E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras
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Era una foto pequeña, pero la felicidad de la nueva madre, con su primer hijo en brazos, era inconfundible. Deanna no recordaba haber visto nunca fotos de su madre con ella en brazos. Si existía alguna foto, debía de haber desaparecido mucho tiempo antes.
—Supongo que tu madre tendría un álbum de fotos para cada uno de vosotros —le dijo. Tal y como se la había descrito, Molly debía de haber sido la clase de madre que hacía algo así, además de hacerles retratos de familia a lo largo de los años.
Algo que Deanna tampoco había tenido… Una familia feliz, retratada para la posteridad. Los Gurney nunca habían conocido esa clase de felicidad. En realidad su madre y ella nunca habían sido una familia de verdad. Miró a Drew, que la miraba con un gesto ceñudo.
—¿Tu madre no tenía un álbum para ti?
—No lo creo —se encogió de hombros. No se sentía muy cómoda hablando de sí misma—. Y si lo tuvo, nunca me lo enseñó. Además, a Gigi no se le dan bien esa clase de cosas.
—¿Y qué se le da bien, aparte de ver la Teletienda?
—Ella vive haciendo castillos en el aire, soñando con vivir el idilio perfecto.
—¿No es eso lo que quieren casi todas las mujeres?
Deanna hizo una mueca.
—Pero es que mi madre siempre busca en el sitio equivocado.
—¿Y es que hay un lugar correcto donde buscar?
—A mí no me preguntes. Yo no soy la que tiene mucha experiencia. ¿Dónde conociste a tu ex?
—En la universidad. Pero eso no cuenta porque no fue más que una fantasía.
—¿Porque te engañó?
—Supongo que sí —le dijo él, haciendo una mueca.
—Cuando hay amor verdadero no hay lugar para el engaño —le dijo ella, mordiéndose el labio inferior.
—¿Entonces tú has estado enamorada? ¿De quién? ¿Del tal Mike?
—Mark —sacudió la cabeza—. Y no. Pero todavía no me has dicho si tuviste un álbum.
Él la miró de reojo. Sabía que se estaba yendo por la tangente.
—Sí. Todos teníamos un álbum personal —le dijo, encogiéndose de hombros—. Eran como libros de recuerdos. Mi madre los hizo todos. Ahí guardaba pelo de nuestro primer corte de pelo, tarjetas de cumpleaños, boletines de notas… —sonrió con picardía—. Aunque no mereciera mucho la pena salvar muchos de esos boletines, por lo menos los míos.
—Me cuesta creerlo.
—¿Por qué?
Ella se rió suavemente.
—Porque eres brillante. Todos lo sabemos. Aparte de lo de la ortografía, claro.
—Bueno, pues créetelo. Hice un poco el gamberro en el colegio. Volvía loco a mi padre.
—¿Y tu madre qué decía?
—Ella sacudía la cabeza —dijo Drew. Su sonrisa se había desvanecido—. Me decía que podía hacerlo mucho mejor —guardó silencio un momento, recordando.
Al final sí que lo había hecho mejor, o por lo menos lo había intentado.
—Nos dio los álbumes a cada uno cuando enfermó —dijo, sintiendo un nudo en el estómago.
Deanna le apretó el hombro con la mano.
—Parece que era muy guapa —le dijo ella con suavidad, devolviéndole la foto—. Por dentro y por fuera.
Drew tomó la instantánea en sus manos, consciente del roce de los dedos de ella. Los recuerdos de su madre eran tan nítidos como lo que sentía en ese momento al tocar a Deanna. Pero pensar en su madre era mucho más fácil que recordar el coche destrozado de su padre. ¿Qué había sido de él? ¿Significaba algo la foto que había encontrado en el vehículo? ¿O era sólo un recuerdo? Se volvió de espaldas a la camioneta y accidentalmente se rozó contra el pecho de ella. Entrecerró los párpados, cegado por el sol de poniente, pero Deanna no retrocedió. Se quedó donde estaba, mirándole.
—Era muy guapa —le dijo él de repente—. Crecí oyendo cómo se lo decía mi padre. Ella siempre se sonrojaba y le quitaba importancia a sus palabras, diciendo que nunca iba a ganar un concurso de belleza ni nada parecido. Pero todos sabíamos que no era eso lo que él quería decir.
Deanna ladeó la cabeza. Tenía la mejilla apoyada en la mano.
—Tuviste mucha suerte.
Drew siempre lo había sabido, sobre todo cuando se enteró de que la iba a perder.
—Nunca defraudó a nadie —dijo, riéndose con una carcajada amarga—. No es que fuera una santa. Tenía mucho genio. Y no dejaba que nadie la engañara.
—Ah —Deanna le miró con ojos cómplices—. Supongo que tú lo intentaste unas cuantas veces.
—Sí —le dijo él, sonriente—. Y no sólo yo. Todos lo hicimos. Excepto J.R., quizá. Siempre fue el niño bueno —soltó una risotada—. Una vez, cuando tenía catorce años, un amigo mío y yo le robamos las llaves del coche a su padre. Era un Mustang clásico que había restaurado. Nos fuimos a dar un paseo. Tommy terminó empotrándose en un muro. No nos hicimos daño, pero la policía nos llevó a comisaría y nos metió en una celda. Nos dimos un susto de muerte. Nos dijeron que íbamos a pasar la noche ahí. Y a lo mejor muchas más.
—Vaya. ¿Sólo tenías catorce años? —Deanna parecía sorprendida.
—Casi quince. Como sabíamos que pronto podríamos conducir… Bueno, llamamos a nuestros padres desde la cárcel. Temblábamos como pollos. Estábamos muertos de miedo. Tommy llamó a su familia. Se pusieron como locos cuando les contó lo del coche, pero enseguida fueron a buscarle. Y yo llamé a mi padre, pensando que él usaría sus influencias para sacarnos de allí. Porque no podía ser que el hijo de William Fortune fuera a pasar una noche en la cárcel por una gamberrada sin importancia. Pero mi padre me dijo que no, que nos merecíamos pasar la noche en la cárcel, que sería una buena lección.
—Oh —dijo Deanna—. ¿Y qué hiciste?
—La familia de Tommy no tardó en llegar — dijo él, encogiéndose de hombros—. Lo soltaron enseguida, pero yo tuve que volver a la celda.
—¿Por cuánto tiempo?
Entonces le había parecido toda una eternidad.
—Casi toda la noche. A eso de las tres de la madrugada vino uno de los agentes y me soltó. Mi madre había venido a sacarme —sacudió la cabeza, rememorando aquellos momentos—. Estaba muy enfadada. No quería oír ninguna excusa. Me dijo que cerrara el pico