Incidencias clínicas de la carencia paterna. Gustavo Stiglitz
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Fluctuat, nec mergitur Marcelo Barros
“Para Joyce, se trataría de acabar con la literatura. Para Lacan, se trataría de acabar con el psicoanálisis, de sólo dejar detrás de él un desastre. Hay algo de ese orden.
Algunos lo sospecharon, y tenían algo de razón”.
J.-A. Miller, El ultimísimo Lacan
Freud vio las nociones de salud y enfermedad como inadecuadas para describir los hechos de la vida psíquica. Sin embargo, dice, no podemos prescindir de ellas. Podemos despojarlas de su normativismo médico y moralizante, usarlas inventivamente, es decir, servirnos de ellas. Pero no sin ellas. Del mismo modo, las objeciones a la distinción neurosis-psicosis que la realidad nos plantea, llevan el sello de esa distinción misma. Decir que los “inclasificables” hacen estallar esa diferencia, es una facilidad. Un concepto fundamental no estalla por estar agujereado. De hecho, es por estar agujereado que funciona. Es el agujero lo que lo hace un concepto fundamental. No es destruible por ser discutible, dado que es su nombre lo que engendra la discusión, o si se quiere, un programa de investigación. ¿Sabemos lo que es la psicosis? Eso es dudoso, sobre todo porque todavía la seguimos confundiendo con el delirio. Porque la psicosis, toda psicosis, es “ordinaria”, silenciosa. Sólo después sus soluciones nos revelarán tardíamente su presencia, ya sea por su acierto o por su fracaso. Habría que poner en cuestión la idea de que el terreno de las estructuras clínicas es un terreno “conocido”.
Si hay tipos de síntomas, ellos no pueden ser “lo conocido” porque tocan lo real. Creer que la dimensión de metáfora del síntoma lo hace “conocido”, lo reduce a lo simbólico, es no tener la más mínima idea de lo que es la metáfora. Sorprende que hoy se afirme con ligereza, por ejemplo, que la histeria es una categoría obsoleta, que ya no encontramos a “las histéricas de antes”, lo cual es una evidencia porque se murieron. Encontramos a las de ahora, y lo cierto es que vivimos una de las epidemias de histeria más formidables que hayan tenido lugar alguna vez. Si muchos se abstienen de nombrarla como tal, es por lo mismo que se abstienen de mencionar a la psicosis en el transexualismo. La razón de esa abstención no es la de la superación de “lo conocido”, sino el temor a la Santa Inquisición del Progresismo. Cuando Deodoro Roca dijo en 1918 que los artífices de la reforma universitaria habían decidido “llamar las cosas por su nombre”, anunciaba el hartazgo de la censura eclesiástica. Hoy nos enfrentamos con otra censura, no menos imbécil y feroz.
Freud no ignoró que la distinción neurosis-psicosis es puesta a prueba por numerosos casos que él reconoció como formaciones mixtas. Hay que advertir que ese hecho no confirma la idea del continuismo en la clínica, cuyo “aplanamiento” es congruente con los ideales de la época. Porque la caída de la función-excepción, la “carencia paterna” (y no, no nos sacamos al padre de encima) implica la emergencia radical del “todos iguales”. Lejos de implicar una “caída de lo simbólico”, eso es más bien lo contrario, la potenciación del afán calculador, codificador y regulador. La pretendida “caída de lo simbólico” no es otra cosa que prevalencia del cálculo sobre el pensar, cosa que Heidegger supo anticipar muy bien. No puede haber pensar si no hay nombres que señalen los bordes del saber. Por más “sin ley” que lo pensemos, lo real no es lo que “desordena”. Lo que “desordena” es precisamente lo simbólico cuando no está anclado –y subordinado– a lo real. Después de todo, el deseo ilimitado de la madre no es otra cosa que una metonimia radicalizada. Bien dijo Chesterton que el loco es quien lo ha perdido todo menos la razón. La era post-patriarcal, contra lo que se cree, aspira a una hegemonía radical de lo simbólico, y la exacerbación del narcisismo es su efecto.
El estadio del espejo es la puerta justa para entrar a la dimensión del narcisismo, pero no la agota. Es ahí donde hallamos lo que hoy se llama “nueva” clínica. Que no es otra que la clínica que pone en primer plano la cuestión de lo que se es en el deseo del Otro, y no ya la cuestión de la falta. Y de eso se trata, de los avatares del narcisismo cuando no hay nada que le diga no. La mejor caracterización que podemos hacer del narcisismo es operativa: es lo que se opone a la transferencia. Y por ello abarca todo el espectro de aquellos padecimientos que difícilmente llevan a la constitución del sujeto como tal. Diana Rabinovich los llamó “pacientes en posición de objeto”, y los posfreudianos –Kohut, Kernberg, et alii– “pacientes con patología nuclear narcisista”. Hay muchos modos de nombrar estas dos dimensiones de la clínica, se nota que ahí hay algo real, una condición incircuncisa. También hay algo real en la distinción que los psiquiatras clásicos percibieron muy bien entre el onirismo como invasión imaginaria y el parasitismo del significante como fenómeno de cadena rota. Es verdad que todos deliramos. Ya lo dijo Freud con todas las letras en “El malestar en la cultura”. Pero hay una diferencia fundamental entre Delirien y Wahn. En español no existe esa distinción, y no importa que exista en alemán. Lo que importa es que existe en la clínica.
Hay una violencia inherente al corte que todo binarismo implica. La tolerancia recomienda los matices y también la rebelión contra esa fatalidad. ¿Pero se trata de la prescindencia del binarismo, o de su buen uso? ¿Hay un buen uso del binario que sea? ¿Hay un buen uso del diagnóstico, de la identificación del tipo clínico o del tipo de síntoma? ¿O acaso cada vez que reconocemos una psicosis estamos incurriendo en una “condena” del sujeto? ¿Formular un diagnóstico nos equipara con la sous-préfecture? ¿O ello depende del uso, de para qué un psicoanalista reconoce un tipo clínico? Con razón Winnicott le dijo a Hanna Segal que si ella no hacía la diferencia entre la psicosis y la neurosis, entonces sus pacientes psicóticos –los de ella– estaban en problemas. Gisela Pankow también lo advirtió. Es un debate que existe desde los orígenes del psicoanálisis. Y es tan antiguo como el Edipo. Porque el Edipo no es otra cosa que la tensión entre el sujeto y el Otro, en tanto el Otro es el peso de la herencia, del estado de las cosas.
¿El “todos deliramos” está unido a la idea de que la psicopatología analítica es de la vida cotidiana, o por el contrario satisface el imperativo moderno del “todos iguales”? Porque en el segundo caso estamos en la ética del mercado y no en la del psicoanálisis. Bien dice Carl Schmitt que la sociedad liberal se halla dominada por el pathos de la violencia. Conforme a su narcisismo, el sujeto de la modernidad ve micro-agresiones por todas partes, y una de ellas es el autoritarismo del concepto, que vulnera su singularidad. ¿Estamos seguros de no haber hecho de ella un fetiche ideológico? Decir que el sinthome es un “concepto singular” no es más que un giro retórico. Que cada sujeto invente su sinthome no impide la estabilización conceptual de la noción. Hay ahí una noción general con la que podemos pensar muchos otros casos además del de Joyce. Si Freud postuló que el psicoanalista no está impedido de hacer formulaciones generales es porque sabía que la fobia al concepto conduce a la esterilidad del pensamiento.
Por supuesto, podemos afirmar que no se pretende prescindir de conceptos, lo que es imposible, sino de no sacralizarlos. Por eso la subjetividad capitalista asume el partido de un nominalismo radical. Muy a la altura de la subjetividad de su época, un psicoanalista dijo una vez que la salud (otra vez el binario) era ser nominalista. Eso que Lacan, justamente, no era. Porque ser nominalista es pensar que hay autores que pueden ser superados, que sus ideas tienen fecha de vencimiento. Por eso muchos piensan que la orientación a lo real en psicoanálisis supone pensar que todo es deleznable, bagatela, defensa contra lo real (una noción, la de defensa, cuya complejidad no debe saltearse). Ese reconocimiento de la caducidad de las herramientas conceptuales está a tono con el espíritu del capitalismo para el cual el mundo no es inestable, sino que debe serlo. Asimismo, no sólo los maestros y sus ideas pueden ser destituidos, sino que deben serlo. La esencia del capitalismo es la de un poder que opera por destitución de la autoridad. ¿No es eso la “salud” –maldita fatalidad del lenguaje– el liberarnos de una vez por todas de la tutela del Otro y la obligada reverencia? Así será, pero hay que decir que las herejías obligatorias no prometen nada bueno. Si Lacan consiguió acceder a la herejía, tengo para mí que lo logró por estar convencido de que hay