Nueva pangea. Jesús M. Cervera
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—Recoged todas las pruebas que haya en la zona, también quiero las cintas de grabación del área y borrar los recuerdos de todos los que hayan visto lo que ha pasado aquí, rápido.
Su hermana, Geno, se acercó, olió a Alexander y puso cara de asco, después a Marian, esta vez su cara fue de satisfacción.
—Cuantísimo tiempo hacía que no veía a una de las tuyas, tú y yo nos vamos a divertir mucho, protectora.
Al momento de decirlo, lamió la cara de Marian y acto seguido metieron a los dos amigos en los asientos traseros de dos coches distintos, y se pusieron en marcha en dirección a la ciudad de Reicon, a unas horas de camino en coche a buena velocidad. Al rato de ir por carretera, Alexander vio cómo volvían a pasar por al lado de la ciudad de Carpentaria lo que significaba que estaban retrocediendo. A lo lejos contempló un gigantesco tubo cilíndrico de acero y plata de color rojo oscuro. La famosa ciudad de Reicon, tan conocida por ser la más moderna de todo Nueva Pangea. Los coches negros no redujeron su velocidad por mucho que se acercaban contra la pared metálica de la ciudad y justo cuando parecía que se iban a estrellar, los conductores pulsaron un botón rojo en el techo y atravesaron la pared como por arte de magia, pero no, no era magia, era una de las nuevas tecnologías descubierta gracias a los Dhaibukys. Al entrar a la ciudad, Alexander y Marian alucinaron más que en la misma Carpentaria pues era como si hubieran ido al futuro de golpe, todo era tremendamente moderno y tecnológico: las farolas, los bancos, aceras que se movían solas, escaleras automáticas, ascensores que subían y bajaban sin suelo, cabinas de teléfono con 8G táctiles y pantallas de súper definición y lo más curioso es que a pesar de estar dentro literalmente de un tubo gigante por dentro se podía ver todo el exterior sin problemas, como si la pared solo estuviera por fuera. En el centro de esta ciudad, había un gran edificio negro, estrecho y muy alto con ventanas tintadas de negro y muchas antenas receptoras en lo más alto. Continuaron su camino hasta el parking de ese gran edificio negro central. El coche se detuvo y se abrieron las puertas, sacaron a Alexander del coche. Lo llevaron entre dos policías a un ascensor también negro al fondo del parking, entraron. Los botones no tenían números, solo puntitos y antes de que se cerrara la puerta, Alexander echó un vistazo rápido al parking para ver si podía encontrar a Marian, pero estaba claro que no la habían sacado del coche aún. Una vez se detuvo el ascensor, anduvieron un par de pasillos grises con tubos de luz a los laterales y entraron en una habitación totalmente negra con una cámara en la esquina y un gran espejo, sentaron a Alexander sobre una silla de metal sin quitarle las esposas. Cerraron la puerta y allí estuvo por lo menos quince minutos. Cuando se abrió la puerta, entró Hammer con cara seria y sin perder a Alexander de vista, se sentó delante de él y tiró sobre la mesa fotos de su pelea con el individuo del parking del área de servicio.
—¿Quién es ese tipo y por qué os atacó?
Pero Alexander solo guardaba silencio. Sabía que, dijera lo que dijera, nadie le creería. Después de veinte minutos de preguntas de Hammer y de incómodos silencios de Alexander, Hammer se dio cuenta que no sacaría nada en claro y decidió cambiar su estrategia, se puso en pie y fue hasta la cámara de la esquina para desconectarla y luego hizo una señal con la mano derecha al espejo para decir a toda la gente que estaba detrás que se largaran de allí inmediatamente, y acto seguido se giró a Alexander y le dijo:
—No te equivoques, sabemos de sobra quiénes sois y esta vez sí os hemos cogido con las manos en la masa, nos aseguraremos de que esta vez no vayáis por ahí haciendo lo que os dé la gana.
Las dudas de Alexander aumentaron. No comprendía qué pasaba, pero después de esto, Hammer volvió a conectar la cámara, cogió las fotos de la mesa y se fue de la habitación dando un portazo. Estuvo Alexander otros quince minutos esperando en esa habitación hasta que entraron varios policías y lo llevaron de nuevo al ascensor, entraron, se cerraron las puertas y, al volver a abrirse, Alexander contempló que era un piso lleno de celdas individuales con los barrotes electrificados, lo metieron en una y, al cerrarse la puerta, se abrieron las esposas, cayeron al suelo y fueron aspiradas por debajo de la puerta.
Y allí estuvo intentando calmarse y comprender qué narices pasaba, pues en unos días había pasado de pastar ovejas a estar detenido sin motivo en una de las grandes ciudades del mundo. De pronto, escuchó un sonido electrónico y las esposas volvieron a pasar por debajo de la puerta a dentro de la celda hasta volver a sellarse en las muñecas de Alexander y en ese momento se volvió a abrir la puerta de la celda. Dos policías, con el habitual uniforme azul, le dijeron que se lo llevaban al juzgado para un juicio rápido, una modalidad que se había puesto de moda y que consistía en juzgar al supuesto culpable solo con algunas pruebas y el juramento de los policías que lo habían detenido, así que volvieron al ascensor negro y a bajar al parking, pero esta vez no subieron a un coche si no que se fueron a uno de los furgones negros a la izquierda, abrieron la puerta, sentaron a Alexander en uno de los lados y sus esposas se unieron como si fueran atraídas por un gran imán al banco de hierro en el que estaba sentado, se cerraron las puertas y el interior se quedó casi a oscuras. A los diez minutos más o menos se volvieron a abrir las puertas y, esta vez, entró Marian con varias heridas y muy mala cara, la sentaron delante de Alexander y las esposas de Marian se unieron al banco de metal donde ella estaba sentada como había pasado con las esposas que llevaba Alexander. El furgón arrancó.
—Marian, ¿estás bien?
Ella asintió con la cabeza y media sonrisa forzada. Al poco rato de viaje se escuchó una fuerte explosión en la calle y, acto seguido, una segunda explosión casi al lado de ellos mismos lo que hizo que volcara, se arrancaron las puertas del furgón de golpe y se encontraron ni más ni menos que con el tipo de gafas del área de servicio que sacó de su bolsillo un pequeño mando gris y, al pulsarlo, las esposas se separaron del asiento y se abrieron para dejarlos libres.
—Venid conmigo si queréis sobrevivir, vosotros decidís.
Los dos amigos salieron del furgón y siguieron al hombre de gafas hasta un callejón cercano.
—Tenemos que escapar por las alcantarillas, las calles ya no serán seguras para nosotros. Tú, cachas, abre la tapa de la alcantarilla.
Alexander lo intentó varias veces, con toda su fuerza, pero la tapa no se movió del sitio, incluso pidió ayuda a Marian, pero seguía sin moverse ni un milímetro.
—Sois peores de lo que pensaba, joder, no tenéis