Descentrando el populismo. José Abelardo Díaz Jaramillo

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Descentrando el populismo - José Abelardo Díaz Jaramillo Ciencia política

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algún elemento que ese algo o alguien represente, es decir, designa el momento específico de “enganche” con algún rasgo que reconocemos como propio (Navarrete-Cazales 2015). Son las sucesivas identificaciones las que estarían en la base de un proceso de construcción identitaria. Dicho en otras palabras, la pregunta por la identidad solo podría responderse a partir de las sucesivas identificaciones que nos constituyen en un momento particular y específico, y que variarán con el tiempo y en función de las diferentes circunstancias históricas y contextuales.

      De modo que los actores que componen un colectivo social determinado pueden apelar a diversas identificaciones de acuerdo con el escenario en el que se desenvuelven. Por ejemplo, un movimiento u organización social podría identificarse con algún rasgo en particular (podrían reconocerse como mujeres, mestizas, ecologistas u obreras), dependiendo de las relaciones de equivalencia y alteridad que se vayan trazando. A su vez, alguno de estos clivajes podría sobredeterminar, amarrar o anudar a otros (el género femenino, por ejemplo), identificación que será “bandera” del accionar del grupo (la lucha por la igualdad en contra del sistema patriarcal), y que primará, parcialmente, sobre el resto de los atributos (la raza, la clase, la edad, entre otros posibles).

      Los denominados “estudios poslaclausianos”8 han contribuido a esclarecer y especificar esta cuestión. Siguiendo los supuestos básicos de la teoría política del discurso, estos abordajes toman distancia de la búsqueda de un fundamento o esencia capaz de explicar “la identidad” de un grupo, al tiempo que no renuncian al reconocimiento de algunos —varios y cambiantes— elementos capaces de articularse en un proceso identitario y, en ciertas condiciones contextuales, en un discurso populista. La clave se halla en dar cuenta de las relaciones de poder específicas que inciden en que un elemento, rasgo o característica particular logre erigirse como un universal que pueda definir —temporal y parcialmente— la identidad de un sujeto político, ya sea un actor, un colectivo, una organización, un movimiento, entre otros.

      Ahora bien, como venimos señalando, el correlato lógico de los procesos de identificación es la diferenciación con algo más. Es decir, reconocernos en algún elemento-rasgo-característica de algo o alguien, supone también desconocernos en otros elementos-rasgos-características, al tiempo que tomamos distancia y trazamos fronteras políticas respecto de los mismos. De allí que todo proceso identificatorio es, a la vez, un proceso de desidentificación, que supone la expulsión de aquello que no somos, con el fin de constituirnos (Laclau 2005).

      En esta línea de entendimiento, los estudios poslaclausianos han procurado abarcar tanto los procesos de identificación como de desidentificación que se ponen en juego en la constitución y redefinición de las identidades políticas. Ello quedaría en evidencia en las propuestas de diversos autores que, inspirados en la perspectiva laclausiana, procuran operacionalizar la categoría de “identidades políticas”. De allí que establecieron dimensiones y claves de análisis que facilitaron y, en efecto, promovieron numerosos estudios empíricos. En ocasiones, dichas disquisiciones permitieron ir “más allá” de los postulados iniciales de Laclau, al profundizar y especificar asuntos y problemas no del todo explícitos en la teoría; entre ellos, las posibles o eventuales diferenciaciones entre la lógica del populismo, la de lo político y los modos de constitución de un pueblo. En la siguiente sección avanzamos sobre estos temas; aquí nos centramos en sistematizar la operacionalización de los procesos identitarios de dos investigadores formados con Laclau y que intervinieron su perspectiva.

      La propuesta de Aboy Carlés (2001; 2007) incluye tres dimensiones a tener en cuenta para estudiar las identidades políticas: en primer lugar, la dimensión representativa que implica toda identidad; es decir, el proceso de construcción de equivalencias de demandas diversas en torno a un significante que subvierte su contenido particular para asumir la representación de un universal que las amarra, anuda o aglutina. En segunda instancia, la dimensión de la alteridad frente a otras identidades; esto es, la diferenciación radical (el trazado de una frontera) con un otro excluido. Finalmente, la dimensión de las tradiciones, que alude al contexto-horizonte que enlaza el presente de la identidad con un pasado y un porvenir.

      En sintonía con esta formulación, Barros (2002; 2017) ha destacado cuatro elementos centrales para estudiar la constitución y la redefinición de las identidades políticas: relativa estructuralidad,11 contenido particular, promesa de plenitud y otredad. El primero de estos factores remarca el carácter incompleto de toda estructura discursiva e identitaria, ya que la única posibilidad de un cierre, aunque precario y contingente, deriva de la presencia de un “exterior constitutivo” (Laclau 2005); como la estructura nunca termina de completarse, resulta incapaz de determinar al sujeto en forma absoluta y solo lo haría parcialmente. El segundo elemento alude a la propuesta y la reivindicación específica que una identidad representa, es decir, su contenido, en tanto respuesta a una demanda insatisfecha. En relación con ello, emerge un tercer factor, ya que todo contenido particular lleva dentro de sí una promesa de plenitud más amplia, que trasciende la demanda concreta para asumir un carácter más general. En cuarto lugar, la otredad supone la existencia de algo de lo cual diferenciarse, para establecer la propia identidad. Ese “otro” genera tensiones constantes y cumple dos papeles paradójicos: impide la plena constitución de la identificación a la que se opone, pero, a su vez, es parte de sus condiciones de existencia (Laclau 2000). Es decir, bloquea la identidad plena/cerrada, pero permite su constitución de modo parcial/precario.

      Los elementos mencionados por Barros se vinculan estrechamente con las dimensiones presentadas por Aboy Carlés para los estudios identitarios. Así, la relativa estructuralidad se contempla en la dimensión de las tradiciones; mientras que el contenido particular y la promesa de plenitud se acercan a la dimensión representativa; y, por último, la otredad remite a la dimensión de la alteridad. Vale subrayar la especial importancia de tales procesos para analizar la trama de relaciones en que se inscriben las identidades, las regularidades que logran afirmar —al menos parcialmente— y las rupturas de esas sedimentaciones a partir de la emergencia del conflicto.

      Los aportes de Jacques Rancière (1996; 2004) —especialmente recuperados en los trabajos de Barros (2006; 2010; 2017)— destacan, justamente, la implicancia mutua entre las nociones de conflicto y de desacuerdo, y los procesos de identificación política. Esa profunda vinculación se expresaría, al menos, en tres sentidos fundamentales: primero, la constitución de una identidad política supone la diferenciación y la negación de un nombre impuesto por otro, esto es, el distanciamiento de aquellos lugares y roles a los que “naturalmente” estaríamos destinados (“las mujeres para la vida privada en el hogar”, “los indígenas para las labores del campo”, “los ‘cabecitas negras’ para el trabajo manual”, por mencionar algunos ejemplos). En palabras del autor, se trata de resistir a la lógica policial que marca “la asignación de las personas a su posición y su trabajo” (Rancière 2004, 30).

      En segundo término, la identificación/desidentificación marca la diferenciación con un “otro” al que los sujetos dirigen sus demandas. Ello se produce aun cuando ese otro es quien niega la legitimidad de dichas demandas para tomar parte en la definición de lo público. Así, por ejemplo, identificarse como un movimiento social o político determinado implicaría desidentificarse del Estado, que muchas veces se presenta como el principal demandado y, a la vez, como responsable de que las demandas de ese colectivo permanezcan insatisfechas.

      Tercero, todo proceso de identificación política muestra su carácter imposible, explicitando

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