E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras

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luego que no. Me voy directa a la ducha. Te voy a ensuciar toda la casa.

      Isabella le quitó importancia a sus palabras con un gesto y retrocedió, invitándola a entrar.

      —Te dejo la ropa que quieras. No hay problema. Tú eres más alta que yo, pero creo que tendré algo que te valga.

      —No quiero ser una molestia, Isabella.

      —Oh, qué tontería —Isabella se agarró de su brazo y echó a andar por el pasillo—. Debería habértelo dicho antes. Creerás que soy una anfitriona terrible.

      —Creo que ya tenías bastantes cosas en la cabeza —le aseguró Deanna—. Y ninguno de los dos esperaba tener que quedarse tanto tiempo —se miró la ropa que llevaba. Había llevado muy poca ropa, pensando que estarían sólo unos días—. Si no te importa, déjame unos pantalones mientras lavo éstos. Bueno, en realidad no sé si conseguiré dejarlos limpios de nuevo.

      Isabella sonrió.

      —Ya verás que sí. J.R. ha venido peor que tú en más de una ocasión —le aseguró.

      Habían llegado a la puerta de la habitación que compartía con Drew.

      —Te traeré unas cuantas cosas. Si hay algo que necesites, pídemelo. Por favor.

      —Gracias —le dijo Deanna, sonrojándose—. Bueno, ¿qué te dijo el médico?

      —Oh, todo está bien —le dijo Isabella, con una sonrisa.

      De repente, sin saber por qué, Deanna recordó la expresión de Molly Fortune en aquella fotografía vieja que Drew había encontrado en el coche. Era la misma que Isabella tenía en ese momento. Dejándose llevar por un arrebato de espontaneidad, le dio un sentido abrazo que sofocaba por completo la punzada de envidia que sentía.

      —Enhorabuena. Me alegro mucho por vosotros.

      —Gracias a ti —le dijo Isabella, devolviéndole el abrazo—. Por escucharme ese día. Me resulta muy fácil hablar contigo. Sabes escuchar muy bien a la gente —se apartó y sonrió de nuevo—. Iré a buscar la ropa mientras te duchas. J.R. quiere celebrarlo de alguna manera, aunque no sea un buen momento.

      —Siempre es buen momento para celebrar la llegada de un bebé.

      —Hablas como J.R. —entró en su habitación y Deanna hizo lo propio.

      Nada más cerrar la puerta se dirigió hacia el cuarto de baño. Abrió el grifo de la ducha y empezó a quitarse la ropa. Los pantalones estaban tan rígidos que casi se mantenían erguidos por sí solos.

      Estaba a punto de meterse en la ducha cuando oyó un ruido en la habitación.

      —Soy yo —exclamó Isabella—. Te he dejado algunas cosas en la cama.

      La puerta volvió a cerrarse y Deanna soltó el aliento. ¿Qué esperaba? ¿Que Drew hubiera cambiado de opinión? Suspiró y se metió en la ducha. Era fácil quitarse la suciedad del cuerpo, pero no lo era tanto dejar de pensar en Drew Fortune. No era tan fácil dejar de pensar que estaba loca y perdidamente enamorada de su jefe.

      Drew se sentó en el borde de la cama y se dedicó a escuchar el sonido de la ducha. No tenía que esforzarse mucho para imaginarse a Deanna debajo de aquel chorro de agua caliente, deslizándose sobre sus brazos, sus piernas, mojándole el pelo, la piel… Se mesó los cabellos y apretó las palmas de las manos contra los ojos cerrados. Las imágenes no se borraron… Y no se percató de que el agua había dejado de correr hasta que vio que estaba arrugando con el puño la ropa que estaba a su lado sobre la cama. Trató de alisarla, pero fue inútil. Desde su llegada había hecho todo lo posible por pasar el menor tiempo posible con ella en la habitación. Se había recorrido todos los rincones del Orgullo de Molly. Había pasado noches en vela sentado en la barra del Red, hasta la hora de cerrar. Había visto amanecer en el porche de atrás tras una agotadora vigilia… ¿Pero podría levantarse de la cama en ese momento, sabiendo el riesgo que corría? Los nervios se le pusieron de punta al oír el crujido de la puerta del baño. Se miró las botas, cubiertas de lodo. No quería mirar hacia el espejo que tenía delante, porque sabía que en ese momento proyectaría la imagen de ella saliendo de la ducha.

      —No estás sola —le dijo bruscamente.

      —Ya lo veo —le dijo ella.

      Oyó sus suaves pasos sobre el suelo y, por la periferia del campo visual, supo que se había detenido junto al armario. Podía verle los pies con el rabillo del ojo. Los pies… y las pantorrillas. Levantó la vista hacia el espejo y vio que tenía una toalla alrededor del cuerpo.

      Un frío sudor le recorrió la frente y empezó a descender por su espalda.

      —¿Has terminado aquí? —le preguntó en un tono un poco hosco.

      —Sí —dijo ella.

      Quitó una de las prendas del montón que estaba a su lado y la sacudió un poco. Era un vestido amarillo que le recordaba mucho a Isabella; nada que ver con el estilo sobrio de la Deanna ejecutiva.

      Y no podía negar que estaba deseando vérselo puesto.

      —Bien —se levantó de la cama y pasó por delante de ella, rumbo al cuarto de baño.

      Estaba lleno de vapor, pero eso tenía fácil solución, porque lo único que necesitaba en ese momento era una ducha fría. Mucha agua fría… Cerró la puerta del cuarto de baño y contuvo el aliento. Su delicado aroma estaba en todas partes. La ropa que se había quitado estaba en un rincón. Los vaqueros estaban tan sucios como los suyos propios y las pequeñas braguitas que estaban encima parecían incluso más blancas de lo que eran en realidad. De repente, su móvil empezó a vibrar, dándole un susto de muerte. Mascullando un juramento, apartó la vista de la sensual ropa interior de Deanna. Había olvidado que llevaba el teléfono móvil en el bolsillo. Lo sacó rápidamente y miró la pantalla.

      Stephanie Hughes. Hizo una mueca y puso el aparato en modo silencio. Aunque las cosas no hubieran terminado entre ellos, el «torbellino» Deanna hubiera arrastrado a su paso cualquier rastro del mínimo interés que en algún momento había sentido por ella. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo, abrió la puerta del cuarto de baño y se asomó un momento. Deanna ya se había puesto el vestido amarillo y estaba delante del espejo, peinándose el pelo húmedo.

      Ella lo miraba con ojos de sorpresa a través del espejo.

      —¿Qué? —le preguntó.

      Él apenas pudo desentrañar sus pensamientos.

      —¿Recuerdas este sitio que te mencioné? ¿Red? ¿El restaurante? —no esperó a que ella asintiera—. Vamos a cenar allí —le dijo abruptamente.

      Ella bajó el peine, todavía mirándole por el espejo.

      —¿Por qué?

      —Porque después de lo de esta tarde, necesitamos darnos un pequeño respiro —le dijo, con sinceridad—. Y creo que te debo una, además. Ya sabes… Por ocuparte de todo en la oficina. Te has hecho cargo de todo y… te lo debo.

      —Sólo he hecho mi trabajo —ella le miró directamente por encima del hombro. Tenía el ceño fruncido.

      —Pero

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