Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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hacia el escenario. Kirtash, cogido por sorpresa, pudo saltar a un lado en el último momento. El suelo estalló en llamas a un metro escaso de él.

      Hubo confusión, consternación, gritos, pánico. Kirtash volvió la cabeza hacia ella, y Victoria pudo ver, con satisfacción, que por primera vez desde que lo conocía, él parecía sorprendido y confuso.

      —Victoria, ¡has fallado! –pudo decir Jack a su lado, horrorizado.

      Pero enseguida se dio cuenta de que ella lo había hecho a propósito.

      La joven estaba de pie, sosteniendo con firmeza el báculo, que relucía en la oscuridad iluminando su semblante serio, decidido y desafiante. Era una imagen temible y turbadora, y los espectadores de aquel sector se apartaron de ella, aterrorizados y confusos. Pronto, Victoria se vio sola, con su báculo, en aquel pasillo, en la parte superior de las gradas, mirando a Kirtash fijamente.

      Él se había recuperado ya de la sorpresa y, desde el escenario, había alzado la mirada hacia ella, con los músculos en tensión, pero manteniendo en todo momento el dominio sobre sí mismo.

      —¿Qué estás haciendo? –oyó Victoria la voz de Alexander, que acababa de llegar.

      Ella no hizo caso. Sabía que Kirtash la había visto, que la estaba mirando. Sabía que podía haberlo matado si hubiese querido. Y sabía que él lo sabía también.

      Victoria vio a Kirtash asentir con la cabeza. Entonces, silencioso como una sombra, el joven asesino se deslizó hacia el fondo del escenario y desapareció.

      Victoria se sintió muy débil de pronto, y tuvo que apoyarse en el báculo para no caerse. Jack la agarró por el brazo.

      —Vámonos de aquí –le dijo–. Vienen los de seguridad.

      —¿Pero quiénes eran esos locos? –estalló el representante de Chris Tara–. ¿Y por qué la policía no ha podido echarles el guante?

      Kirtash podía haber respondido a ambas preguntas, pero permaneció en silencio, sentado en una silla en un rincón, con el aire engañosamente calmoso que le caracterizaba.

      —Bueno, lo importante es que Chris está bien –dijo el productor–. Miradlo por el lado bueno: esto supondrá publicidad extra para la promoción del disco.

      —¿De qué me estás hablando? Eso ha sido un intento de asesinato, Justin, no tiene nada de bueno. Podría haber más. Tenemos que averiguar quiénes eran esos tres y qué querían, y cómo diablos consiguieron colar ese... lo que sea... dentro del pabellón.

      El productor respondió, pero Kirtash no le prestó atención. Se levantó y se dirigió a la puerta sin una sola palabra.

      —¿Se puede saber adónde vas, Chris? –exigió saber su representante–. La escolta especial que hemos pedido todavía no ha llegado.

      Kirtash se volvió hacia él.

      —Hicimos un trato, Philip –dijo con suavidad–. Yo cumplo con mis compromisos. Y tú, a cambio...

      El hombre palideció.

      —Nada de entrevistas –musitó, como si se lo hubiera aprendido de memoria–. Nada de fotografías. Nada de comparecencias públicas, excepto los conciertos. Nada de preguntas. Nada de control. Libertad total.

      —Así me gusta –sonrió Kirtash. La puerta se cerró tras él.

      —Pero, ¿quién te has creído que eres? –casi gritó el productor–. ¡Phil! ¡Dile que...!

      Pero el otro lo detuvo con un gesto.

      —Déjalo marchar –murmuró–. Te aseguro que sabe lo que hace.

      —Pero... ¡ahí fuera está todo lleno de gente y...!

      —No lo verán si él no quiere dejarse ver, créeme. Déjalo, Justin. Si quieres a Chris Tara, tendrá que ser bajo sus propias condiciones.

      El productor no dijo nada, pero sacudió la cabeza, perplejo.

      Eran ya las doce de la noche cuando todo quedó despejado. La policía se retiró también, después de haber registrado el Key Arena y todo el Seattle Center sin haber encontrado a los tres maníacos que habían interrumpido el concierto de Chris Tara.

      Los maníacos en cuestión no se habían movido de la puerta del pabellón, pero nadie los había visto. El hechizo de camuflaje mágico, basado en crear ilusiones, tenía muchas variantes. La percepción de un idhunita, más habituado a la magia, no podía ser engañada fácilmente, y por ello había que crear un «disfraz», la imagen de otra persona, para pasar inadvertido. Pero con los terráqueos, más incrédulos y, por tanto, más incautos, el hechizo funcionaba mucho mejor. Si era necesario, podía convencerlos de que alguien no se encontraba allí.

      Jack, Victoria y Alexander esperaron junto a la entrada del Key Arena a que se marcharan todos y cerraran el pabellón. Eran ya las nueve de la mañana en Madrid, pero Victoria parecía haberse olvidado por completo de la hora, y permanecía pálida y callada, aferrada al báculo, escudriñando las sombras. Jack estaba sentado a su lado, muy pegado a ella. Los dos intuían que se avecinaba un momento importante y, de manera inconsciente, se acercaban el uno al otro todo lo que podían, como si quisieran darse ánimos mutuamente. Jack rodeó con el brazo los hombros de Victoria y ella se recostó contra él, olvidándose por un momento de sus esfuerzos por distanciarse de su amigo.

      Cuando el silencio se adueñó de aquel sector del Seattle Center, Alexander miró fijamente a Victoria.

      —Fallaste a propósito –le dijo–. ¿Por qué?

      —Porque no me parecía correcto –respondió ella a media voz.

      —¡Correcto! –repitió Alexander–. ¿No te parece correcto acabar con un asesino que ha matado a traición a muchos de los nuestros?

      —Quiero acabar con él, pero no de esa manera –Victoria lo miró a los ojos, impasible–. ¿Qué te pasa, Alexander? ¿No eras tú el que aborrecía las armas de fuego porque matar a distancia era de cobardes?

      —Un individuo como Kirtash no se merece que lo traten con tantos miramientos.

      —Pues yo creo que pensando así te estás rebajando a su nivel –replicó Victoria–. Comprendo que has cambiado y que no eres el mismo, Alexander. Pero sé que en tu interior queda algo de aquel caballero que nos hablaba de honor y justicia. Y esa parte de ti sabe muy bien por qué no he hecho lo que me pedías.

      Jack escuchaba sin intervenir. A pesar de que odiaba a Kirtash, en el fondo estaba de acuerdo con Victoria.

      Alexander meditó las palabras de la chica, y finalmente asintió con un enérgico cabeceo.

      —Lo comprendo y lo respeto, Victoria. Pero... ¿por qué atacaste, entonces?

      Victoria abrió la boca para contestar, pero fue Jack quien habló por ella.

      —Para lanzar un desafío –dijo–. Para retar a Kirtash a que venga a enfrentarse con nosotros. Por eso le estamos esperando aquí.

      —No era esa la idea... –empezó Alexander,

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