas a su organización y en sus luchas»113.

      El año 1937 llegan noticias de una primera huelga de mujeres campesinas que constituían la mayoría de la fuerza de trabajo de una hacienda de Sotaquí. Ellas, junto a los hombres, trabajaban en plena noche en los potreros, desde las 2 de la madrugada hasta las 10 horas, arrancando lentejas «mojadas de pies a cabeza por el rocío, mal alimentadas, mal vestidas y (mal tratadas) con la hostil acción de los mayordomos», por una paga de $3.50. Al ser notificadas de que se les bajaría el salario a $3, el «grupo de mujeres decidió no trabajar y (…) acordaron declarar la huelga y efectuaron el paro en señal de protesta. A este movimiento iba adherido también el personal de hombres. Como estas operarias no fueron oídas, a pesar de ir con todo respeto, se retiraron a sus casas, dispuestas a no trabajar si no se les mejoraba el salario y disminuían las horas de trabajo». En la misma tarde pudieron ver el fruto de su movimiento: se les restableció el salario de $3.50 por una jornada laboral desde las 3 de la madrugada hasta las 9 horas. «Una ráfaga de luz y esperanza y una persuasiva lección para el obrerado agrario. En esta pequeña huelga se dejó ver lo que vale la unificación proletaria»114.

      En vista de este mismo objetivo organizativo, Eliana Sagredo, sobreviviente de Ranquil, hacía un llamado a los obreros de las ciudades a organizar a la mujer campesina:

      (…) la organización de la mujer campesina puede ser considerada muy seriamente por los hermanos obreros de las industrias. Hay que rodear de cariño a la mujer campesina, a fin de que se ponga al lado del hombre, estimularlo con sus luchas, ayudar en el trabajo organizativo necesario para alcanzar mejores condiciones de vida en el campo. Muchos ejemplos tenemos en nuestro país, en que las mujeres han marchado al lado de sus hombres, en la política y en el combate revolucionario contra los usurpadores de sus tierras. Las mujeres de la zona del salitre, carbón y del cobre se han organizado en Comités contra la vida cara y han participado en las luchas, junto al pueblo explotado y perseguido. Ellas empuñaron las armas en Lonquimay y ellas fueron huelguistas en las huelgas del fundo San Luis y la Hacienda Chacabuco y lucharon con arrojo en muchas otras ocasiones (…). Las mujeres, incorporadas a una organización, a un comité de mejoras, de ayuda contra la carestía, adquiere grandes conocimientos que le servirán en la histórica lucha de las masas laboriosas del campo contra el latifundismo y las condiciones semi feudales en la economía agraria. Las formas de organización pueden ser de las más sencillas, como ser: comités de dueñas de casa, centro de madres, comités contra el alza de las subsistencias. Por ultimo, debo decir, que a los sindicatos agrícolas les corresponde orientar, estimular e impulsar los trabajos de nuestras compañeras del campo115.

      El primer paso de una organización permanente de mujeres campesinas lo dieron las mujeres de los trabajadores en huelga del fundo «San Luis» de Quilicura, quienes, con la ayuda del MEMCH, se constituyeron en un Comité de Dueñas de Casa que, en la coyuntura de la huelga, se preocuparía de la alimentación de los obreros y sus familias «para estudiar después la forma permanente de encarar el costo de vida»; por su parte, el MEMCH las invitaba a incorporarse a su institución en la forma de un Comité Local para «ejecutar campañas comunes pero conservando su personalidad»116. Una muy buena oportunidad para las mujeres campesinas de pasar a formar parte de un movimiento nacional de mujeres.

      Si muchas mujeres campesinas de la hora comenzaron a hacerse visibles, recogiendo la prensa algunos trazos de su cuerpo laborando sobre la tierra y apretando ubres, la mayoría de las mujeres de la tierra permanecía oculta y silenciosa en la intimidad de la Madre, en la tierra más profunda de valles y montañas de norte a sur…

      Como María Engracia de la Cruz, quien vivía con sus cinco niños en plena cordillera al oriente de Puerto Montt, a orillas del Río Puelo, que, como su nombre lo dice en mapudungún, «está al este». Allí respiraba Engracia profundamente a ras-mapu, sus niños en camiseta desnudos cintura abajo, pasando el invierno nevado junto al fogón, entregada al hilado y al mate, contenta con lo que la Madre Tierra les brindaba cada amanecer.

      «¿Cómo estuvo la cosecha de papas?», le pregunta el escritor que la visita. «¿La cosecha de papas? ¿Se está riendo? ¡Se la llevó el río, qué tiempo!», responde en tono alegre, dejando perplejo al escritor, sin saber si su actitud de contento era desidia o sabiduría… «Dígame, doña María Engracia», la interroga, «¿usted vive contenta? ¿No le falta algo? ¿Pan, yerba, ají?» Engracia lo observó fijamente y sin alterarse le contestó: «¡Nada! Estoy bien así, con mis chicos». Y le invitó al almuerzo familiar cotidiano: papas untadas en agua con ají, saboreadas junto al fogón; las había conseguido a cambio de un hilado tejido con sus manos. «En el valle había empezado a nevar. Primero fue un velo blanco transparente que envolvió las cumbres y se fue transformando en una nube densa descendiendo por los flancos de los cerros, lentamente. El silencio se apoderó del valle y de los cerros y todo parecía suspendido en el aire…»117.

      ***

      Montaña adentro vivían también doña Clara y su hija la Cata, cocineras de los trabajadores de hacienda en Curacautín, en plena Araucanía. «Bravas para el trabajo, se daban maña para amasar, cocinar, tostar y moler el trigo, dejando aún tiempo libre para hilar lana y tejer pintorescos choapinos que luego vendían a buen precio en la ciudad»118. Esperaban cada noche a los trabajadores con sus pancutras y otros guisos chilenos que rompían la monotonía de los porotos con rienda del mediodía. Viuda de mayordomo era doña Clara, madre soltera la Cata; habían tenido suerte de quedarse en el fundo siendo mujeres sin hombre, pero la Cata soñaba poder casarse y Clara la cateaba a sol y sombra para que no volviese a darle la ‘vergüenza’. La oportunidad de enamorarse llegó en el verano «con la llegada de

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